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Columna
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Educadita

La educación cambia un sistema, pero no se puede apostar todo al rojo educación: en las aulas se proyectan las injusticias del modelo económico

Ley Celaa
Una clase de Primaria en un colegio público en Murcia.Marcial Guillén (EFE)
Marta Sanz

El 22 de noviembre de 1975 Juan Carlos I fue coronado Rey. Franco había muerto el 20-N. Las niñas del colegio público Leonor Canalejas —escuela nacional, clases segregadas por sexo— llegamos el lunes 23 con deberes para casa: escribir una redacción sobre el difunto jefe del Estado y otra sobre el nuevo. Textos apologéticos. Ratifiqué las virtudes del disimulo, y cierta inmoderada moderación en la idiosincrasia del alumnado y en la práctica del periodismo. Rezábamos el Ave María con la señorita y los payasos de la tele cantaban “Así fregaba así, así, así fregaba que yo la vi”. Yo sacaba muy buenas notas, nunca creí en Dios y tenía clarísimo que Franco era un fascista. Escuela y hogar me lanzaban mensajes contradictorios. También a Paquita que despachaba en la cuchillería familiar. En esa época la explotación infantil no se consideraba explotación, sino bondad, responsabilidad y sentido de la familia. “Así fregaba, así, así”. Mi madre decía que las niñas no debían trabajar y yo no fregaba, aunque me emperrase en restregar la bañera. Paqui aprendió la tabla de multiplicar mucho antes que yo.

La educación pública, durante la Transición, reformuló sus valores hacia los principios democráticos. Insuperable Libro rojo del cole. Institutos y universidades públicas tenían prestigio y allí nos juntábamos clase media y obrera. Se empezó a hablar de “universidad, fábrica de parados” —¿sería el paro el problema y no la universidad?— y las instituciones privadas comenzaron a hacer su agosto garantizando prácticas remuneradas y trabajo —¿no sucede ahora algo parecido con las razones para desmantelar la salud pública?—. Hoy la dignidad de la enseñanza pública no se relaciona con pasar de curso con asignaturas pendientes para que niñas como Paqui sigan estudiando cuando todo se complica. La buena idea no consiste en rebajar la exigencia o unificar criterios por debajo, sino en buscar fórmulas alternativas a miserias económicas que malbaratan el bienestar de una infancia que arrima el hombro para subsistir; abrir bibliotecas y espacios públicos donde se pueda estudiar cuando no se dispone de cuarto propio; cerrar la brecha digital; invertir en lo público para que lo público y su cultura sean el lugar de la excelencia y del ascensor social. No un aparcadero, cuya parroquia jamás podrá competir con instituciones privadas donde “se hacen contactos” y se aprende aeromodelismo o latín a la manera oxoniense. La educación cambia un sistema, pero no se puede apostar todo al rojo educación: en las aulas se proyectan las injusticias del modelo económico y el rodillo de la cultura de internet; aun así, a través de lo educativo universal, buscamos contrapesos a esas inercias y desajustes. Proteger solo dentro, amortiguar el golpe, es solución de compromiso que, a largo plazo, subrayará las desigualdades. Clasismo y demagogia convergen cuando se afirma que formación y educación no están relacionadas. Para ser educada no es necesario estudiar Económicas: una mala excusa para conformar a las clases desfavorecidas. O acaso sea cierto cuando la formación se concibe como obediencia y receta saciante de la voracidad neoliberal. A-dap-ta-bi-li-dad. Flexicapitalismo. Equidistancia: la Fundación Francisco Franco convoca un premio literario inspirado en la figura de dictador. Voy a ver si encuentro mi redacción del 75.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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