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En colaboración conCAF

Recetario latinoamericano de la resistencia

para proteger la tierra desde los fogones

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Recetario latinoamericano de la resistencia: proteger la tierra desde los fogones

Los alimentos que comemos, los productos que elegimos, las manos que los cultivan y cómo los cocinamos pueden transformar los territorios que habitamos

El País

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Algo tan cotidiano y necesario como alimentarse tiene la capacidad de restaurar ecosistemas en peligro, reparar comunidades vulneradas o proteger territorios amenazados por el hambre. Un recorrido por cinco países de Latinoamérica —México, Puerto Rico, Colombia, Guatemala y Perú—, desentraña una mirada comunitaria y visibiliza formas de resistencia sutil, deliciosa y cuidadora que vincula la tierra con los fogones.

Este es un manifiesto que quiere inspirar a todos aquellos que, en diferentes lugares de Latinoamérica, saben que comer no es un acto neutro ni insignificante, es más bien un acto casi político de honrar y cuidar la tierra.

México

Chileatole de las milpas guardianas de Ciudad de México

Por Angélica Gallón Salazar

Angélica Palma Rodríguez sabe que cada pedazo que no se siembra en Milpa Alta, una localidad al sur de la Ciudad de México, corre el peligro de ser convertido en lote y que esta tierra a la que en náhuatl llamaban Malacachtepec —cordillera rodeada de altares—, le abra un poco más la puerta a una ciudad que todo lo devora.

De los suelos de Milpa Alta se filtra el agua a los mantos acuíferos que nutren la gran Ciudad de México que, con sus casi nueve millones de habitantes, se está quedando sin agua. Por eso, cultivar la tierra, mantener la milpa y hacer que sus paisanos no desistan del campo es para Palma y su comunidad una forma de resistir para no perder sus saberes, sus sabores y, sobre todo, una tierra que es esencial para la vida.

Como desde hace 4.000 años hacían en Mesoamérica, Palma y su familia cultivan usando el sistema de la milpa, una sofisticada tecnología de policultivo cuya estrella es el maíz. “Es la imitación de un ecosistema, pero creado por los hombres”, explica. Egresada de la facultad de Filosofía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), esta activista indígena conoce desde niña las entrañas de este sembradío porque su madre como ‘tlacualera’ (la que lleva la comida) alimentaba a los que estaban plantando en el campo.

Junto al maíz se siembra frijol —que fija el nitrógeno al suelo—, calabaza, tomate y chile. Además, hay otras plantas asociadas como las agaváceas, tejocotes, capulines y plantas silvestres como los quelites, de los que producen más de 30 variedades incentivadas por la milpa misma. Lejos de lo que pasa con los cultivos industriales que secan la tierra, estas plantas crecen armoniosamente entre sí, ofrecen diferentes nutrientes para el suelo y se vuelve, como lo describen en la zona, “un sistema florido”, que incluso alimenta a los conejos, las tuzas, las abejas y las mariposas.

Pero la milpa, a pesar de sus beneficios ecológicos, está en peligro por la industrialización y la importación de maíz de Estados Unidos. Ante la inminencia de que este saber desaparezca, Calpulli Tecalco, la organización que lidera Angélica Palma, inventó el programa Adopta una milpa para que más gente aprenda sus secretos.

“Abrimos una de nuestras milpas familiares para que fuera pública, abierta, para que todo aquel que quisiera aprender las técnicas sobre la agricultura pudiera acceder a un pedazo de tierra. La intención a corto plazo fue incentivar a amigos de la zona a que se animaran a hacer sus sembradíos, a reconectar con este saber y a que se animaran a cultivar sus propios alimentos”, explica la activista quien, sin querer, consiguió que su proyecto traspasara fronteras. Con el tiempo, también se acercó gente de otras latitudes para aprender de soberanía alimentaria y de las tecnologías ancestrales.

Pero no contenta con abrir su milpa, crear una escuela en torno a ella y apostar por una visión y gestión comunitaria de la tierra, Palma sabía que la resistencia de sus saberes también tenía que labrarse en las mesas, en las formas en las que come la gente. Así que se fue a abrir cocinas en la Ciudad de México.

