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TRIBUNA
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La maldición de la segunda legislatura

Los últimos escándalos se suman a los indicios de que el Gobierno no consigue tomar las riendas de la situación

La maldición de la segunda legislatura. Ignacio Sánchez-Cuenca
enrique flores

Tras la larga y excepcional experiencia de gobierno del PSOE de Felipe González, quien ejerció como presidente durante cuatro legislaturas (1982-86, 1986-89, 1989-93 y 1993-96), los presidentes José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se mantuvieron en el poder dos legislaturas. Y en los tres casos, por razones distintas, la segunda legislatura no salió bien.

La segunda legislatura de Aznar (la de 2000-04), tras una primera marcada por el entendimiento con los nacionalistas catalanes y los buenos resultados económicos, estuvo marcada por la arrogancia (guerra de Irak) y la mentira (a propósito de la autoría del atentado del 11-M). En cuatro años, el PP pasó de la mayoría absoluta a la oposición.

En su segunda legislatura, 2008-2011, Zapatero tuvo que lidiar con una brutal crisis económica que cambió enteramente el programa político de su Gobierno. Sometido a fuertes presiones dentro de la unión económica y monetaria, en 2010 se vio obligado a renunciar a una “salida social” de la crisis, adoptando políticas de austeridad que agravaron el impacto de la recesión económica y que produjeron un fuerte desgaste en su electorado tradicional.

En el caso de Rajoy se advierte una continuidad entre sus dos legislaturas (no cuento la intermedia en 2016, de tan solo 188 días de duración). Se mantuvieron las políticas de austeridad, con recortes en servicios sociales e infraestructuras de los que aún no nos hemos recuperado del todo. A pesar de este continuismo, la acumulación de escándalos de corrupción se volvió asfixiante en la segunda legislatura y, con su proverbial pasividad política, Rajoy agravó la crisis catalana, que explotó de la peor manera posible en otoño de 2017.

Como puede verse, las circunstancias fueron muy distintas con cada presidente, pero en los tres casos la segunda legislatura no aportó gran cosa al avance del país. Sus segundas legislaturas se caracterizaron por perder el rumbo o por no tenerlo.

A estas alturas, tiene sentido considerar la posibilidad de que la maldición de la segunda legislatura esté afectando ya a Pedro Sánchez (soy consciente de que Sánchez tuvo un primer periodo de gobierno entre junio de 2018 y abril de 2019, pero dicho periodo debe considerarse como una fase de interinidad o transición, siendo en realidad la primera legislatura la que va entre las elecciones de noviembre de 2019 y las de julio de 2023 y la segunda aquella en la que nos encontramos actualmente).

Hay un contraste innegable entre el impulso reformista con el que arrancó el primer Gobierno de coalición de izquierdas a finales de 2019 y el actual, que desde un primer momento se ha presentado ante la ciudadanía con el objetivo último de frenar un Gobierno alternativo de las derechas. Los indicios de que el actual Gobierno no consigue tomar las riendas de la situación política son varios. En primer lugar, las medidas que ha adoptado el Ejecutivo para estabilizar la situación de Cataluña y superar la fase del procés no han servido para forjar un entendimiento duradero con los partidos independentistas en el Congreso. Parece paradójico, pero el esfuerzo realizado con la ley de amnistía (que ha supuesto un fuerte desgaste para las izquierdas en el conjunto de España) ha terminado provocando un comportamiento errático de Junts, partido que ha optado en varias ocasiones por dejar tirado al Gobierno en el último momento. En realidad, hay una lógica interna detrás de esta secuencia: el fin del procés ha inducido una fuerte crisis interna en los partidos independentistas, que tienen que redefinir su proyecto futuro. Mientras no lo hagan, son socios poco fiables que generan mayor inestabilidad legislativa. El precio que paga el Gobierno de Sánchez por arreglar los destrozos pasados de la crisis catalana es muy alto: por un lado, una parte de su electorado no comprende medidas como la amnistía y, por otro, los propios partidos independentistas ponen mayor distancia con el Ejecutivo.

En segundo lugar, todo indica que se está incubando una profunda desmoralización en el electorado progresista provocada por asuntos que se creían superados y que afectan tanto a la izquierda socialdemócrata como a la alternativa. Aunque aún no conocemos bien el alcance que pueda tener, las informaciones que van conociéndose en torno a la gestión de José Luis Ábalos nos retrotraen a escándalos del pasado que afectaron al PSOE. Es como una vuelta atrás en el tiempo, como si todos los años de crisis política y hartazgo ciudadano hubieran servido de poco. Ábalos fue secretario de Organización del partido y persona próxima al propio Sánchez, es decir, estaba incrustado en el núcleo del aparato. Las acusaciones que están surgiendo se asemejan demasiado a las de la etapa de podredumbre de la “vieja política”: comisiones, favores, enriquecimiento personal, empresarios sin escrúpulos que se arriman al partido, etcétera.

La izquierda alternativa no puede capitalizar en estos momentos el desgaste del escándalo en el PSOE porque tiene el suyo propio, un escándalo de “nueva política” en el ámbito del comportamiento privado. La dimisión del portavoz parlamentario de Sumar, Iñigo Errejón, fundador de Podemos y figura central y protagonista en las izquierdas durante la última década, pone en cuestión demasiadas cosas, empezando por la crítica sin contemplaciones que se hizo en su día de la clase política y siguiendo por los nuevos niveles de exigencia que se habían conseguido imponer en cuestiones de igualdad de género. Que un líder tan significado de la nueva izquierda se haya alejado tanto de los ideales que defendía públicamente resulta demoledor. El impacto es aún mayor porque el escándalo se produce en un momento en que el bloque de la izquierda alternativa no consigue superar su fragmentación y sus enfrentamientos personalistas.

Que el PSOE y Sumar hayan reaccionado rápidamente expulsando de sus filas a las personas afectadas es una buena señal, pero eso no bastará para disipar los efectos tóxicos de lo que se ha descubierto hasta el momento. Por lo demás, habrá quien piense que los buenos resultados económicos que está viviendo el país amortiguarán el impacto de todos estos problemas políticos. No obstante, debe recordarse que el crecimiento acarrea sus propios problemas, el más evidente de los cuales es el de la vivienda, que angustia a sectores de la ciudadanía que son claves para la supervivencia de un Ejecutivo de izquierdas. Parece claro que se trata de una cuestión en la que el Gobierno lleva retraso y no acaba de decidirse. También puede pensarse que si finalmente se alcanza un acuerdo legislativo para aprobar los Presupuestos Generales, el Gobierno conseguirá enderezar la situación. Pero unos Presupuestos, aunque garantizan que muchas de las políticas públicas puedan llevarse a cabo, no son suficientes para dar un sentido reconocible a lo que la coalición quiere alcanzar en esta segunda legislatura.

La maldición de la segunda legislatura planea sobre el Gobierno de coalición. No se trata de un destino inexorable; simplemente ha ocurrido así con los tres presidentes anteriores. Sánchez y los suyos tendrán que pensarlo bien. Evitar que unas derechas radicalizadas lleguen al poder es un programa mínimo, que puede movilizar a la ciudadanía progresista si las cosas se hacen razonablemente bien, pero se trata, en última instancia, de una ambición puramente negativa, que no servirá de mucho si los miembros de la coalición no son capaces de superar las debilidades que están mostrando.

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