Asedio al Parlamento
El efecto suspensivo de un recurso previo ante el Tribunal Constitucional no existe, salvo para autonomías: esterilizaría al Congreso
Una decisión del Tribunal Constitucional que suspendiese un proceso legislativo con carácter previo (ex ante) a su culminación tendría un efecto político directo. Y demoledor: la esterilización total del Parlamento en su función principal, la elaboración de leyes.
Y su sustitución por una tercera Cámara no universalmente electiva: él mismo, capacitado para permitir o prohibir la deliberación para cualquier reforma legal, en perfecto suicidio de su competencia de control a posteriori (ex post).
Sería el final de la separación de poderes, de la soberanía popular y de la democracia participativa. Y ello porque, al sentarse precedente jurisprudencial, todas las nuevas leyes quedarían al albur de cualquier recurso previo de inconstitucionalidad (antes de aprobarse y aplicarse), que podría paralizarlas. La soberanía popular quedaría saboteada.
El nudo dramático de la cuestión es que el Constitucional no ostenta la competencia para ello. La Constitución solo contempla que si el Gobierno impugna ante él “disposiciones y resoluciones” adoptadas por las autonomías, eso “producirá” su “suspensión” temporal automática (por un plazo máximo de cinco meses; luego, debe ratificarse). Su “formulación comunicada” suspenderá inmediatamente “la vigencia” de la disposición (Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, LOTC, número 2/1979).
Esa ley, de 1979, introdujo el recurso previo para normas autonómicas y leyes orgánicas. En 1985, una reforma de Felipe González lo suprimió. Y en 2015 se reintrodujo para Estatutos de Autonomía. Lo interesante es que el Constitucional tiene jurisprudencia establecida.
En efecto, el recurso firmado por José María Ruiz-Gallardón en 1985 en favor del recurso previo de constitucionalidad y sus efectos suspensivos sostenía que suprimirlo “sería una violación indirecta de la Constitución”, que lo albergaba como “exigencia implícita”. Fue categóricamente rechazado por los magistrados encabezados por Manuel García-Pelayo (STC 66/1985): se trataba de “recursos inexistentes” y, en consecuencia, la Corte despreció exigir implícitamente figuras de garantía que la Constitución “no ha creado explícitamente”.
No hay, pues, espacio para que el tribunal de garantías paralice previamente la modificación de la ley que precisamente le sustenta. Si acaso, un estrecho resquicio analógico (LOTC, 65.3): los “órganos” constitucionales (no algunos miembros de ellos) podrían “solicitar” su suspensión “invocando perjuicios de imposible o difícil reparación”.
Los evidentes perjuicios de la torpeza legislativa empleada (enmiendas y proposiciones de ley en vez de proyectos, más exigentes y pues más garantistas, con informes preceptivos y plazos) quedan del todo disminuidos ante el catastrófico impacto contrario: la hibernación, jibarización o esterilización del Congreso. Y eso, sin contar con que la pauta legislativa ahora usada es exactamente la misma (enmienda en otra ley distinta: peor, sin conexión alguna) usada por el Gobierno de Aznar para crear en 2003 el delito de “convocatoria ilegal” de referendos, penada con cinco años: mediante enmienda improvisada ¡a la ley concursal! (la número 22/2303).
Además, la sustitución de la mayoría cualificada de tres quintos en el Consejo General del Poder Judicial por una mayoría absoluta para elegir a sus dos nuevos magistrados constitucionales, como pretende el Gobierno, aunque puede irritar —y a bastantes nos incomoda, y mucho—, no es necesariamente anticonstitucional. Esa mayoría reforzada “no está prevista literalmente por el artículo 159.1 de la Constitución”, reconoce con razón el exmagistrado de la casa, tránsfuga ideológico en el seno del propio tribunal y paladín del recorte del Estatut catalán de 2006, Manuel Aragón (El Mundo, 14 de diciembre).
Olvida recordar —pero lo sabe— que si la Constitución no obliga explícitamente a esa mayoría por algo será. Sobre todo cuando sí la exige, y en el mismo párrafo, para los cuatro miembros elegidos “a propuesta del Congreso”. La Constitución debe interpretarse fuera de las corridas de toros y sin habano en boca: por sus expresiones y por sus silencios reforzados. Amén de por su secuencia literaria: no es lo mismo un título que otro, ni un epígrafe que el siguiente.
Sostiene este jurista que, sin embargo, la exigencia de los tres quintos “es la única coherente”. Que, en el caso de que su composición estuviese en manos de una “democracia de mayoría” (¿hay otras?), su “función de control sobre el legislador prácticamente desaparecería”; se ve que también se olvida del Tribunal Supremo de EE UU, cuyos miembros son designados por el presidente. Y que es inconstitucional el “reparto por cuotas políticas”, degradación antipática, sí, pero que fue la que le catapultó a él mismo: ¿por qué la aceptó en su día, cuando le beneficiaba, y la denigra cuando ya no?
Último, pero no menos importante. La misma jurisprudencia del Constitucional establece que ante dos interpretaciones distintas de una norma, pero igualmente válidas, debe primar la contenida en su texto original, una especie de beneficio al legislador que funciona aproximadamente como la cláusula in dubio pro reo en la legislación criminal: en caso de duda, aplíquese la disposición más favorable al reo. La presunción es, en este caso, que el Parlamento no se equivoca. En más lábil, que el juego de balanzas y contrapesos limará al cabo las asperezas iniciales de un texto.
Formulado de otra manera: si existe una interpretación (incluso restrictiva) de la norma que pueda encajar en la Constitución, esa es la que vale, y no su mera abrogación. Es la economía aplicada al derecho: minimizar costes y daños, en este caso institucionales. Elevando este principio a doctrina, es evidente que estamos ante interpretaciones dispares: la de Aragón y sus amigos, respecto de la del Gobierno de la nación, sin excluir otras posibles.
Concurren opiniones contrapuestas incluso en cuanto a la suerte procedimental que deba correr el recurso de amparo del Partido Popular en su examen por el Constitucional: mientras su letrado lo rechaza de plano, otro informe, elegido por el digamos famoso magistrado Enrique Arnaldo (a su vez designado como ponente por el presidente, que debería declinar su participación para eludir un conflicto de interés personal, pues la renovación debe afectarle primeramente a él, y a su sueldo), lo apoya. En caso de duda, pues, la ley.
Y de prevaricaciones, sediciones y corrupciones hablaremos otro día. Hay mucha tela que cortar. Y mucho saboteador, con la venia, suelto.
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