Ahí se topó con Carmen Serra y Martina Manterola, creadoras del Colectivo Amasijo, con quienes creó un círculo de contención y palabra mientras cocinaban platos tradicionales. “La mejor forma de medir la salud del territorio es a través de los alimentos y la forma de traducir ese lenguaje es a través de las mujeres que los han cuidado y han trabajado con ellos”, explica Serra.

De esas historias que se contaban mientras hacían tamales, nació un proyecto gastronómico cuya residencia está en la majestuosa Casa Seminario, en el centro de la Ciudad de México, donde se cocina colectivamente para diferentes eventos y experiencias con alimentos de pequeñas cultivadoras y milpas en México. “Así como hay que repensar las formas de producción de la tierra, también hay que descolonizar el paladar. La comida tradicional mexicana es, en realidad, una comida mestiza, muy elaborada, que se gestó en los monasterios durante la Colonia. Pero cuando empiezas a investigar los sabores verdaderamente tradicionales de México, descubres sazones inimaginables. Ese saber sigue vivo, y para que siga vivo hay que seguir cocinándolo”, asegura por su parte Manterola.

Y eso precisamente es lo que hace Palma. Para un selecto grupo de comensales sirve, de la mano de Colectivo Amasijo, un chileatole, la sopa campesina que su madre cocinaba para darles de comer a los trabajadores del campo. Los elotes hechos crema, el epazote que se licúa con el chile y las tortillas azules que lo acompañan provienen de su milpa. Todo está recién cortado no solo para dislocar y deleitar el paladar de quien lo come, sino para celebrar con cada bocado a las manos que lo cultivaron, a las que lo cocinaron y a las resistencias en territorio que hoy permiten que un monstruo como la Ciudad de México todavía tenga unas milpas guardianas que la cuidan y velan por su agua y la soberanía de su comida.

    RecetaIngredientes para el Chileatole:

  • Elotes frescos
  • Aceite o grasa
  • Cebolla
  • Caldo de fondo
  • Epazote
  • Chile serrano
  • Sal

    Preparación

  • La mitad de los elotes se desgranan y se muelen en un molino o en la licuadora hasta que queden con una consistencia cremosa.
  • Sazonar a fuego lento esta crema con poquito de grasa, cebolla y agregar sal.
  • Añadir un poquito de caldo para ganar maleabilidad en la crema.
  • Tomar un manojito de epazotes, quitarle las hojas y licuarlas con un chile serrano.
  • Agregar la mezcla al atole a la crema preparada.
  • Poner la otra mitad de granos de elotes cocidos sobre la crema.
  • Servir con tortillas.

Puerto Rico

Viandas para una “revolución silenciosa”

Por Patricia Vélez Santiago

Cuando el huracán Fiona azotó Puerto Rico en 2022, Crystal Díaz supo que los agricultores del archipiélago, una vez más, necesitaban ayuda. Junto con un equipo, recorrió fincas comprando cosechas que alimentaron a decenas de puertorriqueños en comedores comunitarios. Un esfuerzo en cadena que había cobrado fuerza cinco años antes cuando un ciclón mucho más potente, María, desveló una vulnerabilidad extrema: las tierras fértiles de este territorio estadounidense, paradójicamente, eran incapaces de producir lo suficiente para dar de comer a su gente.

Puerto Rico importa el 85% de lo que come. Esto es el resultado de una maraña de políticas comerciales y de austeridad impuestas desde Washington. Con los años, la agricultura desapareció como pieza clave del engranaje económico y los cultivos locales dejaron de ser el bálsamo salvador en muchas cocinas.

Con el golpe de María, “se abrió un reconocimiento de que el problema es grande”, cuenta Crystal Díaz en su casa en Cayey, un pueblo montañoso del centro de la isla. Es común que se hable de un antes y un después de María. Al año siguiente de su embate, Díaz ayudó a poner en marcha un emprendimiento llamado PRoduce, una red que conecta a unos 400 productores pequeños y medianos con consumidores y restaurantes. Uno de los objetivos era salvar cultivos ante la amenaza de nuevos huracanes, y el ciclón Fiona fue una prueba de fuego.

