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TRIBUNA
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‘Lawfare’ y empate catastrófico

La guerra jurídica que se libra en torno al poder judicial desde 2018 puede ir más allá si el Constitucional plantea una crisis de Estado que supondría cavar trincheras en los fundamentos de la potestad legislativa de las Cortes

Tribuna Lassalle 19 diciembre
eva vázquez
José María Lassalle

Atravesamos días peligrosos. No porque el peligro esté en las calles sino porque se ha instalado en las instituciones. En este caso, como consecuencia del fuego cruzado que provoca lo que los anglosajones denominan una lawfare. Esto es, una guerra jurídica que utiliza la legalidad para dañarla y menoscabar el prestigio del espíritu de las leyes que definió Montesquieu con precisión imperecedera. Una técnica populista aplicada sobre la lógica formal del Estado de derecho y que ha subido en intensidad desde 2018, hasta alcanzar el episodio que vivimos estos días y cuyo desenlace compromete la credibilidad de los poderes del Estado y allana el camino hacia lo que el populismo latinoamericano describe como un “empate catastrófico”.

Es de todos conocido que la renovación del gobierno de los jueces y, desde hace unos meses, la de un tercio de los magistrados del Tribunal Constitucional, están bloqueadas. Esta situación se ha producido por una estrategia de guerra jurídica que diseñó la anterior dirección del PP en un claro incumplimiento de su obligación institucional de ejercer una oposición leal al Gobierno. El problema de utilizar el populismo es que contamina y provoca respuestas inspiradas en él. Además normaliza su uso, que se convierte en una inercia estructural que escala en cantidad y calidad hasta infectar al sistema mismo si no se pone remedio.

Esto es lo sucedido desde el 27 de octubre para acá, tras fracasar la última negociación entre el Gobierno y el PP acerca de la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional. Se adujo entonces por los populares que había sido consecuencia de conocer que el Ministerio de la Presidencia negociaba con ERC una reforma del Código Penal que modificaba el delito de sedición para paliar los efectos penales de las condenas que soportan algunos líderes políticos que participaron en el proceso independentista de Cataluña de 2017.

El Gobierno lo negó, pero, desde entonces, la guerra jurídica de posiciones se ha transformado en otra de movimientos que, por iniciativa del propio poder Ejecutivo, ha decidido combatir la que libraba la mayoría conservadora del Poder Judicial para erosionar la credibilidad de aquel. Algo que impulsa el Gobierno llevado por intereses políticamente legítimos, pero dudosamente generales. No en balde, busca con ello garantizar la existencia de una mayoría progresista en el Tribunal Constitucional y, de paso, apuntalar la hipótesis futura de una mayoría de Gobierno de cara a la cita electoral de diciembre de 2023. El problema es que lo hace a pesar del coste de mutualizar colectivamente unos riesgos que no puede asumir la prudencia institucional que debe acompañar el quehacer responsable de un Gobierno democrático.

Sobre todo porque intensifica de su parte la guerra jurídica de la que hablamos mediante un uso alternativo del derecho. En su caso, de la técnica de las proposiciones de ley que altera la dirección política que la Constitución atribuye al Gobierno a través de la iniciativa de proyectos de ley. Una decisión formalmente discutible porque emplea una fórmula pensada para visibilizar la capacidad opositora de los grupos parlamentarios al Gobierno, no para que este legisle indirectamente. Y menos aún, aprovechar su tramitación exprés para limitar el control de la oposición y eludir las intervenciones de los órganos consultivos del Estado, así como el resto de las tramitaciones preceptivas que acompañan el procedimiento ordinario de un proyecto de ley. Mecanismos todos ellos que sería razonable cumplir en una ley que, más allá de la lógica de guerra jurídica a la que responde, reforma el Código Penal y cambia las reglas de juego que presiden los nombramientos de los magistrados del Tribunal Constitucional.

Estas circunstancias son las que agravan el peligro al que nos conduce la lawfare que se libra en torno al Poder Judicial desde 2018. Una guerra que es consecuencia directa, en estos momentos, de la contraofensiva legal que protagoniza el Poder Ejecutivo y que ha dado pie a que el PP active la solicitud de suspensión que corresponde al Tribunal Constitucional ejercer durante la tramitación de un recurso de amparo. De este modo, la guerra jurídica se instala en el propio el Tribunal Constitucional, a quien le corresponde decidir si plantea, o no, una crisis de Estado que supondría, en la práctica, cavar trincheras en los fundamentos de legitimidad de la potestad legislativa de las Cortes Generales.

Un peligro de esta naturaleza debería despertar la prudencia ética de los protagonistas y la vocación de servicio público que quede en todos y cada uno de ellos. De lo contrario, la lógica populista que inspira las estrategias de lawfare que comentamos, evidenciará que el populismo ya es parte de la estructura de nuestra vida democrática al ver cómo la totalidad de los actores políticos y los operadores jurídicos de nuestro país utilizan sus armas indiscriminadamente. Un desenlace bélico que podría saltar al conjunto de la sociedad bajo el contexto de las elecciones generales de 2023.

Si este desenlace se produjera estaríamos ante el mencionado empate catastrófico, tan del gusto, como decíamos antes, del populismo latinoamericano. Esto es, un choque frentista para el que no habría salida consensuada ni institucional. Una situación de bloqueo político que contaminaría a la propia sociedad al provocar el colapso del sistema por la incapacidad institucional de este para desactivar y neutralizar la confrontación de un país dividido por mitades irreconciliables. Un momento que abocaría la cancelación del sistema a través de su inevitable refundación bajo un clima de guerra civil incruenta porque las urnas dejarían de ser reconocidas como fuente dirimente de legitimidad.

España corre el riesgo de asomarse a un momento parecido. Acumula cada día nuevas dosis de negatividad y resentimiento populista que pueden conducirnos directamente a las fauces de un empate catastrófico que rompa la unidad de la nación. No la territorial o espacial que tanto invocan algunos, sino la verdadera. Esa nación espiritual que se funda en consensos más o menos extendidos sobre ideas, sentimientos y valores que posibilitan el respeto a nuestras instituciones más allá del monopolio legítimo de la fuerza que protege las libertades y derechos de todos.

La guerra cultural que se encarnó políticamente en nuestro país en 2014 con la irrupción partidista del populismo, ha evolucionado a medida que se asentaba y erosionaba nuestra convivencia política. La confrontación populista, afortunadamente, todavía no ha saltado a la gente, más allá del efecto que tiene en la mayoría de los medios de comunicación, así como en las redes sociales. No cabe duda de que ha dañado la moderación clásica de una parte significativa de nuestras clases medias y, sobre todo, de unas élites que muestran síntomas de verse afectadas por él. Sin embargo, la generalización de estrategias jurídicas e institucionales propias de las dinámicas de lawfare puede significar un giro que afecte al Estado mismo y que, finalmente, repercuta sobre la sociedad y la rompa por la mitad emocionalmente al abocarnos a un empate catastrófico.

Si esto sucediera, nadie podría perdonárselo, porque todos habremos sido responsables por acción u omisión de que España vuelva a la confrontación recurrente que marcó su historia y su decadencia desde 1808 a 1975. Muchos pensábamos que éramos libres de algo así. Sin embargo, los acontecimientos que padece Europa y las crisis que sacuden el mundo deberían convencernos de que lo malo que ha pasado en la historia puede volver a torturarnos de repente, también a los españoles. No creo que nos merezcamos volver a vivir momentos así.

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