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Tribuna
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Almudena Grandes en primer plano

La escritora poseía la enorme capacidad de llegar a un amplio espectro de lectores dentro y fuera de España, conozcan o no nuestra historia, voten a uno u otro partido

Almudena Grandes en primer plano / Fernando Aramburu
Eva Vázquez

Vivo lejos. No lejos de mí mismo, claro. Voy por la calle. Hay librerías. De unos años a esta parte echo de menos la presencia de autores españoles en sus escaparates. Dentro, si uno busca por las estanterías, algo encuentra, no mucho. Acaso, me digo, España sea torpe a la hora de promocionar sus mitos en el exterior; o está, como de costumbre, demasiado ocupada consigo misma y con sus viejos pleitos vecinales; tal vez, simplemente, atraviese una fase de decaimiento creativo, contingencia que puede sobrevenirle a cualquier grupo humano, según me han dicho.

El caso es que, desde que inhalo aire centroeuropeo, no siempre fue así. Quizá la cosa cambie (un poco, momentáneamente) dentro de un año, si España logra la proeza de esconder fuera de casa sus peleas internas y ejerce sin complejos como invitado de honor en la Feria del Libro de Fráncfort.

Décadas atrás, las obras de los escritores españoles entraban de tiempo en tiempo en las listas de libros más vendidos de mi país de residencia, lo que implicaba reseñas, atención mediática, lectores. Javier Marías, Carlos Ruiz Zafón o Rafael Chirbes eran novelistas altamente apreciados por estos pagos nórdicos. También los títulos de Almudena Grandes, de quien me he propuesto acordarme en este escrito, merecían un espacio notorio en las librerías de Centroeuropa y con ellos, claro está, el discurso adjunto de la autora: su convicción de que España es un país anómalo que adeuda un relato de compensación a los derrotados de la Guerra Civil, su idea de que la llamada Transición implicó un pacto para una memoria parcial e incluso para la desmemoria, su tenaz descreimiento de una tercera España, el sueño de una nueva república, Galdós como modelo para la novelización de la historia de España...

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Yo asistí hace años a la presentación de una novela de Almudena Grandes en una librería de Hannover, con entrada de pago y aforo completo. La traductora leyó pasajes de la obra, rito este, junto con el del susodicho desembolso, que en España no suele practicarse. Almudena arrastra esa tarde molestias de voz que para entonces acaso ya fueran de naturaleza crónica. La ronquera no le impide ejercer de excelente comunicadora. La he visto en repetidas ocasiones hablar en público. A veces tuve el gusto de compartir estrado con ella. No abrigo duda de que su capacidad para lograr una conexión elocuente con quienes iban a escucharla constituía una de sus habilidades mayores. Gustaba de repetir ademanes. Con frecuencia se apartaba la melena de la cara. Otras veces alzaba los ojos como si quisiera leer unos apuntes fijados en el techo. Y a la hora de rebatir o discrepar, cosa que parecía llevar en los genes, acostumbraba a disparar razones a través de la sonrisa.

La recuerdo, al término de la referida presentación, andando por las calles semivacías de Hannover, en la noche prematura, camino de un restaurante con otras personas. Estaba deseando, dijo, salir de la librería para echarse un cigarro. Por aquellos tiempos aún no se había pasado al artilugio electrónico. “¿Por qué fumas, Almudena?” “Ya sé, no debería, pero es que me da mucho placer.” Y al doblar la esquina, bocanadas de humo mezcladas (hacía frío) con el vaho del aliento, sacó el móvil para hablar con su hija. “Es que se lo he prometido”.

Compartíamos editorial, lo que propiciaba todos los años algún que otro encuentro de grupo, a menudo en torno a una mesa bien abastecida. Almudena era por méritos propios el mascarón de proa de Tusquets Editores. Usted puede escribir todo lo bien que quiera, pero eso no garantiza que vaya a imprimir sello, personalidad, carácter, a su casa editorial, si es que la tiene. Tusquets resulta inconcebible sin el nombre, los rasgos faciales, la voz cascada, los libros de Almudena Grandes. Yo diría, a riesgo incluso de incurrir en un rasgo beatificador, que ella era el alma de la editorial. Los demás inquilinos del catálogo éramos, somos, sí, autores de la casa y a mucha honra y ojalá que por muchos años; aportamos títulos con mayor o menor fortuna, lo cual tampoco está mal; pero el cargo de figura emblemática lo ejercía en exclusiva Almudena Grandes.

Me viene ahora otro recuerdo, este posterior, de 2018. Un taxi fletado por la organización de la Feria Internacional del Libro de Turín nos lleva a los dos al aeropuerto. A mí me dicen en esos instantes que a la mujer llena de vitalidad y proyectos que va a mi lado le quedan tres años de vida, y me niego a creerlo con todas mis fuerzas a menos que se considere la posibilidad de un accidente fatídico. Hace un rato, en medio del barullo ferial, la he oído hablar fluidamente en italiano. “¿Y tú dónde aprendiste el idioma?” “Es que mi primer marido era italiano.” Y a continuación, mujer locuaz, comunicativa y altamente sociable, me habla de su facilidad para el aprendizaje de las lenguas.

El aeropuerto está lejos y yo sigo con mis pesquisas, escarbando meticuloso, a fuer de novelista, en la vida del prójimo. Le pregunto a Almudena el porqué de su dedicación asidua a la escritura de textos de contenido político, actividad que a mí me parece erosionante y de escaso provecho literario. Me responde que se encuentra muy a gusto en el formato del articulismo. La atrae, según dice, la política porque estudió Historia, le tienta mucho participar en el debate general de las ideas y aspira a contribuir, desde su espacio fijo del periódico, al cambio del estado de cosas en nuestro país.

Luego, a solas, me quedo pensando en la admirable estrategia de esta mujer que tuvo la perspicacia de trazar una separación neta entre la creación propiamente literaria y las inevitables sujeciones de la prosa coyuntural; que descargaba, pues, lastre ideológico en sus columnas del periódico, en sus intervenciones radiofónicas y ante el público, y podía permitirse y de hecho se permitía favorecer los criterios artísticos cuando abordaba, con disciplina de hierro, el trabajo en su novela de turno.

A mi modo de ver, la circunstancia de que el peso de sus vastas construcciones novelescas recaiga por entero sobre la peripecia de los personajes, singularizado cada cual de modo que ninguno quede reducido a un arquetipo, y no sobre principios, tesis o ideas, acerca las obras de esta escritora a los Episodios Nacionales de Galdós más que cualesquiera otras concomitancias de índole formal. Yo intuyo que tal es la razón principal por la que sus libros resultan significativos para un amplio espectro de lectores dentro y fuera de España, conozcan o no nuestra historia, voten a uno u otro partido.

Ya he mencionado al principio de esta breve y quizá excesivamente melancólica ristra de evocaciones la dimensión internacional de Almudena Grandes como escritora. No en vano yo tuve confirmación de su fallecimiento por el teletexto de la primera cadena pública alemana, poco después de que sonara el teléfono en petición de una rápida necrología, tarea que decliné por falta de serenidad y facultades. Otro día leí en el periódico de Hannover al que estoy suscrito que le habían negado el nombramiento de hija predilecta de su ciudad. Hace falta ser tarugos.

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