Esclavitud, servidumbre y usos del pasado
La memoria histórica no es un instrumento suficiente de reparación ni conocimiento, a no ser que se prime la condescendencia cuando nos aproximamos al pasado de pueblos y sociedades que conocemos mal
Bajo el paraguas de memoria histórica caben una gran cantidad de enfoques y las cuestiones más diversas. Los dos polos de aproximación son fáciles de determinar: seleccionar fenómenos o hechos que confirman posiciones ideológicas de partida o, a la inversa, partir de los mismos para acercarse al pasado con el ánimo de poner tales certezas bajo la lupa. Incitado por un amigo y las circunstancias actuales, releo el debate entre el historiador Edward P. Thompson y el filósofo Leszek Kolakowsky, una polémica de alto vuelo que nos advierte del riesgo de pintar cuadros demasiado simples o lineales del presente y sus raíces históricas. La desazón es grande.
Uno de los fenómenos del pasado que concita una mayor unanimidad simplificadora se refiere a la cuestión de la esclavitud y la servidumbre personal, este y oeste para entendernos. La propiedad y la sujeción de hombres y mujeres por otros más afortunados fue un fenómeno histórico cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. El ideal clásico del señor y el esclavo perduró como un modelo posible y para muchos deseable hasta la época contemporánea, con episodios lacerantes en el siglo XX, como mostró el libro clásico de Moses I. Finley. Sin embargo, y por razones que mencionaremos, la persistencia de la servidumbre personal terminó por ser vista como una lacra del pasado, incompatible con ciertas ideas que trataban de definir a los seres humanos como libres y perfectibles, aunque no todos con las mismas capacidades. A pesar de ello, la persistencia de instituciones que ataban por nacimiento o captura a determinados propietarios o señores persistieron hasta muy tarde.
Para ejemplificarlo con fechas emblemáticas, la esclavitud de cinco millones de seres humanos (sobre un total de treinta y tantos) fue abolida en los Estados Unidos en el año 1865, tras una guerra civil que costó en torno a unas 600.000 vidas. Mientras, la abolición de la servidumbre personal en la Rusia de los zares de cincuenta millones de habitantes sobre un total de sesenta y pocos más fue abolida en 1861. Tras estos impresionantes momentos que cambiaron la condición de millones de personas, la esclavitud se mantuvo en los dominios españoles de las Antillas y en el Brasil portugués, dudoso tinte de gloria para países de vieja observancia católica. La quiebra final de las instituciones que ataban de por vida al siervo a su amo y, por lo general, a la tierra donde estaba censado o habitaba, no fueron actos meramente filantrópicos. Se debieron más bien a una concatenación de factores, entre los que la iniciativa de los propios esclavos y siervos —revueltas, fugas, reclamación legal cuando era posible, sabotaje y violencia desde dentro— acompañó al desgaste ideológico y político que suponía el mantenimiento de aquellas formas de organización del trabajo y la vida social. La pieza del engranaje más escandalosa y deplorable, aquella que convirtió a la esclavitud atlántica en algo odioso e insostenible, fue la compra y venta de seres humanos a ambos lados del Atlántico. Un joven Charles Darwin anotó su profundo malestar al presenciar la compraventa y separación de familias a su paso por Brasil en un barco de la Royal Navy. Además, las décadas centrales del siglo XVIII registraron insurrecciones que habían amenazado seriamente la estabilidad del orden social en países esclavistas o con servidumbre personal.
Este conjunto de razones explica la resonancia inmensa de la primera de las aboliciones de la esclavitud en las colonias francesas durante la Gran Revolución, aunque resultase empañada por su restablecimiento por Napoleón Bonaparte en 1802. La revuelta victoriosa de los exesclavos de Haití dos años después señaló el principio del fin de una institución que contradecía cualquier idea de derechos universales, por lo que es fácil entender que su eco se expandiese por todo el mundo, incluyendo el mundo eslavo al que antes nos referimos. Allí, las primeras emancipaciones en los territorios polacos del imperio zarista habían señalado ya el camino de lo que sucedería en décadas posteriores.
Entre el momento de la Revolución y las aboliciones de las décadas de 1850 y 1860, cuando la propiedad de seres humanos o la servidumbre legal desaparecen en casi todas partes, dos procesos fueron clave para determinar el ocaso de la servidumbre en todas sus formas. El primero fue la maduración de las expectativas levantadas por la abolición de fines del siglo XIII en Francia y Gran Bretaña. En el Imperio Británico, el mayor y gran triunfador de la guerra contra Napoleón por la hegemonía en todo el mundo, el rechazo del mundo protestante evangélico contra la esclavitud convirtió su continuidad en algo imposible. La emancipación de los esclavos se convirtió en la gran cruzada que legitimó la continuidad del imperio. En Francia sucedió algo parecido. Los momentos republicanos de 1830 y 1848 reverdecieron el ideal emancipador de la Gran Revolución. El segundo de ellos impuso con la Ley Aragó el fin de la esclavitud en las colonias francesas de la Antillas y África. En definitiva, los dos grandes imperios modernos, aquellos que representaban los valores nacidos con la Ilustración y la idea de derechos del hombre y el ciudadano, dejaron de asimilar la propiedad y servidumbre personal a la idea de progreso, palabra fetiche que pretendían representar en exclusiva. El listón moral de las grandes sociedades imperiales había sido establecido al calor de aquella batalla histórica. Un dintel que determinaba, finalmente, la capacidad de incorporación a la modernidad de las sociedades que, en la propia Europa, mantenían todavía la servidumbre personal, como las familias de Antón Chéjov y León Tolstói conocían desde posiciones opuestas.
No fue éste el fin de aquella página histórica. El ascenso del capitalismo, con una demanda desaforada de alimentos, euforizantes vegetales, primeras materias y carburantes, reverdeció el recurso a mano de obra en condiciones abyectas cuando aquel mundo del pasado caducaba del todo. Jamás fue restablecida la esclavitud o la servidumbre, pero esto no impidió que emergiesen sucedáneos de la misma. Los ejemplos abundan: trabajo contratado de culíes e indios que emigraron en masa de sus países; fórmulas duramente explotadoras que se imponen cuando el reparto de África (el Congo de Leopoldo II como mayor ejemplo); campesinado precario y segregación social y política que fueron norma en las Américas posesclavistas. Con todo, los caminos tras las emancipaciones fueron múltiples. Allí donde el acceso a la tierra, a los tribunales y la escuela, a las instituciones de la sociedad civil (iglesias o entidades) era medianamente viable, el ascenso social se demostró posible; por el contrario, donde aquellos mecanismos no existieron o fueron taponados, la consolidación de campesinados sólidos y clases medias no gozó de posibilidad alguna. Los matices son infinitos y las comparaciones con el propio mundo europeo o los lugares donde esclavitud y el colonialismo fueron siempre realidades lejanas (Japón, China o Irán) son de absoluta necesidad.
La memoria a la que se apela tan a menudo no es un instrumento suficiente de reparación ni conocimiento, a no ser que se prime la condescendencia cuando nos aproximamos al pasado de pueblos y sociedades que conocemos mal. Dejar poco margen de visibilidad al trabajo de las ciencias sociales no parece, en cualquier caso, lo más iluminador y recomendable.
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