“Nos movimos rápido y, junto con organizaciones, compramos un montón de cosechas a agricultores y las entregamos a centros que estaban alimentando a la gente”, relata. “Ahí se probó el valor que tiene el tener una red como Produce funcionando cuando pasan estas emergencias”. Pero, “el consumidor tiene un rol importante y, con nuestro dólar, con lo que nos comemos, votamos por el sistema alimentario que queremos. No podemos esperar apoyar el producto local cuando estamos en emergencia”, dice.

Este esfuerzo coliderado por Díaz es parte de un movimiento más amplio para convertir lo que da la tierra en fuente de seguridad, en símbolo de resistencia frente a una ‘colonización’ de las mesas. Para que cuando salten las perennes diferencias económicas y políticas, la cocina emerja como un punto de comunión. Sea en pos de la salud, al consumir productos frescos; de la seguridad alimentaria, al apoyar pagos justos a agricultores que resisten a la competencia externa; de la economía, al intentar revivir un sector que una vez impulsó el crecimiento; o para defender la identidad culinaria elevando insumos olvidados.

“¿Qué es culturalmente intrínseco de nuestra gastronomía, que se produce en Puerto Rico y que es resiliente contra todos estos eventos atmosféricos?: las viandas. Están debajo de la tierra, se pueden dar bien en la montaña o en la costa, alimentan…”, dice Díaz. Los puertorriqueños llaman viandas a los frutos y tubérculos amiláceos como el plátano y la malanga. Hace siglos eran un elemento crucial en los platos de los más pobres, porque su contundencia literalmente los ayudaba a sobrevivir. Ahora ocupan un lugar de respeto en ese movimiento al que la chef Natalia Vallejo llama una “revolución silenciosa”.

“Es bien difícil que un país eche hacia adelante si no produce (...) Es peligroso en el tema de sostenibilidad, hasta de autoestima. En un país que no produce, es difícil que la gente se sienta, a veces, capaz”, explica Vallejo, la primera puertorriqueña en ganar un premio de la Fundación James Beard, considerado un Óscar culinario.

En las ollas de su restaurante, Cocina al Fondo, en donde se cuece un fricasé de cabro, guiso suculento con viandas y hierbas tradicionales, se protege el esfuerzo de quienes sembraron, cosecharon y distribuyeron insumos humildes como las viandas. Hay una conexión directa con la tierra, con las manos que la trabajan, para “traer un poco el campo, el campo que representa muchas veces algo tan lejano en una isla tan pequeña”, dice Vallejo. “Esa gente muchas veces está viviendo una riqueza que nosotros en la ciudad no podemos comprender, está consciente de muchas cosas, de no depender tanto de otros… Yo me nutro mucho de eso y a través de los platos que preparo trato de traer un poquito de eso”, añade.

De su cocina salen guisos con tubérculos, hierbas y proteínas del campo que transportan a quien los coma a la cocina de la abuela, a ese lugar seguro que evocan sus aromas. Un homenaje al puertorriqueño, como lo describe esta chef, que tras un periplo por España y Latinoamérica regresó para hacer una oda a los fogones de antaño y de su cocina en una edificación antigua que rescató en un barrio de San Juan, una herramienta de cambio y unión como lo ha sido en países como Perú.

“Es empezar a mover la ficha y decir: ‘Esto somos y, para llegar a más, tenemos que empezar por algún lugar”, apunta la chef. “Hay gente que está clara con sus ideales y con lo que hay que hacer, y lo está haciendo. Creo que de ahí viene mucha de la resistencia. El cambio va a tardar, pero viene… le llamo revolución transparente, es silenciosa, es profunda”.

