Muere a los 90 años Fredric Jameson: el crítico literario marxista que diagnosticó la postmodernidad
A diferencia de la estrategia de marxistas mecánicos, la crítica de Jameson empuja a conocer todo tipo de literatura, y nunca deseca la experiencia de la lectura
Fue uno de los críticos literarios más influyentes desde los años noventa del siglo XX, pero su pensamiento no solo prolongó el análisis marxista de la literatura en un mundo digital. También transformó la comprensión del cine y de otros modos de producción visual y sonora, reveló antinomias del urbanismo y de la arquitectura, conectó los ciclos económicos con las olas culturales y predijo derivas inesperadas de la globalización. No es extraño que a los filósofos les haya molestado su familiaridad con los grandes clásicos y con las corrientes de pensamiento francés y alemán que alborotaron el circo filosófico desde los sesenta: siempre gozó de una flexibilidad y de una creatividad de la que carecieron muchos de ellos. Jameson no paró. Con 90 años siguió dando clases para la Universidad de Duke, desde donde desarrolló su vida académica, pero a finales del pasado agosto se sintió mal después de iniciar su nuevo curso sobre estética. Murió el 22 de septiembre.
Cuando Fred Jameson visitaba Madrid salía del avión hablando de películas españolas (como La Caja 507), y en las librerías desconcertaba cuando le ofrecían ciencia-ficción pero se compraba El Criticón de Gracián, o el lote entero de los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós (del que habló en Antinomias del realismo). Dos de sus compañeros de estudios en San Diego fueron hijos de poetas españoles exiliados, Jaime Salinas y Claudio Guillén (que avaló la publicación de sus estupendos libros La cárcel del lenguaje y Marxismo y forma cuando era catedrático en Princeton). Me cuesta olvidar la noche en la que Jameson se despidió de Guillén en Madrid, conociendo ya el desenlace que le esperaba a su amigo. Pero vuelvo a reír cuando le veo gruñir después de leer un pasaje de las memorias de Salinas. Las discusiones en bares sobre Hegel con José María Ripalda (a quien dedicó Las variaciones Hegel) eran imposibles de seguir, y no sólo por los ruidosos televisores que seguían tremendos sucesos en España. Esas conversaciones podían girar sobre tal cantidad de películas, músicas, arquitecturas, novelas y series que, al menos durante un rato, uno se olvidaba de que la desaparición del mundo parecía más inminente que la del capitalismo.
Antes de lograr que le colgaran una medalla, su traductor y colega David Sánchez Usanos supo que sus recomendaciones nos obligaban a volver a leer como locos a los clásicos, a la vez que nos descubrían literaturas desconocidas. Cuando en 2010 la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull colapsó el tráfico aéreo, quedó atrapado en un aeropuerto, pero reapareció saliendo exultante de un avión, como si buscara un asiento de primera fila para disfrutar de otra catástrofe.
Para muchos marxistas era demasiado formalista. Para muchos formalistas, demasiado marxista. Nadie es perfecto. Los primeros no parecían tener tiempo para los detalles de su hermenéutica, los segundos la consideraban demasiado conectada con el análisis político y económico. Fue tachado de pesimista por socialdemócratas, pero mientras él derrochaba energía ellos se dejaban llevar por una desesperante melancolía. La llamada “post-crítica” le asocia con un marxismo desalentador, pero el truco acusador no funciona: con él la escuela de la sospecha no desembocó en la escuela de la desesperanza (lo ha explicado tan bien Leo Robson que mejor lean Jameson después de la postcrítica, en la revista New Left Review 144).
Su influencia no sólo debería asociarse con las proporciones descomunales de su obra. Pocas figuras han producido lo que él, a semejante ritmo y abarcando tamaña variedad de temas. Es fácil proclamar que todo lo económico es cultural, y todo lo cultural económico, pero ¿y si entramos en detalles? Su singularidad y su lucidez no se explican diciendo que enseñó a ver las formas culturales como síntomas de cambios históricos, o que liberó a varias generaciones de las versiones más vulgares de la sociología marxista de la cultura. En su caso, hay más: nada culturalmente interesante carece de contradicciones, pero el marxismo no se limita a desenmascarar las servidumbres ideológicas de un producto cultural. El análisis no es una reducción, sino una multiplicación, una operación minuciosa, pero nunca esquemática. A diferencia de la estrategia de marxistas mecánicos, la crítica de Jameson empuja a conocer todo tipo de literatura, y nunca deseca la experiencia de la lectura.
Recuerden que Jameson estudió con Auerbach y publicó en 1961 su tesis Sartre: The Origins of a Style, luego empezó a fusionar el estructuralismo, el psicoanálisis y el marxismo de una forma sorprendente, y escribió cinco libros antes de lanzar aquel artículo sobre el dichoso posmodernismo y la lógica cultural del capitalismo tardío, que cambió el paso a todo el mundo. Desde los años noventa le dio tiempo a escribir, si no me falla la cuenta, otros veinte volúmenes. Fue un estupendo profesor, siempre generoso y atento con estudiantes y colegas.
Nunca se insistirá lo suficiente en la importancia de su estilo. Terry Eagleton ya expresó su admiración y sus reservas en 1982, en La política del estilo, y volvió a la carga en 2009 con Jameson y la forma. Perry Anderson y muchos otros colegas también trataron de explicar el insólito poder de una retórica basada en el derroche, en un exceso inagotable y resistente a definiciones cerradas. Qué absurdo que la obsesión de la izquierda por el contenido político haya empujado a desatender una gramática donde el significado del elemento individual se sustrae a la generalidad de un mensaje replicable, o que la urgencia de las campañas culturales empuje a sus seguidores a reiterar (hasta su vaciamiento) lemas extraídos de su obra, en vez de sumergirse en los laberintos de su dialéctica.
Qué pena que se disimulen las contradicciones de la fantasía utópica que él ayudó a entender en nombre de una movilización edificante y políticamente correcta. Jameson no repitió la homilía de Adorno contra el activismo apresurado, pero abrió espacios donde el tiempo corre a un ritmo poco rentable para militantes hiperactivos. Sus estudiantes y sus colegas saben bien lo que van a echar de menos: la discreta y a la vez poderosa capacidad para inculcar una curiosidad insaciable sin la cual la práctica política sería un desastre. Necesitaremos mucho tiempo para asimilar su falta, y para descubrir hasta dónde llegó su poder para movilizar un tipo de entusiasmo alejado del iluso optimismo.
Babelia
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