¿Quién teme a Braunau?
La resignificación de los lugares que han ganado trascendencia histórica por las dictaduras merece una revisión cultivada y crítica


La derecha española se burla de cómo la izquierda siempre echa mano del franquismo si no tiene nada más que agitar en la actualidad política. Pero con esto sucede como con el conflicto migratorio, del que se ha apropiado el ultranacionalismo por la sola razón de que la izquierda no propone una estrategia razonable. Los rivales ocupan lo que tú no aciertas a explicar. Y en España es inexplicable cómo es que, tantos años después de la Guerra Civil, la derecha, a la que tan bien le ha ido en democracia, no sea nunca capaz de deslindarse de la dictadura. Incluso cuando irrumpió la propuesta de Ciudadanos, cada vez que llegaba la hora de emprender la recuperación de las fosas de las víctimas olvidadas de la Guerra Civil se les atragantaba el paso y votaban en contra. No abrir viejas heridas se convirtió en sinónimo de cobardía y asunción del franquismo como veta original de la que nacían los conservadores españoles. Es un error no haber logrado una visión diferente. Se percibió con la resignificación del Valle de los Caídos y el traslado de los restos de Franco, que resucitó una carcundia escondida bajo el brasero y excitó a jueces prevaricadores y nostálgicos que loaban la Transición sin haberla comprendido del todo.
Pero bobos seríamos si creyéramos que somos una excepción en Europa. Un documental titulado ¿Quién teme al pueblo de Hitler? cuenta el equilibrio incierto, incómodo y vomitivo con el que los gobiernos austríacos tratan de borrar el colaboracionismo con los nazis. Y esto es algo que se aplica en pasajes de la política actual francesa, también polaca, y va camino de cosechar un enorme rédito electoral en la cercana convocatoria a las urnas en Alemania, donde un partido ultra se ve respaldado por la propaganda de Elon Musk y esa retórica reaccionaria que aupó a Trump y el Brexit. El director de cine Billy Wilder, a quien echamos de menos por sus películas y por su implacable vitriolo, solía bromear muy en serio diciendo que sus compatriotas habían sido tan inteligentes que habían hecho creer al mundo que Hitler era alemán y Beethoven austriaco. Es decir, que los austriacos jugaban con las difusas fronteras de su país siempre a favor para fotografiarse sin mancha. No hay que olvidar que la jugada les salió fenomenal, y en Viena está a punto de llegar al poder otra de esas franquicias ultra que blanquean la trifulca intoxicada en redes.
En el documental de Günter Schwaiger, titulado originalmente Wer hat Angst vor Braunau?, porque Braunau am Inn es el nombre del pueblo natal de Hitler, el problema para los vecinos austriacos es qué hacer con esa casa, como lo es para los españoles qué hacer con el Valle de los Caídos, la Fundación Franco o los monumentos de exaltación del golpismo antirrepublicano. La resignificación de los lugares que el azar de la historia premia con esa accidentada trascendencia merece una revisión cultivada y crítica. De no hacerlo, la herida mal cerrada se infecta de nuevo, y podemos asistir a que el nombre de Alternativa para Alemania no sea una propuesta cívica y cordial, sino una amenaza brutal para todo el continente. No somos versos sueltos, sino versos de un poema europeo mal escrito y peor terminado. Por eso, nuestra derecha moderada se equivoca al burlarse de que el actual Gobierno aproveche esa equidistancia hiriente y absurda con la dictadura franquista de la que hacen gala año tras año.
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