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Columna
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100 días y una semana

Detrás de cada uno de los hechos del comienzo del Gobierno de Duque aparece como siempre un desafío, el de poner a prueba que somos un Estado de derecho

Diana Calderón

Todo lo que puede pasar en una nación y poner a prueba en qué están fundadas sus instituciones y en qué creen sus ciudadanos ocurrió en Colombia. Hasta la revista The Economist sentencia con el título La dificultad de ser Iván Duque al tiempo que plantea que el nuevo mandatario aún no tiene claro el rumbo. Otros medios del mundo como The Financial Times, The New York Times, Bloomberg, BBC y obviamente EL PAÍS se interesaron por Colombia, pero especialmente sobre la cuestionada independencia del fiscal general en el caso Odebrecht.

Los tres meses que marcan el tiempo para tomarle el pulso a los nuevos gobernantes trajeron de vuelta a los encuestadores y sus porcentajes para calificar a los líderes y sus políticas. Entre los resultados, tres vale la pena tener en cuenta: entre un presidente y dos expresidentes los valores de favorabilidad suman 100. Cada uno con su treinta y algo por ciento y para sorpresa de muchos, el único que aumenta la aprobación es el que se fue y no el actual. La otra es que, con contadas excepciones, nadie conoce a nadie del nuevo Gobierno, y al que conocen, lo descalifican, incluso con algo de injusticia, como es el caso de la ministra de Educación. Y la tercera es que el pesimismo sobre el futuro supera el 70 por ciento.

Las explicaciones están a boca de jarro. En ese mismo lapso, mientras el nuevo mandatario, Iván Duque, iniciaba su mandato con tres apuestas concretas en torno a la nueva forma de relacionarse con el Congreso, sin “mermerlada”, la incautación de dosis mínima en los espacios públicos y la búsqueda de recursos para llenar un hueco fiscal que dijo que encontró, los estudiantes se rebotaron y se tomaron las calles del país. Antes se votó una consulta anticorrupción que sacó a las urnas a más de 11 millones de personas hastiadas de corruptos y, para terminar, el ministro de la economía, el señor Alberto Carrasquilla, puso a su jefe el presidente en el peor de los mundos, al proponer gravar con un impuesto del 18 por ciento los la productos de la canasta familiar.

A nadie se le hubiera ocurrido nada menos popular anunciándolo como un acto de responsabilidad para, luego de provocarle un enorme desgaste a su propio Gobierno, echarse para atrás y decir que encontraron otras formas de conseguir los recursos. El daño estaba hecho. Duque se enfrentó a un debate inane para terminar conciliando las posiciones de unas bancadas parlamentarias donde les son esquivas las mayorías incluso por cuenta de su propio partido, el Centro Democrático, tan acostumbrado a hacer oposición en los últimos ocho años, al punto que pareciera que hasta al presidente que logró elegir le están buscando la caída. Y no son calumnias. De la lengua del expresidente Álvaro Uribe salió la frase: necesitamos que Duque enderece. Con acierto dice la académica Catalina Botero que la petición es que enderece, pero hacia el ala radical de su partido, a la derecha.

Las preocupaciones del expresidente Uribe posiblemente tienen que ver con que Duque no ha querido hacer trizas el acuerdo de paz. No puede. A pesar de sus consejeros, pues cada vez que cruza las fronteras se encuentra con un escenario internacional donde le dicen que es sagrado, que la paz de Colombia le interesa al mundo y donde el discurso de que no hay recursos se ve inmediatamente derruido. y al ministro de Defensa le tocó reconocer que la fumigación con glifosato con drones contra los cultivos ilícitos no está funcionando. En buena hora, la Unión Europea anunció más recursos para el posconflicto.

El talante conciliador y tranquilo del presidente le está pasando una cuenta de cobro temprana que lo obliga a mostrar un liderazgo de otro tipo: como cuando intervino para decir que se requiere un fiscal ad hoc para recuperar el principio de confianza en la investigación por los sobornos de la compañía Odebrecht en Colombia o como cuando propone la filantropía para unirnos en torno a la educación con una donación. El problema es que los ciudadanos no le están creyendo porque no ha logrado demostrar que el mandato contra la corrupción se materializa en el Congreso. Porque se le ve capturado por su partido y no ha logrado exteriorizar que tiene madera propia.

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No han sido días fáciles. Al ambiente de las calles tomadas por estudiantes pidiendo recursos para su educación, los venezolanos entrando masivamente por las fronteras, la amenaza de una reforma tributaria castigadora de los menos favorecidos, se sumó una última semana escabrosa.

Todo empezó con el infarto de un hombre y a los tres días la muerte de su hijo, envenenado con una bebida con cianuro que habría estado preparando para suicidarse cuando la muerte se le adelantó. Pero antes se encargó, el llamado ex controller o auditor de la Ruta del Sol, donde Odebrecht como socio pagó sobornos, de dejar contra las cuerdas al fiscal general de la nación, Néstor Humberto Martínez.

Con una prueba entregada a una consagrada periodista como es Cecilia Orozco, Jorge Enrique Pizano, grabó al fiscal general de la nación tres años antes, en 2015, cuando le advertía de posibles pagos de coimas. El fiscal aparece hablando con un vocabulario horrible, cuando era el abogado del grupo Aval, siendo el pecado de sucia lengua el menor de los problemas que tuvo que enfrentar. Por ahora la figura de un fiscal ad hoc se estudia para recuperar la confianza ciudadana en una justicia maltrecha.

Detrás de cada uno de los hechos de los 100 días aparece como siempre un desafío, el de poner a prueba que somos un Estado de derecho, que las leyes creadas para enfrentar los problemas como el de recuperar el principio de transparencia son posibles y eficaces. Y sobre todo, el desafio de responderle al ciudadano, que al final es quien le impone al mandatario la forma como debe actuar si no quiere perder el respaldo popular cuando el del legislativo le está negado y su gobernabilidad resquebrajada. Tiene tiempo y ganas y necesita autonomía y garra.

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