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Las otras vidas
Tribuna
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Una tragedia americana

Las historias de enfermedades, operaciones y seguros médicos en Estados Unidos son historias de terror

AMM 14 12 24
fran pulido
Antonio Muñoz Molina

Un detalle me llamó la atención al leer las circunstancias en que fue detenido el asesino del consejero delegado de UnitedHealthcare, en un McDonald’s de las afueras de Altoona, en el Estado de Pensilvania. Digo las afueras, pero tratándose de Estados Unidos es un término inútil: en la mayor parte de las ciudades no hay un centro amplio y coherente en torno al cual se hayan extendido. There is no there there, decía Gertrude Stein refiriéndose a Los Ángeles. Allí no hay un allí. Todo es una periferia expansiva, espacios repetidos y como prefabricados a lo largo de nudos de carreteras y autopistas, con la presencia permanente de los restaurantes de comida rápida, los drive-through que le permiten a uno comprarse su hamburguesa o su cubo de pollo refrito o su taco o pizza sin bajarse del coche, iluminados y en funcionamiento las 24 horas del día, brillando como fanales en la distancia hasta en lo más desierto de la noche. En uno de esos McDonald’s alguien reconoció al sospechoso. Es una imagen exactamente americana: uno de esos clientes solitarios de los McDonald’s o los Starbucks, aunque también se les ve en las bibliotecas públicas, enclaustrado y aislado del mundo bajo una capucha, a mil kilómetros de quien tienen al lado, con un portátil delante, muy inclinado sobre él, muchas veces comiendo con distracción y avidez, escarbando la comida en un cuenco desechable con un tenedor de plástico, o con los dedos, una comida que llena el aire de un olor muy fuerte a grasa frita enfriada.

Hay crímenes que son el retrato de un país. Alguien en el McDonald’s alertó a uno de los empleados, que avisó de inmediato a la policía. Lo que llamó mi atención fue un detalle como de pasada: ese empleado de McDonald’s era “de avanzada edad”. Y me vino el recuerdo de un viaje en coche hace más de 30 años, por el Estado de Pensilvania, a través de montes boscosos en la grisura del invierno, cruzando paisajes de ruinas industriales ganadas por el óxido y la maleza, parques de viejas caravanas dispersas entre los árboles o agrupadas en claros de bosque, rodeadas de basura y desechos. Llevábamos horas viajando y buscábamos algún sitio donde parar a comer algo, pero era domingo y en los pueblos más o menos habitados por los que pasábamos había iglesias abiertas de par en par, pero ningún restaurante o diner que no las tuviera cerradas. Ya hambrientos y con más horas de carretera por delante, nos resignamos a comer en un McDonald’s. Parecía más grande porque no había nadie más que nosotros. Todos los empleados, con sus gorritas y mandiles adornados con el logo risueño de la compañía, eran ancianos. Llevaba con manos artríticas y ligeramente temblorosas los vasos enormes de Coca-Cola. Algunos arrastraban los pies mientras barrían el suelo o recogían bandejas con desperdicios. El profesor que me acompañaba me explicó que con el hundimiento de la industria del acero en toda la región habían desaparecido los empleos seguros, y que muchas pensiones eran tan escasas que los jubilados se veían forzados a ocupar los trabajos peores, en cadenas de comida basura o supermercados. Ahora muchos de esos viejos trabajan en almacenes gigantes de Amazon, y tienen que llevar pañales, porque el algoritmo que vigila su rendimiento cuenta las veces que van al baño y el tiempo que pasan allí.

