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BO MATHIASEN

“Hay que garantizar que los cocaleros puedan elegir sin la presión de grupos ilegales”

El representante en Colombia de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito defiende la sustitución voluntaria de cultivos

Francesco Manetto
El representante en Colombia de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Bo Mathiasen.
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El Gobierno colombiano y la ONU firmaron el pasado viernes en Viena un convenio para impulsar la lucha contra los cultivos de coca en ese país, donde el acuerdo de paz con las FARC suscrito hace un año aún no ha resuelto los problemas de violencia en el campo y el yugo que el narcotráfico impone a las comunidades campesinas. Las autoridades han puesto en marcha programas de sustitución voluntaria y de erradicación forzosa para acabar con las 146.000 hectáreas de cultivos registradas en 2016 y se han comprometido a eliminar unas 100.000 antes de 2019. Pero al margen de las cifras, y en medio de las presiones de la Administración estadounidense de Donald Trump, el plan antidroga de Colombia persigue una renovación radical de los ecosistemas ilegales que azotan las zonas rurales.

En este contexto, en el que la colaboración con la ONU es decisiva para que este propósito sea sostenible en el tiempo, el representante de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC), Bo Mathiasen, habla de los objetivos y los desafíos de esta transición. En primer lugar, explica en conversación telefónica desde la capital de Austria, se trata de una alianza “que respalda en su intención, en su espíritu, el acuerdo entre el Gobierno colombiano y las FARC”. “Este proyecto [que tiene una duración de cuatro años y un presupuesto de hasta 315 millones de dólares] tiene como objetivo ayudar básicamente en cuatro cosas: la primera es el tema de fortalecimiento o creación de proyectos productivos, un tema muy importante para poder generar oportunidades nuevas, legales, para las comunidades cocaleras; el segundo objetivo es tener unos proyectos de seguridad alimentaria para garantizar que tengan sus alimentos y la comida asegurada durante el proceso de transformación; el tercero es el tema de titulación de tierras para que los campesinos tengan más arraigo en su propio territorio y en sus comunidades obteniendo los títulos de sus fincas; y por último tenemos el tema de monitoreo verificación que es muy importante en el proceso porque nos vamos seguidamente a monitorear y verificar el cumplimiento de estos campesinos”, describe.

Mathiasen, que defiende la eficacia de la sustitución voluntaria y del trabajo de negociación con las comunidades frente a la erradicación forzosa, recuerda que “este no es un proceso muy rápido, es un poco lento”. Los ritmos dependen del protocolo adoptado, que empieza por contactar con las familias y tratar de convencerlas de que participen en algún programa de conversión de sus cultivos, principalmente al cacao o al café. Según el Gobierno, están dispuestas a hacerlo alrededor de 120.000 familias y decenas de miles ya se han involucrado. A cambio, recibirán durante el primer año un millón de pesos al mes, casi 350 dólares.

“En este momento tenemos un resultado muy positivo”, asegura el representante de la ONU, “porque básicamente hemos registrado que el 87% de los predios que contamos, que hemos verificado hasta el momento, no tenía coca”. Pero estos números mejoran bastante si no contamos el municipio de Tibú, específicamente la vereda de Caño Indio, porque en esta zona teníamos un cumplimiento bajo. Si no contamos el municipio de Tibú- en el noreste del país-, el cumplimiento ha sido como del 94%”, agrega.

A partir de su experiencia sobre el terreno, “las comunidades cocaleras creen en este programa y quieren hacer parte de este programa y no quieren la erradicación forzosa, porque ellos también entienden que la erradicación forzosa no los deja con las oportunidades de cambio, no los deja con las oportunidades de tener un apoyo importante”. “Es como sembrar una semilla para poder pasar de la ilegalidad hacia la legalidad. Eso para ellos es tan importante y por eso están interesados, están bastante motivados para facilitar este trabajo”, insiste. En cualquier caso, señala uno de los principales obstáculos: la inseguridad. Estas poblaciones viven a menudo bajo el control de cárteles, mafias y paramilitares que les obligan a defender las plantaciones de coca frente a las autoridades. Y la coacción desemboca en choques violentos, como ocurrió hace un mes en el municipio de Tumaco, en la costa del Pacífico, donde murieron al menos seis campesinos.

“Está muy claro que, para lograr un proceso sostenible en el tiempo, de transformación y desarrollo, el tema de seguridad es clave”, continúa Mathiasen. “Y el tema de seguridad es literalmente la presencia del Estado a través de la policía o del Ejército para garantizar que las comunidades están en una situación donde pueden tomar decisiones libres sin presión por grupos organizados ilegales y donde pueden ingresar en los programas de sustitución sin tener ningún tipo de riesgo o amenaza”. “Evidentemente, es un criterio importante para lograr la sostenibilidad de sustitución, porque si hay unos grupos armados que tienen presencia y tienen control sobre estas comunidades pueden también exigir que les cedan sus tierras”.

Con respecto a los tiempos de aplicación de este programa, Mathiasen señala que “hay que tener unas expectativas realistas”, aunque destaca que “lo más importante en este momento es trabajar bien con las comunidades, lograr la sostenibilidad de los resultados, es decir que hay que dar tiempo a las comunidades campesinas para hacer esta transición a la legalidad”. “Tengo una expectativa muy positiva sobre este proceso. Obviamente es un proceso costoso, pero también es costosa la erradicación forzosa”, razona, antes de poner el acento en otra prioridad: el desarrollo del campo y las infraestructuras, sobre todo las carreteras y los caminos que permitan a estas comunidades abrirse al mundo. Y ese será uno de los mayores desafíos de Colombia en el futuro.

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Sobre la firma

Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.

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