El campesino que hizo florecer un desierto
Joaquín Gutiérrez convirtió sus tierras casi desérticas en el corredor seco de Guatemala en una huerta frondosa. Ahora son un ejemplo para sus vecinos y una muestra de que el cambio climático se puede mitigar
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Como les ha sucedido a tantos guatemaltecos antes, a Joaquín Gutiérrez, un campesino de 44 años, un día le tentó el sueño americano. Era 2014. Las canículas cada vez más largas estaban secando lo poco que daban los cultivos del maíz y frijol con los que alimentaba a su mujer y cuatro hijos. Habló con un familiar en Estados Unidos que se ofreció a darle el dinero para migrar y preparó el viaje. Pero, finalmente, esa posibilidad se cayó. “No me arrepiento, porque si me hubiera ido, tuviera pisto [dinero], pero no tuviera lo que tengo ahora en mi parcela que es lo que más satisfacción me da”.
Lo que Gutiérrez tiene ahora son seis cuerdas de terreno [algo más de 3.100 metros cuadrados] en la aldea Arada Abajo, en el municipio de Jocotán, donde además de maíz y frijol, ha sembrado más de una veintena de cultivos y árboles frutales: mango, aguacate, guanábana, papaya, limón, mandarina, ayote (calabaza), loroco (una planta comestible y aromática), cilantro, cebolla, repollo, bambú o caña de azúcar. Una huerta frondosa con decenas de tonalidades de verde y frutas de colores que parece desafiar toda lógica en pleno corredor seco de Guatemala.
No siempre fue así. Hace unos años, el arroyo que delimita su parcela llegó a estar tan seco como sus tierras. Las variaciones en los patrones de lluvias provocadas por el cambio climático y las decisiones de varias generaciones de campesinos —que abandonaron los cultivos tradicionales para sembrar lo más rentable en el mercado— habían degradado tanto el suelo que casi no producía nada. Fueron los años en los que Gutiérrez pensó en dejarlo todo y buscar suerte fuera. “Cuando yo soñaba ir a Estados Unidos, los mismos que me inculcaban a querer viajar me mencionaban un desierto y yo decía: ¿Pero, para qué ir a conocer el desierto de allá si mi parcela parece un desierto? Porque eso es lo que tenía, eso es lo que veía. Ya no había ni dónde ir a recostarse para poder despejar la mente y descansar tranquilo, no había árboles”, recuerda.
En 2016, recibió una llamada de unos sacerdotes de Jocotán que le hablaron de un programa de Cáritas para ayudar a los agricultores a adaptar sus cultivos al cambio climático. La idea era implementar algunas prácticas como plantar ciertas especies y utilizar abonos orgánicos al lado de los cultivos tradicionales de maíz y frijol para retener el agua de la lluvia que cada vez cae de forma más irregular. Gutiérrez aceptó, empezó a transformar sus tierras y se convirtió en promotor del proyecto para tratar de convencer a otros campesinos a hacer lo mismo. Su primera decepción no tardaría en llegar. “Apenas pude encontrar a esos agricultores que todavía soñaban en la agricultura. La mayoría había perdido la fe”, recuerda.
La vuelta al sistema tradicional del Kuxur Rum
Los pocos que aceptaron unirse al programa se impacientaban porque el sistema tardaba en dar resultados y querían dejarlo. “Los empecé a jalar a mi parcela y a decirles: ‘Miren, esto que yo estoy haciendo ya me está dando frutos’. Ahí logré retenerlos y, hasta ahora, pues ellos están viendo el fruto igual que yo, y están mucho más felices ahora”. Seis años después, cerca de cien agricultores de su aldea se han unido al programa de Agua y Suelos para la Agricultura (ASA) por el que se enriquecen las tierras tras las cosechas mediante el uso de rastrojos o restos vegetales. Paralelamente, la iniciativa promueve la diversificación de cultivos y la combinación de los granos tradicionales con árboles y plantas que ayudan a mantener la humedad en la zona.
“Eso hace que, a mediano y largo plazo, el suelo mejore en su estructura, en su capacidad de retención de agua, en su materia orgánica y en su vida microbiológica. Los árboles agregan nitrógeno y biomasa y ayudan al suelo a seguir almacenando el agua de lluvia. Eso, junto con la diversificación e integración de horticultura y otros cultivos para el consumo de los hogares, como yuca o flor de jamaica, genera una mayor capacidad de retener el agua, vital en las épocas de canícula”, reconoce Jorge Oliveros, de Catholic Relief Services (CRS), una de las organizaciones que promueve el proyecto ASA. Solo con su organización ya se han sumado unos 7.000 agricultores en Guatemala.