    RecetaIngredientes para el fricasé de cabro:

  • Cabro
  • Naranjas
  • Laurel
  • Pimienta y sal

    Sofrito

  • Cebolla
  • Cabeza de ajo pelado
  • Pimientos cubanelle
  • Hojas de recao
  • Cilantro
  • Ajíes dulces
  • Orégano

    Preparación

  • Moler y sofreír todos los ingredientes del sofrito con 1/4 de taza de aceite de achiote en caldero u olla de preferencia.
  • Añadir al sofrito el cabro previamente adobado con sal, pimienta, 6 hojas de laurel y 4 naranjas exprimidas.
  • Agregar 1 taza de salsa de tomates frescos.
  • Agregar 750ml de vino blanco.
  • Cubrir con agua.
  • Dejar hervir a fuego alto y rectificar la sal. Controlar el fuego a medio bajo.
  • Dejar cocinar unas 3-4 horas.
  • Servir con viandas y aguacates.

Colombia

Mote de queso para superar la guerra

Por Angélica Gallón

Hubo un tiempo en el que en los Montes de María, en el departamento de Bolívar, en el norte de Colombia, no hubo nada porque la violencia lo había devorado todo. Los grupos paramilitares al margen de la ley no solo habían creado una avalancha de desplazamientos forzosos, habían sembrado la desesperanza en un territorio en donde ya no se cultivaba más que muertos. Hubo un tiempo, sin embargo, en el año 2000, en el que muchas familias afros y campesinas lideradas mayoritariamente por mujeres, que eran las que habían sobrevivido a la guerra, decidieron volver de forma autónoma y sin muchas garantías a su territorio. Volver para reparar la comunidad, pero también volver para sembrar la tierra y dejar atrás el hambre que habían pasado en la ciudad.

“La tierra fue lo que más extrañamos cuando estuvimos desplazados”, cuenta Luz Mary Valdés Valdés, lideresa afro de 44 años, que junto a otras mujeres se empeñó en volver a hacer productivo el campo. “Cuando vimos perdido lo que teníamos, dijimos: ‘Esta tierra no la podemos volver a perder’. Nos habían desplazado, pero con eso solo habían conseguido arraigarnos más fuertemente a nuestro territorio”.

La idea de Valdés y de otras 33 mujeres que se unieron fue que, con un sistema productivo de cultivo lograrían, en principio, gestionar la independencia económica y alimentaria de la comunidad. Pero se encontraron con las reticencias de los bancos de prestar dinero a mujeres para temas del campo y con unas tierras áridas difíciles de trabajar. A pesar de la riqueza del bosque húmedo de la zona, la devastación de los terrenos era la mejor metáfora de la tragedia que había atravesado a ese pueblo.

Después de mucho trabajo de recuperación de la tierra y del alma de la comunidad empezaron a cultivar ñame, un tubérculo muy apetecido en esa región y en todo el norte de Colombia y muy consumido en Puerto Rico y Estados Unidos. Pero lejos de las viejas prácticas agrícolas que obligaban a los campesinos a hacer grandes quemas de hectáreas para sembrarlas, las mujeres se capacitaron en sistemas agroforestales y, con los hombres de la región, empezaron a cultivar conjuntamente los árboles de matarratón y aguacate junto al ñame, que servían para nutrir la tierra.

“Nos dimos cuenta que no podíamos quemar la tierra, y que el mismo monte servía de abono para los cultivos. Fue duro, nos tocó desaprender lo que pensábamos que era bueno para aprender lo que de verdad era respetuoso con esa tierra que habíamos recuperado. Es como si nunca hubiéramos querido esa tierra”, asegura Valdés, quien vio un cambio exponencial en la posibilidades productivas del territorio: “Pasamos de producir 3.000 a 18.000 ñames”.

Con los cultivos de ñame no solo tuvieron esa harina que, por sus características insaboras, es ideal para hacer dulces, coladas o galletas, que empezaron a ofrecer como “libres de gluten”. Tuvieron también el ingrediente esencial para hacer el mote de queso, una sopa tradicional que toma su espesor del ñame cocinado con cebolla, ajo, hojas de bleo, cilantro y queso costeño, y que es una bandera de esa comunidad. Los cultivos trajeron algo más: la certificación Omec del Ministerio del Medio Ambiente de Colombia, que reconoce sus “resultados positivos y sostenidos a largo plazo para la conservación”.

