El ‘Homo quejumbrensis’
La forma de luchar contra el cambio climático no es la queja inagotable, sino la razón científica
Sí amigos, eso es lo que somos, el Homo quejumbrensis, una especie capaz de tirarse toda la vida quejándose de A, de B o de ni A ni B como si el mundo fuera un organismo vivo dedicado en exclusiva a perjudicarle en todos los ámbitos de su existencia, a frustrar sus intenciones y a destripar sus sueños. Entiendo que el pobre se queje de ser pobre —yo lo he hecho cada vez que me han cortado la luz—, pero que el rico se queje de ser rico, o de pertenecer a una familia rica, o de que las expectativas que sus padres depositaron en él eran tan altas que ha sufrido lo que no está en los escritos por no llegar a satisfacerlas, ese tipo de cosas, tú me entiendes, me provoca una reacción histriónica, más próxima a la carcajada que a la náusea, aunque con elementos de ambas.
He visto a gente muy bella quejarse del color de sus ojos, a personas de talento lamentar que no les entiendan los beocios, a grandes científicos deplorar que no les hayan dado un premio Nobel. No me parecen actitudes muy brillantes. El Homo quejumbrensis es capaz de aburrir a un rebaño de ovejas y, pese a haberlo constatado con sus propios ojos, seguir quejándose hasta que cae la noche y el ánimo se sosiega. Qué pesadez.
Si hay un sector en que el Homo quejumbrensis brilla con luz propia es el del cambio climático. Sal a la calle armado con una tableta y unas gafas de pasta, pregunta a la gente si está a favor del medio ambiente y los encuestados te responderán que sí, que faltaría más. Luego sacarán su coche diésel del parking, te rebozarán las narices con sus emisiones de óxido nítrico, dióxido de carbono y material particulado de dos micras sin siquiera sentirse mal por ello, y durante el trayecto se quejarán de manera incesante por la degradación del planeta y la malignidad intrínseca de las petroleras. Y tendrán razón en quejarse, pero es obvio que sus lamentos no sirven para maldita de Dios la cosa. El Homo quejumbrensis es el perfecto inútil de la historia natural.
La forma de luchar contra el cambio climático no es la queja inagotable, sino la razón científica. Quejarnos sabemos todos, pero entender la realidad requiere talento, formación y entrenamiento en el difícil arte de pensar con claridad, además de tomarse la molestia de recabar datos de calidad e interpretarlos con inteligencia. Es lo que han hecho, por ejemplo, Annika Stechemesser, del Instituto de Física de la Universidad de Potsdam; Nicolas Koch, del Instituto Mercator de Berlín, y 10 colegas de Potsdam, Oxford y París. Han examinado 1.500 políticas climáticas adoptadas por los 41 países que más CO₂ emiten (juntos dan cuenta del 80% de las emisiones mundiales, que suman 38.000 millones de toneladas de ese gas) y, simplemente, han evaluado si han servido para algo desde 1998 hasta 2022. De manera escalofriante, el 96% de esas políticas importan entre poco y nada. Solo se han salvado 63 de las 1.500. Eso es lo que yo llamo una escabechina, aunque supongo que los políticos inventarán otros nombres, que es lo que mejor se les da.
Los datos indican que la política económica de un país es un factor esencial. Los incentivos financieros a las energías renovables funcionan, aunque los países deben cuadruplicar sus esfuerzos solo para cumplir con París 2015. Los subsidios y las regulaciones son insuficientes por sí solos, pero logran resultados en combinación con un aumento de impuestos al carbón y los demás combustibles fósiles. Mientras el precio de la gasolina y demás fueles no se dispare, el Homo quejumbrensis no acabará de tomar las decisiones adecuadas por mucho que siga quejándose de una situación climática de la que él mismo es cómplice.
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