La envenenada herencia económica del presidente
Zapatero tuvo que dar un giro a su política económica. Esos recortes no han devuelto la confianza
Noqueada, sin apenas resuello para encajar más golpes. Así apura la economía española el último tramo del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. El dirigente socialista ensaya desde hace meses un cambio radical de política económica que permita voltear la crisis. Los datos, tozudos, muestran que, en el mejor de los casos, las consecuencias de esta vorágine reformadora tardarán en llegar. Que el cambio no se percibirá en esta legislatura, pese a que el presidente lo volvió a dar por hecho ayer. Apenas tres horas antes de la comparecencia de Zapatero para adelantar las elecciones, se divulgaba el dato que lo resume todo: 4,8 millones de parados.
Al Gobierno de Zapatero la economía le ha permitido tocar el cielo con los dedos, antes de hundirse en el infierno de la mayor recesión desde la posguerra. Poco antes de las elecciones de 2008, el Ejecutivo socialista presumía de la menor tasa de paro de la democracia (apenas el 8% de la población activa a finales de 2007), de unas cuentas públicas con superávit, de un crecimiento robusto y estable que permitía a España jugar en la “Champions League” de la economía mundial. Con una renta por habitante superior a la de Italia, la convergencia con Francia y Alemania, los gigantes europeos, dejó de ser una entelequia a ojos de Zapatero.
A esa visión idílica de la economía española le ha sobrado toda una legislatura. La debacle de las finanzas mundiales hizo añicos el espejismo. Cuando la marea del crash de 2008 se retiró, la imagen que devolvía España era otra muy distinta: el país en el que más rápido crecía el desempleo, el país al que más le costaba salir de la recesión, uno de los países que más déficit público acumulaba en menos tiempo… Si antes el mundillo anglosajón (analistas, especuladores, prensa especializada) que nutre a los mercados había jaleado “el milagro económico español”, ahora le faltó tiempo para situar a España en la pocilga de los PIGS (en inglés, acrónimo de Portugal, Irlanda, Grecia y España, también traducible por “cerdos”).
España ha pasado del “milagro económico” a verse metida en los PIGS
El mayor impacto de la crisis internacional en España obligó a una relectura de los años de bonanza. La economía había cabalgado durante años una burbuja en los mercados inmobiliarios y financieros, a la que debía buena parte de sus excelentes resultados en lo laboral, del incremento constante de los ingresos públicos, de los beneficios empresariales o del propio crecimiento. Los Gobiernos de Aznar, primero, y de Zapatero, después, negaron la importancia de la burbuja. El entonces ministro de Economía socialista, Pedro Solbes, un puntal en la victoria electoral de 2008, se apuntó a la tesis de que, en los precios y la actividad inmobiliaria, habría un aterrizaje suave.
Casi nadie podía anticipar que las hipotecas tóxicas de EE UU iban a desencadenar la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, que congelaría la actividad bancaria internacional. Cuando el crédito se secó, estalló esa burbuja que nadie veía. Lo que dejó al aire ese petardazo fue una economía con un elevado nivel de endeudamiento de familias y empresas en el peor momento posible. Y unas perspectivas de crecimiento y creación de empleo lastradas por la especialización en un sector, la construcción, que de un plumazo ha vuelto a niveles de actividad ínfimos, inéditos desde los años sesenta del siglo pasado.
Oportunidad perdida
A toro pasado, la primera legislatura queda como la oportunidad perdida de Zapatero, aunque los datos contaran entonces otra historia: el Gobierno socialista obvió tendencias preocupantes, como la baja productividad o el galopante endeudamiento con el exterior, y apenas aplicó ajustes en el modelo económico legado por el PP, cuando no amplió algunas de sus apuestas, como el recorte de impuestos. “Hemos mejorado con creces la herencia recibida” o “bajar los impuestos es de izquierdas”, son algunos de los lemas del presidente del Gobierno en aquella primera etapa.
La debacle financiera de 2008 dejó a Zapatero en un estado de estupor del que le costó recuperarse. Durante meses negó la crisis, luego la relativizó y solo cuando los mercados y la UE empezaron a mostrar una creciente preocupación por el futuro próximo de España, el presidente del Gobierno dio un controvertido golpe de timón. El cambio fue tan radical como para refundar la legislatura a medio camino. En 2009, España fue uno de los países que más usó los estímulos públicos para reactivar la economía, tal y como aconsejaban las instituciones internacionales, con resultados escasos. Desde mayo de 2010, lo prioritario es reducir el déficit público, aunque sea a costa del salario de los funcionarios, de rebajar el gasto en políticas sociales o en inversiones antes imprescindibles o de congelar las pensiones.
Esa metamorfosis fue radical. De las intuiciones sociales de la primera legislatura y del tratamiento keynesiano en las primeras etapas de la crisis se pasó de golpe a los recortes y tijeretazos. Esa conversión de Zapatero se produjo después del fin de semana del 9 de mayo: los mercados y los socios europeos le exigieron un cambio de rumbo espectacular. Alemania pidió a España recortes draconianos, de hasta 35.000 millones. Finalmente fueron 15.000, con rebajas de sueldo a los funcionarios, congelación de las pensiones, reducción del gasto público e inicio de la senda reformista, que Zapatero emprendió con aquel tono de penitente del “cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste”.
La reforma laboral o la reforma de las pensiones sustentan la idea de que en mayo de 2010 la legislatura dio un giro copernicano. La realidad es que en este tiempo el Gobierno apenas ha podido taponar la sangría, que las costuras amagan con reventar cada vez que los mercados encarecen los costes de financiación de las Administraciones, las empresas y las familias. El paro superó los 4,9 millones de personas en el primer trimestre, el crecimiento no llega a unas décimas del PIB, el cambio del patrón económico ni se atisba (el gasto en I+D bajó el año pasado) y la abultada prima de riesgo que pagan los bonos españoles, pese al reciente acuerdo europeo sobre Grecia, da fe de la poca fe de los mercados.
Las recetas anticrisis keynesianas dieron paso a recortes por la presión de la UE
El anuncio del adelanto electoral fue, en buena medida, un repaso a la herencia económica que Zapatero dejará a su sucesor. Y aún en el balance de la peor etapa económica de la historia reciente, el presidente del Gobierno tiró de optimismo hasta el exceso. Saludó el dato de paro del segundo trimestre (78.000 desempleados menos que entre enero y marzo) como un “cierto cambio de tendencia” cuando la mejora se debe a razones estacionales: la campaña turística. Sin ellas, el paro habría vuelto a aumentar. Y anticipó que el INE anunciará en unos días que el PIB creció entre abril y junio “por séptimo trimestre consecutivo”. Le sobró una mentira piadosa (hace tres trimestres, el PIB retrocedió, aunque fuera un par de centésimas), y le faltó una puntualización: el crecimiento es tan débil que difícilmente se cumplirá la previsión del Gobierno para este año, un avance del 1,3%.
Zapatero insistió en que con los plenos parlamentarios previstos antes de la disolución de las Cortes se culminará su programa de reformas. Más allá de que quedan algunas disposiciones relevantes en el sector servicios sin desarrollar (horarios comerciales, liberalización de colegios profesionales), el resultado de la reforma laboral, la proa de ese programa, habla por sí solo: el paro sigue en niveles históricos, mientras el uso y abuso de contratos temporales y precarios apenas ha disminuido. Y dio por reconducido el problema de las cuentas públicas y de la banca. Pese a algunos logros incuestionables, varios datos recientes (las dificultades de las comunidades para reducir su déficit, la intervención de la CAM) revelan que aquí también a su sucesor le queda mucho, mucho trabajo por delante.
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