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Columna
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El golpismo como forma de vida

Los centuriones siguen su única regla de juego: raramente soltarán el poder que han tomado meramente porque tenían las armas para hacerlo

Varias personas posan con soldados al origen del golpe de Estado, en una calle de Libreville, Gabón el pasado 20 de agosto.
Varias personas posan con soldados al origen del golpe de Estado, en una calle de Libreville, Gabón el pasado 20 de agosto.STRINGER (REUTERS)
Lluís Bassets

Las cuentas son apabullantes. Conocemos el diagnóstico: es una epidemia. Actúa por contagio. Elevado de nuevo a la forma habitual del cambio político en África. Contaba con una extensa y sangrienta tradición, ahora reavivada, como si no hubiera otra forma de mutación política a mano, hasta el punto de que es la que cuenta incluso con mayor popularidad en algunos países.

Hay algo extraño en la racha de recientes golpes militares, difícilmente disociable del ascenso universal del autoritarismo y de la crisis de la democracia, incluso en su patria y espejo que es Estados Unidos. Ha dado sus últimas boqueadas la última y fracasada oleada democratizadora, que barrió precisamente el norte de África en 2011 y repercutió en todo el continente. Así hay que entender el golpe presidencial de Kais Said en Túnez a partir de 2020 y la desastrosa evolución del golpe militar que derrocó en 2019 al dictador Omar al Bachir de Sudán. Empezó como una esperanzadora transición democrática, pero luego ha virado en sangrienta guerra civil entre dos ambiciosos generales sin escrúpulos.

Son 10 las asonadas militares triunfantes desde que empezó la serie actual en Jartum, según las cuentas de José Naranjo. Este corresponsal en San Luis de Senegal se remonta a la época dorada del golpismo, justo después de las independencias, para encontrar un fenómeno de tanta envergadura. No todos son iguales ni del mismo signo, cierto. El último, en Gabón, ha sido acogido con alivio popular porque termina con una dinastía presidencial corrupta y tramposa, instalada en el poder desde 1967 por designación a dedo del presidente francés Charles de Gaulle, nada menos, en plena pujanza de la Françafrique, el nombre con el que se conoce la esfera de influencia poscolonial de París.

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Curiosa paradoja, en el golpe gabonés nadie señala a Francia, como ha sucedido en Níger, Malí y Burkina Faso, países sahelianos infectados por la epidemia, donde es común el enraizamiento del yihadismo y la presencia de tropas de Naciones Unidas en misión antiterrorista. Todos estos golpes se han visto acompañados de manifestaciones antifrancesas, exhibición de banderas rusas, asedio a embajadas y petición de retirada de las fuerzas francesas antiterroristas. Muy significativa es la presencia de la compañía rusa Wagner, con sus mercenarios y sus explotaciones mineras.

La desoccidentalización del mundo parece adquirir una mayor velocidad allí donde hay estados débiles o abiertamente fallidos y el poder cae directamente en manos de quienes tienen las armas y los apoyos internacionales, sean de las capitales petroleras del Golfo, de una Rusia que retrocede en Europa o de una China con ambiciones globales y necesidad de materias primas. Los centuriones siguen su única regla de juego: raramente soltarán el poder que han tomado sin contar con mandato legal alguno, meramente porque tenían los medios armados para hacerlo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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