La diversificación de cultivos significa volver a la práctica del Kuxur Rum (mi tierra húmeda en el idioma maya chortí), un sistema tradicional por el que se asocia el maíz y el frijol con el palo de madre cacao para que la humedad se mantenga en los suelos y los cultivos no se pierdan en las épocas de canícula. Las etapas sin lluvias en esta zona de Guatemala no son nada nuevo, como reconoce Gustavo García, especialista en resiliencia y adaptación al cambio climático de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y director de un proyecto en el corredor seco de Guatemala. Lo normal antes era que hubiera temporadas muy secas y calientes de hasta 12 días seguidos. Pero, en 2009, esos periodos comenzaron a ampliarse. El más alarmante, señala García, fue en 2014 cuando se registraron 45 días seguidos sin una gota de lluvia.
Además, la distribución de las lluvias a lo largo del año también ha cambiado, lo que afecta mucho a los ciclos de los cultivos y a los medios de vida de una población acostumbrada a convivir con periodos de hambre estacional, que van desde que se les acaban las reservas de granos básicos que producen hasta que llega la siguiente cosecha. Son temporadas en las que los hombres migran a trabajar como mano de obra a fincas de café y caña de azúcar cercanas en Guatemala y Honduras y en las que se disparan los índices de desnutrición. Según el funcionario de la FAO, estas etapas se están haciendo cada vez más largas. Un informe reconocido por el Gobierno de Guatemala estima que unos 4,6 millones de personas (aproximadamente el 26% de la población) están hoy en crisis por inseguridad alimentaria en el país.
La situación de vulnerabilidad acentuada por el cambio climático no solo afecta a Guatemala sino a todo el corredor seco de Mesoamérica, que se extiende de Oaxaca, en el sur de México, a Nicaragua, un territorio en el que, según la FAO, cerca del 80% de los pequeños productores vive por debajo del umbral de la pobreza. “Estas zonas tienen un altísimo porcentaje de suelos degradados”, explica Jorge Oliveros, de CRS. “Y esto ha significado que ya tengamos una pérdida de entre 50% al 90% de rendimiento de granos básicos. El resultado, si miramos al futuro, es que nuestros agricultores ya no van a estar poder produciendo sus alimentos. El manejo del suelo es clave para la adaptación climática”.
El sueño de un palo de aguacate
De eso puede dar fe Joaquín Gutiérrez, que ha pasado de sobrevivir a duras penas con sus tierras a tener un excedente de productos, principalmente de frutas que vende en el mercado. “Con este palo [árbol] de aguacate empezamos a soñar”, dice antes de subir ágilmente por una escalera hecha con una de las varas de bambú de su parcela a la que le ha tallado varios agujeros para recoger algunos aguacates que ya están maduros. Es la fruta a la que más beneficio le saca, cuenta. “Como dice mi papá, vale la pena presumirlo porque ha costado mucho trabajo tenerlo”, sostiene.
Gutiérrez también se ha convertido en un comerciante de fertilizantes orgánicos que él mismo hace y lleva a otras comunidades. Además, su parcela es una especie de laboratorio agrícola en el que no para de inventar: tan pronto crea un sistema de riego por goteo artesanal con un tinaco, unos tubos, un tapón de Gatorade, un tornillo y un alambre como experimenta con nuevos cultivos. “He sembrado de todo: trabajé la piña y sábila, pero no se dio y la descarté, y me dediqué a los árboles frutales y siento que es mucho mejor porque es un cultivo que no solo me trae a mí ingresos, sino que atraigo a las aves”.
Según explica, en el pasado el uso excesivo de químicos y la deforestación ahuyentaron a algunas especies de animales como los conejos y a aves como las urracas. “El guineo [plátano] los atraía y, como quitamos esos cultivos, se fueron a otro lugar”, describe. “Ahora ya se ve que algunos están regresando. Hemos atraído muchísimas especies como el guardabarranco, un ave muy bonita similar al quetzal pero que también se nos había ido”.
Para Wilder Hernández, un agrónomo de CRS que acompaña el proyecto de Gutiérrez, el campesino es una fuente de inspiración. “Él, sin saberlo, está construyendo lo que yo siempre quise hacer”, confiesa al destacar cómo su parcela se está convirtiendo en un modelo integral de conservación. “Los sistemas agroforestales con ASA pueden ser unidades estratégicas de conectividad ecológica para retribuir lo que en algún momento las acciones del ser humano provocaron por agotamiento”, añade.
Gutiérrez dice que los campesinos como él llevan la agricultura en la sangre. Las tierras que heredó de sus ancestros son su vida y puede contar la historia de cada una de sus plantas, árboles y cultivos como la de cada uno de sus cuatro hijos. Ahora, su mayor satisfacción, además de poder comer un mango o cualquier otra fruta de las que tiene en su parcela “sin tener que pedírsela a un vecino”, es poder compartir lo que ha construido con ellos. “Ojalá algún día me dé Dios la oportunidad de llegar a viejo, de estar sentado en casa y que mis hijos lleven los frutos de lo que voy a dejar”.
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