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SIN DESCENDENCIA

Gertrude Stein: trinchar un asado es como tocar el chelo

La autora de 'Autobiografía de Alice B. Toklas' inaugura esta sección mensual dedicada a escritoras singulares (y plurales)

Ilustración de Luis Paadin.
Ilustración de Luis Paadin.

No hay nada malo en aplazar lecturas. La periodista Janet Malcolm lo hizo varias veces con Ser norteamericanos, ese denso monumento que escribió Gertrude Stein sobre su familia y que en determinados fragmentos suena como un grifo cuando pierde agua. Tras intentarlo varias veces y quedarse varada en las primeras páginas, la citada Malcom encontró una solución: descuartizó su ejemplar con un cuchillo de cocina, partiéndolo literalmente en seis pedazos para que sus casi mil páginas le resultasen, al fin, algo más digeribles. Es lo que tiene enfrentarse a una autora modernista con flequillo y sandalias de emperador romano conocida, entre otras cosas, por querer trasladar al texto la autonomía de la pintura, lo que en 1914 equivaldría a remontar un barco por la selva amazónica. De ahí que algunos no la tomaran muy en serio. En una carta, un editor emuló medio en broma su estilo: «Soy solamente uno, solo uno, solo uno. Solo un individuo, uno cada vez. No dos, no tres, solo uno. (...) Siendo solamente uno, teniendo solamente un par de ojos, teniendo un solo tiempo, una sola vida, no puedo leer su manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera una vez. Solo un vistazo, un vistazo es suficiente. Ni una copia se vendería. Ni una. Ni una sola». Quizás el error que cometió el autor de esta nota fue pensar que Gertrude Stein escribía en inglés cuando, en realidad, estaba inventando otro idioma.

Autobiografía de Alice B. Toklas fue un best seller, así que la única vez que Stein se ganó al gran público fue suplantando a su amante y secretaria, aunque fuera para hablar de sí misma, elevándose a la categoría de un genio

Su rosbif en Botones blandos tiene la locura del huevo que nos incubó la señora Lispector en uno de sus relatos más celebrados, aunque no sé cómo se cocinarán estas escrituras fuera de las aulas. Por suerte, a veces no necesitamos que algo nos fascine para celebrar que existe. A mí me pasa con Proust, Joyce y Musil. Jamás los leí pero, oiga, qué alegría saber que están ahí y que los demás vayan a hacerlo por mí... A Stein, en cambio, sí elegí leerla no una ni dos veces sino cuatro y media (es que la última ya fue en diagonal). Lo hice aún a riesgo de quedarme con el gesto de quien trincha un asado. Y piensen que su complejidad no está en el vocabulario sino en la lógica que nace entre una frase y la siguiente. Eso explicaría la tentación de dividirla en porciones buscando aquello que falta o quedó hecho picadillo y es que, cuando repite, Stein lo hace ma-cha-co-na-men-te: tiene la violencia del mortero. Y, sin embargo, hay algo equívoco en todo esto. Después de todo, la postura de quien trincha carne no es tan distinta de la del músico que toca el chelo, lo que quiere decir que en su obra también hay espacio para el refinamiento, aunque debamos aclimatar el oído, como ella afinó su ojo, siendo una de las coleccionistas de Arte más importantes del siglo XX.

El que a Picasso le costara tanto capturar su rostro, a mí me la sitúa en un limbo temporal, aunque para explicarlo deba recurrir una anécdota muy sobada. Se ve que tras ochenta o noventa sesiones, éste acabó diciéndole: “Ya no soy capaz de verte cuando te miro”. Borró su cara y se marchó de vacaciones a España. A su regreso retomó aquel cuadro pero en cuanto lo vio, Stein le dijo que no se le parecía, a lo que Picasso contestó “Tranquila, ya lo harás”. La cuestión es si ella, que era tan torpe conduciendo marcha atrás, llegó a sincronizarse en vida con aquel retrato que la adelantaba. Es que cuando lo miro, tiendo a ver una máscara pero ¿qué fue del resto? Aún más enigmática me resulta su pareja, Alice B. Toklas. En una famosa foto, aparece tal y como pasó a la Historia: borrosa y en segundo plano, lo que al menos le permitió disimular su bigote, que es una de las pocas cosas que se le atribuyen. Eso y el ser una gran cocinera. No en vano se ventiló su propia vida con un libro de recetas y ni una sola confidencia. Claro que antes Gertrude Stein le escribió su autobiografía. A saber si fue lo único que hizo por ella, suponiendo que ésta no exageraba al decir que, en casa, apenas movió un dedo. Por eso cuando un fotógrafo le expresó su deseo de sacarla haciendo algo, a Stein sólo se le ocurrieron dos cosas: ponerse y quitarse el sombrero y beber un vaso de agua. ¿Tendrá cara?