Las 96 familias que se unieron en este proyecto se dieron cuenta de que cuidar el bosque húmedo los hacía más resilientes frente al cambio climático que ha traído intensas lluvias y sequías severas en la región. Además, a través de los tejidos que se han recuperado y reparado en la comunidad se ha logrado un producto de comercialización masiva. “Creamos los Ñame Chips, un snack de ñame que estamos vendiendo para muchos lugares, que es libre de químicos, de gluten y que cada vez nos piden en más partes del país”, explica Valdés, quien advierte que no quieren llegar por lo pronto a grandes plataformas. “Si queremos cuidar la forma como venimos cultivando el territorio, es imposible cumplir con las 40.000 unidades que nos piden en los grandes mercados. No necesitamos escalar la producción hasta ahí”.

Los ñames de los Montes de María llegan hoy a Estados Unidos y Puerto Rico. Además, han pintado de verde el territorio, han dado independencia económica a las mujeres que lideran y alimentan a sus familias y han nutrido el alma de su pueblo.

    RecetaIngredientes para el mote de queso:

  • Ñame
  • Queso costeño (queso salado)
  • Cebolla larga y cabezona
  • Ajo
  • Hojas de bleo
  • Cilantro y sal
  • Limón

    Preparación

  • Pelar el ñame, cortarlo en cuadritos y ponerlo a cocinar con una ramita de cebolla larga, cilantro, sal y pimienta al gusto por 45 minutos.
  • Hacer un sofrito con la cebolla cabezona y los ajos macerados y añadir este al caldo en donde está el ñame.
  • Después de 30 minutos adicionales de cocción, agregar el queso costeño en cuadros y las hojas de bleo y dejar cocinar hasta que la sopa se vea más blanca.
  • Rectificar sabor con sal , si es necesario, con unas gotas de limón y servir.

Perú

Huatia para preservar los saberes prehispánicos del Valle Sagrado

Por Liliana López Sorzano

Las comunidades campesinas de Kacllaraccay y Mullak’as-Misminay, que viven en las cercanías de Moray, en el imponente Valle Sagrado de Perú, han atrasado un poco el tiempo de su cosecha. Este año las lluvias llegaron tarde y los días del calendario agrícola se saltaron las casillas mientras el mundo vive récords históricos de calor.

Moray es un sitio arqueológico de terrazas circulares. Se cree que en sus orígenes fue un centro de experimentación incaico agrícola, pero también un lugar de ritos. Justo al pie, y enmarcado por el poderío de las montañas, se encuentra el restaurante Mil, sede de Mater Iniciativa, una división de investigación y fomento cultural liderada por Malena Martínez. Mater permea todo lo que se hace en el grupo de Central, el restaurante de alta cocina en Lima de los celebrados chefs Virgilio Martínez y Pía León, que acaba de ser elegido como el mejor del mundo, según The World’s 50 Best Restaurants, y que explora los diferentes ecosistemas del país.

El concepto de Mil se nutre de su entorno y se entrega a él. Va más allá de un restaurante en el sentido estricto de la palabra. Atraviesa las paredes de adobe, se mimetiza con el paisaje, incorpora las técnicas prehispánicas y abraza la cosmovisión de los incas heredada por las comunidades Kacllaraccay y Misminay con las que trabajan para poner la lupa sobre su identidad cultural, tan ligada a su alimentación.

La actividad principal de estas comunidades se basa en el trabajo de la chakra, palabra que viene del quechua para designar el terreno cultivable. Más allá del autoabastecimiento o de generar recursos con su comercio, todo el proceso del alimento es una forma de vivir en armonía con la naturaleza.

Las papas, las habas y tubérculos como ollucos o mashuas son algunos de los ingredientes que siembran cuando comienzan las lluvias y que cosechan en la época de sequía, durante los meses de mayo y junio. Es únicamente en este tiempo en el que se elabora la huatia, uno de los platos más importantes por su nivel celebratorio, simbólico y ritual.

