Perdón por la nostalgia
Sospecho que el uso de las expresiones en boga se antepone a la dolorosa realidad debido a la absurda importancia que se concede a usar la jerga de tus pares, entendida como un salvoconducto
Una chica de 17 años ansiosa de certezas en el Madrid suburbial de 1978. Le gusta un tío, por supuesto mayor que ella, por supuesto dueño de esas certezas que ella tanto anhela, que afirma que la palabra “entrañable” es infecta, que hay que borrarla del discurso, por cursi, por referirse al tipo de persona que uno nunca debería ser. Para colmo, la dichosa palabra es pronunciada a diario por un célebre locutor que ciertamente abusa de ella. No es que hasta ese momento el adjetivo formara parte del vocabulario de la chica, pero temerosa de caer en la tentación de usarla, la descarta de su habla y de su incipiente escritura. Aún hoy, siendo ya aquella chica esta columnista que les escribe, pasado casi medio siglo de aquel momento de aleccionamiento léxico, cuando trata de definir a personas que sin lugar a duda son entrañables, no puede evitar, no puedo evitar disculparme un poco si de mi boca brota esa palabra, como hacía mi padre ante sus hijos antes de soltar un taco. Reconozcamos que lo entrañable está gafado: adquirió la categoría de sustantivo al atribuírselo al rey emérito —luego vino lo de campechano— y a sus amantes, a las que se definía con retranca como entrañables amigas.
Pobres palabras, las manoseamos hasta que pierden su sentido. En menos de dos años hemos dejado maltrecho el término “relato” y aún hay quien lo usa como si se le acabara de ocurrir. Hace unos días escuché que Israel estaba perdiendo la batalla del relato y pensé, qué puto relato es ese que se lleva por delante a más de 25.000 personas. Sospecho que el uso de las expresiones en boga se antepone a la dolorosa realidad debido a la absurda importancia que se le concede a usar la jerga de tus pares, entendida como un salvoconducto. Es como pensar que para definir una novela conviene usar la palabra “artefacto”, para alabar un buen guion recurrir a “mecanismo de relojería” o para elogiar una película realista hablar de “un puñetazo de realidad”. Vivimos subyugados por nuestros deseos de pertenencia y hay en la asunción del lenguaje de los expertos un ansia por no parecer advenedizos.
La otra noche, en el teatro Colón de A Coruña, inaugurando el ciclo As mellores películas da historia con El apartamento de Billy Wilder proyectada en pantalla grande y celuloide, mientras percibía la respiración de 700 personas que trataban de verla, tal y como les habíamos pedido, con la inocencia de una primera vez, me sentí invadida por una emoción que podría denominar nostalgia: tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, tal y como la define la Real Academia. Me sonreí en la oscuridad al pensar que ahora, cada vez que se usa en público dicha palabra, nostalgia, parece obligado disculparse para marcar distancias con aquellos que añoran otros tiempos políticos, con los nostálgicos de la Transición o del franquismo, con la panda que acude al circo de la calle Ferraz, con los nacionalismos de cualquier sesgo. Pero no, permítannos usar la palabra nostalgia por nostalgia de cuando podía pronunciarse sin disculpas previas, tan solo para rememorar un pasado en el que vivimos experiencias que dejaron rastro en nuestra memoria. También escuché en la radio hace unos días a un tipo que enormemente satisfecho de su denso pensamiento afirmaba que la melancolía es un sentimiento reaccionario; lo decía como si las palabras solo pudieran ser comprendidas desde una perspectiva política y se les pudiera negar el sentido que las une a lo más íntimo. ¿Qué palabra les queda entonces a los psiquiatras para referirse a los estados previos a la depresión? Cómo podría definir yo lo que sentía el público coruñés viendo aquellas imágenes temblorosas de una película que crece en hondura según se cumplen años, cómo definir esas dos horas de respiración colectiva que nos retrotraían a las sesiones dobles de los setenta. Cientos de niños alimentando su cinefilia, que volvían a casa rumiando fantasías.
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