Contra el fascismo, surrealismo: de las trincheras de la Primera Guerra Mundial al genocidio de Gaza
¿Cuál debería ser la respuesta ante el avance de las ultraderechas? Hay mucho que aprender del antifascismo de los surrealistas, un movimiento artístico que supo reflejar los horrores de la guerra. De sus interminables manifiestos, de sus acalorados debates, de su empeño en unir fuerzas

El 18 de octubre de 2023, 11 días después de que comenzara la campaña israelí de aniquilación de Gaza, me permití sentir algo parecido a la esperanza. Estaba en Washington D. C. para asistir a lo que se anunciaba como “la mayor protesta judía de la historia en solidaridad con los palestinos”; desde la Explanada Nacional, veía miles de rostros reunidos bajo una pancarta en la que se leía: “Los judíos dicen: alto el fuego ya”.
Aquel día de octubre, en Washington, sentimos de pronto que éramos un movimiento de masas. La afiliación a Jewish Voice for Peace (La Voz Judía por la Paz, en español), uno de los principales convocantes de la protesta, estaba disparándose, con ramas en decenas de ciudades y campus universitarios. Esa mañana habían publicado un anuncio a toda plana en The New York Times en el que exigían un alto el fuego.
Era urgente reivindicar nuestra identidad judía. Desde los ataques del 7 de octubre, las autoridades israelíes estaban proclamando a los cuatro vientos su intención de responder con furia genocida. Consideraban a todas y cada una de las personas de Gaza culpables e infrahumanas y pensaban estrangular, matar de hambre y bombardear la Franja hasta dejarla en ruinas. Se comprometían a luchar no solo para defender a Israel, sino también para proteger a los judíos de todo el mundo de lo que, según ellos, era la amenaza inminente de un segundo Holocausto. “Nunca más, ahora”, declaraban sin cesar.
La protesta en el Capitolio fue el mayor intento por parte de los judíos, hasta ahora, de desmontar ese relato, de demostrar que siempre ha habido otra interpretación muy diferente del “nunca más”. En el estrado, los oradores hablaron de los familiares que habían muerto en el Holocausto y transmitieron el sentido del deber que les había inculcado ese legado y que los obligaba a evitar futuros genocidios, incluso cuando eran judíos quienes amenazaban con cometerlos. El eslogan que aparecía en las pancartas y los cánticos era: “Nunca más. A nadie”.
Han pasado más de dos años desde entonces y el genocidio que prometimos detener se ha cometido y sigue cometiéndose. Y para justificar las atrocidades se sigue apelando al recuerdo del genocidio nazi. En julio de 2025, Amichai Eliyahu, un alto cargo político del Ministerio de Patrimonio de Israel, explicó con frialdad en una entrevista radiofónica que todo avanzaba según lo previsto: la estrategia israelí de hambruna deliberada y las demoliciones diarias querían decir que “el Gobierno está apresurándose a borrar Gaza del mapa”. ¿Su argumento? Que Palestina ha “educado a su pueblo con arreglo a las ideas de Mein Kampf”. En otras palabras, una estrategia nazi en nombre de la lucha contra el nazismo.
En los primeros meses de la nueva presidencia de Trump, la justificación habitual para la represión autoritaria era que había que castigar el supuesto antisemitismo violento de la izquierda. Esa fue la excusa para sus arremetidas contra las universidades y para el secuestro de estudiantes internacionales en plena calle. Son tácticas similares a las empleadas en Italia, Alemania, Francia y el Reino Unido para criminalizar a quienes se manifiestan contra el genocidio y acusarlos de simpatizar con el terrorismo, al mismo tiempo que los partidos de extrema derecha descaradamente racistas aseguran que apoyan a Israel contra el antisemitismo.

El fascismo está resurgiendo con fuerza en el siglo XXI, con un giro nauseabundo: afirma que la censura masiva, la vigilancia mediante la alta tecnología y las detenciones extrajudiciales son necesarias para proteger a las víctimas del fascismo del siglo XX.
¿Cómo hemos llegado a esta situación tan retorcida? ¿Para qué eran todos esos museos, planes de estudio y documentales sobre el Holocausto, sino para evitar un momento como este? ¿Y qué pasa con todos esos libros llenos de listas sobre lo que hay que comprobar para saber si un país está deslizándose hacia el fascismo? ¿Por qué tantas personas de las que los habían leído —e incluso algunas que los habían escrito— titubearon ante el genocidio que estaba desarrollándose ante sus ojos, un genocidio que ha abierto un agujero en el universo moral y ha diezmado el endeble edificio del derecho internacional humanitario, al hacer que, a partir de ahora, cualquier otra depravación parezca totalmente posible?
Las lecciones de historia y las listas de indicios de fascismo quizá nos prepararon para detectar los ataques actuales contra los tribunales, la prensa y las fuerzas de la oposición, además de la normalización del sadismo. Pero no para esto. No hay nada que nos preparase para ver que un país comete un genocidio al mismo tiempo que asegura que está protegiéndose del genocidio, todo con el pretexto de haber aprendido del genocidio del siglo pasado.