Las manos diestras que lo preparan reúnen trozos de terreno seco que se montan en forma de pirámide sobre una base circular para formar un horno que se cierra con hierbas aromáticas. En él, se cuecen por 40 minutos los tubérculos y habas que luego serán comidos con la mano y untados con una salsa uchucuta hecha con ajíes locales, hierbas como el huacatay, maíz cancha y, a veces, queso fresco. Este es un momento de compartir y disfrutar en reunión, de conexión profunda con la madre tierra, de agradecimiento por el alimento que con esfuerzo se ha sembrado y que ha generado frutos bondadosos. En Mil emulan este proceso como uno de los pasos del menú para honrar este rito.

Malena Martínez, directora de Mater Iniciativa destaca que la huatia permite a los comensales conectar con la tierra. “Es a la vez un momento de pausa, de agradecimiento por el esfuerzo de haber cultivado con tanto cariño y sabiduría estos productos que crecen muy profundo en la tierra y que son parte de la identidad de estos pueblos”, explica.

De generación en generación, las comunidades han mantenido el legado de sus antepasados. Pero es cada vez más difícil. Los jóvenes quieren partir a las ciudades y evitar el trabajo del campo y eso preocupa a los mayores. Con su trabajo, Mater ha generado un impacto positivo abriendo ventanas de oportunidad, involucrando a las comunidades al proyecto a través de convocatorias y dando la bienvenida a hombres y mujeres por igual para que cuiden del huerto, se comprometan con la cocina y hagan parte de la experiencia de inmersión de los comensales.

En el jardín experimental de Mil, se siembran los productos más consumidos, se polinizan distintos tipos de papas para hacerlas más nutritivas y también especies en desuso para inspirar a las comunidades a tener una dieta más variada y rica. Los propios pobladores se han vuelto a entusiasmar para reintegrar en sus comidas variedades de papas, tarwis (leguminosa andina), quinuas de colores, kiwichas (amaranto) y kañiwa (un pseudocereal rico en fibra).

“Mil nos ha traído beneficios económicos y empleo para la gente mayor, pero lo más importante para nosotros, además de las semillas, es haber vuelto a trabajar el campo de manera natural como se hacía antes “, confiesa Cleto Qusipaucar, uno de los líderes de la comunidad de Kacllaraccay.

Otro de los trabajos exitosos de Mater consistió en reforzar las tradiciones de tejido y tintes naturales como una manera de empoderar a las mujeres. El Taller Warmi agrupa a 16 mujeres que se autogestionan y que inspiran incluso a jóvenes de otras comunidades vecinas a querer involucrarse. “No hay satisfacción más grande para nosotros que presenciar que los locales encuentran una motivación para sentirse orgullosos de donde son”, sentencia Martínez.

Entre pachamancas, huatias, tejidos, chicha, tubérculos, la fuerza de las montañas y los fogones, se cuentan mil historias, se conectan a mil personas para aprender, escuchar y actuar. Mil y Mater se rigen bajo el ayni, un principio de reciprocidad presente en estas comunidades andinas de devolver lo que se ha recibido y de aprender a recibir lo dado, básicamente un ‘hoy por ti, mañana por mí'. Y en esa relación horizontal de aprendizaje mutuo, abogan por la biodiversidad del territorio y el aferro a su riqueza cultural.

    RecetaIngredientes para la huatia:

  • Rocoto
  • Ají amarillo
  • CMaíz chulpi
  • Queso fresco
  • Hojas de huacatay
  • Hojas de chincho
  • Aceite de oliva (la receta ancestral no lo usa)
  • Sal

    Preparación

  • Una vez construído el horno de adobe, meter toda la variedad de papas, tubérculos y habas. Taparlo con hierbas aromáticas y una manta o papel grueso para que se cocinen por 40 minutos.
  • Mientras tanto, procesar todos los ingredientes de la salsa hasta obtener una mezcla rústica.
  • Servir las papas, habas y tubérculos y untar la salsa al gusto.