Teóricamente, esos viejos, como todos los mayores de 65 años, tienen derecho a la cobertura sanitaria del programa Medicare, que fue una de las grandes conquistas de los gobiernos demócratas de los años sesenta. Pero en vez de un sistema público de asistencia directa universal, como los que rigen en Europa, lo que hay en Estados Unidos en un monopolio de las compañías de seguros, que son las que canalizan como intermediarias los servicios médicos. Lo que se llama libre empresa suele ser el acaparamiento del dinero público en beneficio de quienes tienen todo el poder necesario para adaptar las leyes a sus intereses y comprar a los encargados de administrarlas. El Gobierno de Estados Unidos paga a las aseguradoras una tarifa plana por cada posible beneficiario de Medicare. Cuantos más pagos y servicios las empresas escatimen a los enfermos, mayor será el margen de beneficio. Es el mismo principio de despiadada rentabilidad que usan las empresas concesionarias de las prisiones privadas, que han multiplicado su valor en Bolsa desde el triunfo de Trump, previendo la oportunidad de negocio de los millones de inmigrantes irregulares que serán detenidos para su deportación. Cuantos más presos haya, y más condenas largas, y más se pueda ahorrar en su alimentación y su salud, mejor será la cuenta de resultados.

La pobreza, la enfermedad y la exasperación son minas de oro más rentables que las minas de litio y de coltán y que los yacimientos de petróleo. Me he entretenido en buscar la página web de UnitedHealthcare y está llena de imágenes de familias jóvenes adecuadamente polirraciales y felices, y de parejas de esos jubilados saludables que también abundan en los anuncios de los bancos y de las agencias de viajes. ”Somos una compañía de servicios de salud y bienestar que tiene como misión ayudar a la gente a vivir vidas más saludables”. En 2023, UnitedHealthcare tuvo unos ingresos de 281.000 millones de dólares, extraídos principalmente del sufrimiento y la angustia de 50 millones de personas. Brian Thompson, el jefe ejecutivo asesinado, había logrado, en solo los últimos cuatro años, subir los beneficios netos de la compañía de 12.000 a 16.000 millones de dólares. Algo tendrá que ver esa prosperidad con el dato de que UnitedHealthcare posee el récord de reclamaciones de pagos de pacientes rechazadas. A las legiones de abogados especialistas en denegar o retrasar indefinidamente compensaciones legítimas o servicios sanitarios de vida o muerte se unen ahora los algoritmos que cumplen con mucha más eficacia y ahorro esa tarea. Las historias de enfermedades, operaciones y seguros en Estados Unidos son historias de terror. Un hombre se rompe una pierna, lo operan, pasa cuatro días en el hospital, luego 11 en una residencia, porque aún no puede moverse. Al quinto día, el seguro ya se le ha agotado y lo echan del hospital, y muere cuatro días después en un albergue de indigentes. Otra compañía de nombre ensoñador, Anthem Blue Cross Blue Shield, se ha hecho célebre por un algoritmo que determina el tiempo máximo de anestesia en una operación que queda cubierto por el seguro. En Nueva York, en los barrios más pobres, se ven con frecuencia personas con un pie amputado: padecen diabetes B, la causada por una alimentación insalubre, y si les hubieran curado a tiempo las llagas que por culpa de esa enfermedad se forman en la planta del pie, habrían podido conservarlo. Pero una cura preventiva deja mucho menos margen de beneficio a la aseguradora que una amputación.

Esa es la sanidad en manos privadas. No hay anuncios más poéticos en la televisión de Estados Unidos que los de las corporaciones de servicios de salud: niños y niñas de piel oscura o de ojos rasgados flotando a cámara lenta, abuelos y abuelas entrañables de pelo blanco luminoso, agitados por la brisa del mar, descalzos por la orilla, con los pantalones remangados. Ese tipo de anuncios abunda cada vez más en España, al calor del perverso deterioro de la sanidad pública que alientan grandes defensores de la libertad como Isabel Díaz Ayuso y los grupos de presión que actúan a su sombra. No sé si nos damos cuenta plenamente de lo que está en juego. No quiero que en mi país haya gente que sufra y muera para que se enriquezcan más lo que ya lo tienen todo. No quiero ver a abuelos o abuelas españoles sirviendo en un McDonald’s.

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