Errejón dimite, el feminismo avanza
La convulsión por el comportamiento sexual del portavoz de Sumar evidencia una transformación de la sociedad que no tiene vuelta atrás
La dimisión del portavoz parlamentario de Sumar, Íñigo Errejón, 48 horas después de que en las redes sociales emergiera una acusación anónima de violencia machista que apuntaba indirectamente a él, se ubica dentro de una inquietante realidad social relativa al volumen de violencia sexual todavía demasiado oculta y normalizada. La explosión social y mediática del caso Errejón, cofundador de Podemos y uno de los políticos más mediáticos de la izquierda en la última década, se producía este jueves después de que anunciara en una enrevesada carta las supuestas motivaciones de esa renuncia, aunque no así una clara asunción de responsabilidades. Esta convulsión arroja una luz excepcional sobre el tipo de violencia que mezcla el abuso de poder, la cosificación de la víctima y la certeza de la impunidad. Su inevitable relevancia social se explica porque pone ante los ojos de muchos una forma de violencia difícil de encajar con el retrato típico del monstruo violador, poniendo de manifiesto el perfil “corriente” de quien la ejerce.
El impacto político de su dimisión apunta directamente a su formación, Sumar, que ya ha abierto un proceso para recabar información sobre las denuncias anónimas en redes sociales. Más allá del apoyo incondicional a las víctimas de las violencias sexuales, la formación política que sostiene al Gobierno tiene que aclarar si se minimizaron las señales de lo que estaba ocurriendo y qué se hizo ante las primeras alarmas. La desaparición de escena de Errejón aboca a la recomposición de un espacio político demasiado vinculado y dependiente de figuras históricas con un marcado hiperliderazgo.
Más allá de esa repercusión en la política institucional, lo relevante del caso es que vuelve a poner en evidencia las estructuras transversales de dominio y poder basadas en el abuso y, sobre todo, en la impunidad. Lejos de limitarse a la definición tradicional de violación que nos remite al imaginario del desconocido asaltando a una mujer en la calle, la carga simbólica del caso Errejón se produce por su inevitable resonancia con la cultura de la violación destapada por el movimiento Me Too hace ahora siete años. Su elemento desconcertante reside en la visibilización de una violencia que se produce precisamente entre conocidos, dentro de la ambigüedad de las relaciones sexuales no consentidas.
El Me Too ha mostrado que este tipo de agresión no es la excepción, sino la norma. Su avance en la lucha contra el machismo es difuso pero tenaz, y remite a una generación de jóvenes comprometida con este enfoque renovado de la violencia machista que desafía el modelo de desigualdad tradicional en el que crecieron sus madres y abuelas. De esta forma, si el escándalo ha saltado desde el espacio progresista, es ahí también desde donde las feministas han articulado las violencias sexuales como una cuestión política de libertad e igualdad como señas de identidad de la democracia. Por oposición, la resistencia al feminismo se organiza desde una reacción que defiende una estructura desigual en nombre de las tradicionales posiciones de poder basadas en la impunidad de los perpetradores y en el silencio de las víctimas.
Más allá del daño contingente que pudiera producir en el espacio progresista, la dimisión de Errejón viene a sumarse a una larga lista de ejemplos que demuestran la importancia de visibilizar las historias de las víctimas, y a la historia de una transformación sin precedentes en la conciencia social y política en nuestro país que ya no tiene marcha atrás.
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