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COLUMNA
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Contra las bebidas energéticas

La juventud bajo el reinado del anabolizante, pese a tener un universo a su disposición, no debería renunciar al criterio propio

Bebidas energéticas adolescentes
Una chica bebe una bebida energética.PACO PUENTES
David Trueba

Cuando uno ve las estanterías de las tiendas de ocasión repletas de las mal llamadas bebidas energéticas comprende muchas cosas. El mundo es en cierta manera el producto de lo que beben sus jóvenes. Ha habido épocas en las que la Coca-Cola representaba la conquista de un espacio idealizado, edulcorado y algo cursi. La chispa de la vida reflejaba una inocencia fabricada al gusto de la cultura del sueño al alcance de la mano. Al costado quedaba una tradición familiar del vino en porrón con gaseosa, cuando los chicos se hacían mayores a golpes de comunión y se fumaban los primeros cigarrillos en la boda de un primo con la aquiescencia de los mayores. Luego empezaron que si las sales minerales para una juventud sudada y falsamente sana, las sangrías y el calimocho cuando las fiestas regionales imponían su obligatoriedad. Y ahora nos hemos instalado en las bebidas energéticas, esas que tienen en la lata pintadas las llamas de un tubo de escape de moto tuneada. Las bebidas energéticas responden a una era en que hasta la diversión es una forma de trabajo regulada y el culto al dinero se ha cambiado por el culto a la criptomoneda. En el reinado de la cocaína no resulta raro que estas bebidas, más que reconstituyentes directamente constituyentes, hayan seducido a los jóvenes. Aún más en una época en que la juventud se extiende exactamente hasta los 43 años de edad.

Por esas cosas de la aritmética existencial, si hemos alcanzado una esperanza de vida de 86 años lo adecuado es considerar que la mitad corresponde a la juventud y el resto a la vida adulta. La bebida energética la ves en la mano de jóvenes ya sea como estimulante para prolongar la noche que como pilar de resistencia a las jornadas de trabajo precario. No es raro ver pegarle un trago de ese falso refresco al repartidor exhausto, al empleado que va de visita en visita a golpe de wasap y hasta esos adscritos al deporte de desgaste como garantía de un buen porte. Es evidente que las chicas nos son tan esclavas de este nuevo hábito, por lo que empieza a ser natural que se destaquen por instruidas, civilizadas y racionales. La bebida energética tiene mucho de esclavitud autoinducida. Uno empieza a entender que la política desmesurada, los liderazgos tóxicos, las tertulias descabelladas y el insulto en redes tiene mucho que ver con la sobredosis de estos líquidos fibriladores.

Los fieros tigres, el machirulismo de manada y la mentalidad de moto sin silenciador andan desbocados por nuestras calles. Una ración de tila y relajante no le vendría mal a tanta testosterona desmadrada. No hay ingenuidad desinformada ante este consumo desbocado, sino más bien una lectura acorde al signo de los tiempos. En el estante del badulaque crecen las marcas de estas bebidas, pero no hay espacio para la libre elección, todas son lo mismo. La juventud bajo el reinado del anabolizante, pese a tener un universo a su disposición, no debería renunciar al criterio propio, a la resistencia personal y entregarse a consumir lo decretado y someterse al gusto impuesto sin apenas disidencia. Ya tenemos algo peor que el botellón y es esta sublimación de la energía física, del torito en chándal. Sería bueno que los chavales se reencontraran con el estímulo de la perspicacia y huyeran de la democratización por abajo. Nos hallamos ante una crisis de modelo en donde falta escuchar más a los abuelos y menos al bocazas de la pandilla.


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