Cuando supo que los padres de Dali y Duchamp eran notarios lanzó una ley general: “Los hijos de notario son vehementes ante la libertad pero nunca libres”

Autobiografía de Alice B. Toklas fue un best seller, así que la única vez que Gertrude Stein se ganó al gran público fue suplantando a su amante y secretaria, aunque fuera para hablar de sí misma, elevándose a la categoría de un genio, que es como escribir en pasado sobre cosas que aún no han sucedido. De algún modo les pierdes el respeto. Al calor de aquel éxito, Stein escribió Autobiografía de todo el mundo que ya no es tan amable (me refiero estilísticamente), aunque de sus páginas se desprenda algo fascinante, de ahí mi deseo de inaugurar esta serie sobre escritoras sin descendencia biológica o literaria, con quien parió una antinovela, un curioso experimento y dos pseudo-biografías, entre otras cosas. Digo “pseudo” porque quién iba a creerse que la vida fue alguna vez como ella dice. En los dos libros que menciono en este párrafo, Stein la describe como en las comedias del malogrado Woody Allen, en las que siempre reponen las películas que una quiere y si se viaja a Italia es para cenar bajo una parra en un restaurante delicioso, cuando todos sabemos que el mundo es mucho más incómodo. No sólo hay que reservar con antelación, es que apenas quedan farolas donde candar una mísera bicicleta. Lo gracioso es que, en el fondo, ella vino a decir algo parecido: “Lo que realmente importa es que hoy la Tierra está atiborrada de gente y que escuchar a alguien no tiene especial importancia porque cualquiera puede conocer a cualquiera. Ésta es en realidad la razón por la cuál las únicas novelas posibles en nuestros días son historias de detectives, donde la persona que realmente importa está muerta.” ¡Qué idiotez más exquisita!

De todas las libertades que se le atribuyen, mi favorita es la insolencia con la que expuso como ley general aquello que dedujo de alguna observación. Si el intelectual tiende a matizar, Stein hizo lo contrario. Cuando conoció a Dalí, por ejemplo, le encantó saber que era hijo de notario. También Marcel Duchamp, lo que le llevó a afirmar: “Esto es muy interesante pues he observado que los hijos de notario son vehementes ante la libertad pero nunca libres”. De hecho, su literatura está plagada de esta clase de generalizaciones: sobre los hijos de notario, la iluminación a gas (es un error, pues todo estado intermedio es un error), los españoles (no escuchan), el cuerpo de los pintores (los mejores rara vez son altos) o la gastronomía de su país (es húmeda y por eso disgusta a los franceses que la prefieren seca, para acompañarla con el vino). Me pregunto si no hizo tales afirmaciones por el placer de oír cómo sonaban o lo que comúnmente se entiende como “quedarse a gusto”. Claro que esto tiene su precio cuando se lleva al espinoso terreno de la política, que es su parte más controvertida.

Como judía y lesbiana, Gertrude Stein no aportó mucho a ambas causas (por decirlo de manera suave)

Como judía y lesbiana, Gertrude Stein no aportó mucho a ambas causas (por decirlo de manera suave) lo que debió ser inquietante, dado el efusivo interés que puso en los soldados norteamericanos, a quienes ayudó haciendo de voluntaria en la Primera Guerra Mundial, al volante de una ambulancia. A saber qué alimentó su entusiasmo hacia esos jóvenes. Seguramente un sentimiento patriota, pues en algo tenía su lado carca. La delatan sus blusas, cuya caída me remite a la solemnidad de un telón, aunque esto no explicaría la estrambótica sugerencia que le largó a los judíos, animándoles a aprender alemán y hacerse pasar por turistas durante la ocupación nazi. En cuanto a su apoyo a Franco, Stein vivió siempre de rentas. Venía de una familia muy rica y como tal echaba pestes de cualquier atisbo revolucionario que perjudicara sus intereses. Claro que luego alineó a Mussolini, Hitler, Roosevelt, Trotski y Stalin en una sola oración para acabar afirmando que en aquellos días “había demasiada paternidad sucediendo y, no hay duda, los padres son deprimentes.”

Ese deporte, el del agrupar a la gente en categorías, lo llevó al extremo en la novela que cité al principio, donde habla de escribir sobre todas las personas, hombres y mujeres que llegaron a enamorarse o no vivieron demasiado. En algunos fragmentos, ella cree comprender por qué son como son y actúan como actúan, pero luego ya no está tan segura de sus clasificaciones. Admite que le falta talento dramático para abordarlas. Eso explicaría que en determinados momentos la narración se debilite cayendo en auténticas derivas computacionales y que Malcolm la rompiera en pedazos. En lo que afecta a los seres humanos todo indica que las variaciones son infinitas, por eso en Ser norteamericanos a su autora le cuesta tanto dar con una imagen final. En realidad podría decirse lo mismo de quienes nos aventuramos a leerla, pensando en por qué dijo lo que dijo en cada instante, como si sus contradicciones, que fueron importantes, le asegurasen el paso a la eternidad por la que Stein hizo tanto reuniendo los mejores cuadros, aunque ante los demás se comportase como quien nace con ella bajo el brazo.

En el siguiente capítulo... ¡póngase a cubierto! Hablaremos del terrorismo materno y sus frases de largo alcance, con las gafas de Elizabeth Costello.

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