Guatemala

Boxboles con chaya, la hierba que salva a un pueblo del hambre

Por Lucía Barrios

Las hojas nativas de Guatemala, altamente nutritivas y parte importante de la herencia ancestral, fueron olvidadas por años. Su consumo fue quedando relegado cuando las tradiciones alimenticias que pasan de forma oral de abuelos a nietos fueron poco a poco reemplazadas por comida procesada, “bolsitas” de frituras que, en muchas aldeas del área rural del país, constituyen el almuerzo principal de los pobladores. Ese borramiento al que fueron sometidas la chaya, el bledo o el quilete hicieron que estos alimentos perdieran todo prestigio social: fueron considerados “comida de pobre”.

La cocinera guatemalteca Paula Enríquez está trabajando para cambiar radicalmente esto. Originaria de una de las regiones con mayores índices de desnutrición en el país, Alta Verapaz, Enríquez tuvo muy claro que si se habla de gastronomía únicamente en términos de lujo, sabor, y experiencias culinarias, se deja de lado una de sus funciones más dinámicas, la de ser una herramienta de desarrollo. Y en un país agrícola como Guatemala se desaprovechaba la oportunidad de generar un cambio profundo en la vida de las comunidades más necesitadas a partir de la comida.

“Desde que empecé a cocinar, había algo que no me cuadraba. Me decía: ¿Por qué tengo que buscar productos foráneos habiendo tantos ingredientes nativos con identidad? ¿Por qué las comunidades en Alta Verapaz están tan mal? Con esos cuestionamientos, empecé a buscar en los mercados poco a poco aprendiendo sobre identidad, conciencia, nutrición y economía. Me preguntaba por qué la gente no consume los productos nativos. Entendí que el tema de nutrición es político, social, religioso y de conciencia. Entendí que en Guatemala hemos normalizado que unos comen y otros no”, explica la cocinera.

Los esfuerzos de Enríquez se concentraron en la aldea Dos Quebradas, en el caserío Chagüitón de Camotán, una zona de población maya chortí del oriente del país. Esta región está ubicada en el departamento de Chiquimula, en lo que se conoce como el corredor seco de Guatemala, que ahora sufre especialmente por la carestía de alimentos. Eso se suma a un problema de hambre estructural relacionado con las sequías agudizadas por el cambio climático. En 2001, Camotán fue noticia mundial cuando una canícula se extendió en un territorio que años antes había sido devastado por el huracán Mitch destruyendo la mayor parte de los cultivos y provocando que los campesinos padecieran una hambruna severa que se cobró la vida de más de 40 personas.

“Mi espíritu se tuvo que reponer durante meses después de todo lo que vi cuando fui a conocer la aldea Dos Quebradas en Camotán. Vi a los campesinos pasar el día refugiados debajo de iglús de barro, lámina, nailon y chamarras viejas porque no llovía y no tenían comida. Fue muy duro ver la desigualdad”, rememora la cocinera.

Para hacer frente al hambre, la Asociación de Agricultores del caserío Chagüitón decidió embarcarse en un emprendimiento promovido por Enríquez junto con la organización Bioversity International por el que introdujeron la chaya o espinaca maya como uno de los nutrientes clave para generar seguridad alimentaria. Se trata de un producto altamente nutritivo y regenerativo para la tierra que, además, puede generar ingresos adicionales.

La chaya crece de manera salvaje en la región. Como planta nativa, guarda el secreto del ecosistema que habita: son las primeras en alertar de las plagas y en ellas se esconde la respuesta a cómo combatirlas. En el caso de la chaya, además de nutritiva, contiene vitaminas A, C y E; minerales como calcio, magnesio, hierro y potasio; aporta una cantidad considerable de proteína y fibra vegetal y es muy resistente a las sequías, ya que necesita poca agua. Sin embargo, en los alrededores del cantón era considerada “monte” porque su uso comestible se había perdido por completo.