Mientras trataba de encontrar sentido a toda esta locura, me he refugiado muchas veces en la obra del escritor judío alemán Walter Benjamin, en particular en Sobre el concepto de historia, también conocido como Tesis sobre la filosofía de la historia. Uno de sus hallazgos fundamentales es la descripción de la historia no como “una cadena de acontecimientos”, sino como “una única catástrofe que amontona ruinas sin cesar, unas encima de otras”. Benjamin escribió el ensayo en 1940, poco antes de intentar escapar de la Francia de Vichy, donde corría peligro de que lo entregaran a la Gestapo. Según él, las ruinas de la historia forman una “montaña de escombros” que “sube hacia el cielo”. Ese mismo año, los fascistas lo encontraron y él se suicidó en un pueblo de Cataluña.
La idea de que la historia son “ruinas sobre ruinas” (y no un bucle que se repite de forma constante) es muy útil para explicar cómo hemos llegado a lo que la historiadora palestina Sherene Seikaly ha denominado “la era de la catástrofe”, una época en la que se usa un genocidio para justificar otro y la intersección entre el colapso climático y el auge de los movimientos neofascistas anuncia que nos esperan muchas más cosas.
Como sabía Benjamin, una ruina no es una sustancia inerte. Tiene una fuerza vital, cambia, sus elementos interactúan entre sí para crear compuestos volátiles y reacciones en cadena tóxicas. Nadie está a salvo del peso de la historia acumulada, ni siquiera las fuerzas políticas que en teoría deberían animar a la gente a luchar contra el fascismo. La izquierda actual, radicalizada por el genocidio y el ecocidio, no tiene ningún problema para expresar su desilusión con el humanismo occidental y el orden internacional liberal, pero no hemos conseguido unirnos en torno a ninguna alternativa política común, ninguna otra forma de convivir que sea genuinamente antifascista.
¿Cómo íbamos a poder hacerlo? Los movimientos revolucionarios que nos precedieron lograron grandes avances, pero cayeron derrotados antes de acabar con los sistemas letales a los que se oponían. Nuestro mundo está construido sobre esas derrotas, incluso nuestros yos aislados y monetizados y nuestros grupos sociales fragmentados.
Estamos empezando a atisbar cómo es el fascismo en medio de los escombros de la historia, con todas sus ironías y sus absurdos. Pero seguimos sin tener respuesta para una pregunta urgente: ¿cómo sería el antifascismo entre esos mismos escombros? No podemos buscar respuestas fáciles en un pasado que nos ha cambiado de manera tan fundamental. Pero sí podemos buscar pistas, por ejemplo sobre un movimiento antifascista de artistas y filósofos en el que el propio Benjamin depositó unas esperanzas especiales.
Antes de que el fascismo le truncara la vida, Benjamin desarrolló lo que su amigo Gershom Scholem calificó de “ardiente interés” por el surrealismo. En un ensayo de 1929, elogió el movimiento porque poseía “un concepto radical de libertad”, una visión que, a su juicio, faltaba en la política europea, incluso en la izquierda marxista, que nunca había carecido de doctrinas que prometían la utopía tras la revolución. Los izquierdistas más austeros habían descartado el surrealismo por considerarlo demasiado decadente, frívolo y autoindulgente. A Benjamin también le provocaba sus propias frustraciones, desde luego. Pero, a diferencia de “los partidos burgueses” a los que detestaba, que se olvidaban de las ruinas del pasado y el presente para dedicarse a una visión del futuro que no era sino “un mal poema sobre la primavera”, los surrealistas estaban dispuestos a asomarse al abismo de la llamada civilización, admitir “un pesimismo constante” y, pese a ello, arrancar de esa oscuridad una poética del cambio revolucionario.
Esa alquimia quedó de manifiesto en otoño de 2024, cuando el Centro Pompidou de París organizó Surréalisme, una exposición organizada para conmemorar el centenario de la publicación del Manifiesto del surrealismo, de André Breton. La muestra, que abarcaba cinco décadas y cuatro continentes, incluía centenares de pinturas, fotografías, poemas, esculturas, películas, carteles y panfletos de los artistas más destacados del movimiento: Joan Miró, Salvador Dalí, René Magritte, Max Ernst, Dora Maar, Leonora Carrington y otros.
Cuando estuve en París para presentar la edición francesa de Doppelganger, mi libro inspirado en el surrealismo que investiga el vértigo causado por la pandemia, los dobles digitales y los mundos políticos paralelos, fui a ver la exposición. Allí me encontré con las obras fundamentales del que probablemente es el experimento más duradero —y desquiciado— de mezcla de arte revolucionario y política.
Al pasear por las primeras salas, vi imágenes de cuerpos humanos desmembrados, carne derretida, pesadillas envenenadas, incongruencias visuales y sonoras y bestias míticas. De repente, las simetrías entre nuestras depravaciones actuales y las que capturaron los surrealistas me resultaron extraordinarias y me causaron náuseas. Parecía que el tiempo se cerraba sobre sí mismo.
2.
Proclamar que algo es surrealista en 2025 es casi como no decir nada. Las pegadizas canciones pop generadas por la inteligencia artificial son surrealistas. Una ola de calor en el Ártico es surrealista. Una estrella de reality show que llega a presidente de Estados Unidos —dos veces— es surrealista. En general, este término se utiliza para hablar de algo “irreal”: la sustitución de la vida orgánica por el artificio, que es la condición contemporánea.
Sin embargo, en sus inicios, el surrealismo se proponía todo lo contrario: era una búsqueda ferviente y colectiva de la esencia misma de la vida, cuanto más orgánica, mejor. Como decía Breton, él y sus compañeros tenían la misión de indagar en la existencia para encontrar “una especie de realidad absoluta, una surrealidad, por así decir”. