Una ética para combatir el cambio climático
Hace un cuarto de siglo que el presidente Aznar me aseguró en persona su compromiso con la naturaleza, y en ese tiempo mi generación ha sido testigo de un grado de destrucción medioambiental inimaginable
Era el 22 de mayo de 1997. Desde el Gabinete de la Presidencia del Gobierno salía una carta firmada por Gabriel Elorriaga Pisarik dirigida a una niña de 10 años que había tenido el atrevimiento de escribir, semanas antes, a José María Aznar, expresándole su preocupación por la destrucción del planeta y la falta de contenedores de reciclaje en los lugares que constituían su limitado espacio biográfico: algunas calles de Badajoz. Los padres de la criatura no sabían absolutamente nada de su iniciativa, y la madre no pudo sino llevarse las manos a la cabeza al ver aquel sobre timbrado en el buzón: ¡Pero bueno! ¿Me puedes explicar a qué viene esto? Y ella lo hizo, pacientemente: había leído un bestseller titulado 50 cosas simples que los niños pueden hacer para salvar la tierra y, excepto criar gusanos para el compostaje de residuos orgánicos, que le daba mucho asco, se había propuesto llevarlas todas a cabo. Una de ellas era escribir al presidente, aquel señor bigotudo que, mediante su ayudante, le había asegurado lo comprometidos que estaban con la conservación de la naturaleza, ya que se trataba de “un legado de nuestra historia que debemos dejar a las generaciones futuras y, en primer lugar, a la vuestra”. La niña se sintió reconfortada. Había gente con mucho poder ahí arriba que no sólo respondía a las misivas de los más pequeños, sino que también se preocupaba por los mismos problemas. Esa noche durmió más tranquila: la política funcionaba.
Han pasado casi 25 años desde ese día que recuerdo con grandísima desazón en mi cadena de decepciones infantiles: los Reyes Magos no existían, tampoco el Ratón Pérez; papel mojado, igual que las promesas de los grandes mandatarios, como no tardé en comprobar. En las últimas décadas, hemos lanzado aproximadamente la mitad de los gases de efecto invernadero que pueblan la atmósfera; hemos matado a un 75% de los insectos, incluyendo un gran número de polinizadores, responsables de un tercio de las cosechas mundiales; cuatro millones de personas mueren anualmente por la contaminación del aire; estamos viviendo una crisis global del agua que no tiene visos de mejorar y, en nuestra propia península, el riesgo de desertificación alcanza ya un 70% del territorio. Se han firmado acuerdos vacíos como el de Kioto y, el de París, así como la próxima COP26, van camino de convertirse en otro gasto innecesario de dinero y energía, en fuentes de distracción mediática que apenas ejercen como lavado de cara. Mi generación, entonces futura y hoy en edad de reproducirse, ha sido testigo de un grado de destrucción medioambiental inimaginable para la de mis abuelos. La rueda de asalto y desprecio a la vida ha girado tanto sobre sí misma que a algunos nos cuesta incluso concebir la palabra futuro cuando buena parte de la comunidad científica habla sin tapujos de sexta extinción. La mayor amenaza a que nos enfrentamos como especie, desde un presente que ya se predijo hace medio siglo, es el cambio climático y, sin embargo, todo sigue igual: los Reyes Magos no existen, tampoco el Ratón Pérez, sólo una estela de muerte masiva atada al consumo que exigiría, en primer lugar, una ética, y luego una acción política sin precedentes, a nivel local, nacional e internacional.
Decía uno de los mejores escritores que ha engendrado el siglo XX, Rafael Chirbes, que “no hay riqueza inocente”, pues “toda fortuna procede de una injusticia originaria, cuando no de un crimen”. En una economía globalizada como la nuestra, no resulta exagerado afirmar lo mismo del consumo. Así, se podría concebir nuestro modo de vida como una concatenación de abusos, latrocinios y matanzas que, si fuésemos plenamente conscientes, todo el tiempo, apenas nos permitiría una brizna de calma. Para que yo pueda estar hoy aquí escribiendo esta reflexión ha hecho falta el maltrato del inmigrante que recoge la fruta que me alimenta; la explotación o incluso el deceso de costureras en Bangladesh está detrás de la ropa que visto; las emisiones del avión que me llevará a España en las próximas vacaciones causan asma en algún adolescente, también las de la maquinaria cibernética que surte mi conexión a internet. Pensarnos como seres interconectados y responsables por una masacre legalmente permitida en las profundidades de lo que somos daría como resultado una concienciación que, no la tierra como cliché animista, sino nuestros vecinos, amigos, hijos necesitan. Tal vez llorásemos al ir a la playa y otear el océano porque en ese mismo momento miles de peces están engullendo los microplásticos que los borrarán de un plumazo, si no terminan antes en nuestros estómagos. A las puertas del Black Friday o durante la precampaña navideña, cuestionaríamos si realmente precisamos tantos regalos inútiles o hay otras formas de mostrar afecto más benévolas con la naturaleza y sus habitantes. Por la imperiosa manía de sobrevivir, activaríamos una empatía feroz desde el dolor que debería causar saberse cómplice de un genocidio. A eso me refiero con ética: sufrir por los demás y vislumbrar, secularmente, salvarnos, porque el nosotros incluye al ellos.
El siguiente paso sería la estimulación de una imaginación política que condujese tanto a una mudanza de hábitos individuales como a una reivindicación, sin concesiones, de una justicia intergeneracional capaz de ponerle freno a la barbarie que se avecina, no en un plazo lejano, sino en el rango temporal posible de quienes aún respiramos, especialmente los más jóvenes. El asunto es espinoso, pues supone, en primer lugar, alterar rutinas de consumo sin que se entienda como una renuncia; pero, si hace veinte años, por ejemplo, se producía un 400% menos de ropa y nadie iba desnudo, ¿por qué no podríamos descartar la moda de usar y tirar? A otro nivel se encontraría delinear el giro económico que no arriesgue el derecho a una existencia digna en quienes ocupan los millones de puestos de trabajo que dependen del ritmo de crecimiento actual, es decir, redistribuir la riqueza y reorganizar los eslabones de una cadena de producción deletérea, apostando, tal vez, por una economía de cuidados y aprendizajes, como han apuntalado algunos economistas. Por último, una ingobernable configuración geopolítica remite directamente al cálculo de la responsabilidad según las respectivas contribuciones al desastre: China y Estados Unidos, países líderes en emisiones de CO₂, deberían capitanear una transición mundial que acabará por no ejecutarse, o hacerse mal, dejando a su paso una ristra de desigualdad insoportable. Como afirmaba el filósofo Fredric Jameson, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo o, para el caso, su más mínima reestructuración.
No obstante, contra el derrotismo de quienes, no sin argumentos, proponen una abnegada renuncia a cualquier mejora ecológica —que es también social y de salud pública—, lo que a veces se traduce en un nihilismo suicida, yo abogaría, para empezar, por una ética: el espejo donde reflejar la huella medioambiental y humana de cada paso que damos, a fin de darlo mejor, más consciente e informado, menos dañino. A partir de ahí, el salto a la política vendría de la mano de ese compromiso adquirido. Llámenme ingenua, pero por eso sigo, como en la primavera de 1997, confiando en el poder de enviar cartas a todo aquel que quiera leerlas.
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