Así, esta humilde hierba, se convirtió en una de las respuestas más efectivas para proteger, nutrir y asegurar la sobrevivencia de la comunidad. Se convirtió en una solución médica y cultural, ya que tiene propiedades que ayudan a prevenir enfermedades y superar problemas nutricionales, desarrollando a la vez una gastronomía no sólo con cualidades funcionales, sino también con una identidad cultural.

“En varias entrevistas, las mujeres contaban que consumían chaya por supervivencia. Quebraban las hojas de chaya cruda sobre un puré de banano maguey, que no es rico. Fueron las enfermeras voluntarias de la clínica de la mujer las que les recomendaban: ‘Si no quieres morir, debes entretener tu estómago para formar bolo alimenticio”. Resulta que la mezcla de banano maguey con chaya no solo formó bolo, sino también las nutrió mucho más que la receta de pinol que consumían, que está basado solo en maíz”, explica Enríquez.

“En varias entrevistas, las mujeres contaban que consumían chaya por supervivencia. Quebraban las hojas de chaya cruda sobre un puré de banano maguey, que no es rico. Fueron las enfermeras voluntarias de la clínica de la mujer las que les recomendaban: ‘Si no quieres morir, debes entretener tu estómago para formar bolo alimenticio”. Resulta que la mezcla de banano maguey con chaya no solo formó bolo, sino también las nutrió mucho más que la receta de pinol que consumían, que está basado solo en maíz”, explica Enríquez.

Alfredo Amador, el presidente de la Asociación de Agricultores Chortís, recibe a todos los que quieren conocer el proyecto de su comunidad con unos suculentos platos que incluyen como ingrediente central la chaya y el nopal. Tienen pinol con chaya, frijol con pepita y chaya, ensalada de nopal, sofrito de chaya, tamalitos y boxboles de chaya. La comunidad pasó de no usar la hoja por considerarla una hierba inútil a complementar con ella la mayoría de sus platos, lo que supone un cambio significativo en la cantidad de nutrientes que consumen.

Hoy, las mesas de esta comunidad empiezan a ser reconocidas por sus boxboles con chaya. Los boxboles son tubitos de maíz envueltos tradicionalmente en hojas de ayote, con una salsa de tomate, miltomate y una pasta de pepitoria tostada —algunos chefs los comparan con los dolmades griegos—, pero la comunidad ha reemplazado la hoja de ayote con chaya.

“Nosotros queremos formar parte del movimiento gastronómico que está pasando en Guatemala y hacer conexiones con los restaurantes de la capital para ofrecerles nuestros productos y que así conozcan nuestra historia”, concluye Alfredo Amador. Él no duda de que la comida es una herramienta de resistencia, identidad, educación y desarrollo.

    RecetaIngredientes para los boxboles:

  • Hojas tiernas de chaya
  • Masa de maíz blanco o amarillo
  • Semillas de ayote tostadas
  • Tomates
  • Gramos de miltomate
  • Sal y chile al gusto

    Preparación

  • Para preparar la masa, cocer el maíz con un poquito de cal y moler.
  • Sazonar la masa con sal al gusto y amasarla hasta que quede bien suave.
  • Después, lavar bien las hojas tiernas de chaya y extenderlas.
  • Poner un poquito de masa a un extremo de la hoja —extenderla a lo largo, de manera que se pueda enrollar bien, como formando un taco.
  • Con mucho cuidado colocar en una olla los rollos de hoja y cocer al vapor durante 30 minutos.
  • Una vez cocidos los boxboles, servir en un plato hondo.

    Salsa

  • Cocer el tomate y el miltomate en una taza de agua, colándolos posteriormente para hacer una salsa.
  • Agregar las semillas tostadas y molidas a la salsa.
  • Sazonar con sal y chile al gusto.
  • Finalmente, bañar el plato con la deliciosa salsa roja.

Créditos

Coordinación del proyecto y edición: Lorena Arroyo, Angélica Gallón Salazar y Héctor Guerrero.
Textos: Angélica Gallón Salazar, Patricia Vélez Santiago, Liliana López Solórzano y Lucía Barrios.
Ilustraciones: Mariana G
Diseño y maquetación: Alfredo García
Desarrollo web: Mónica Juárez

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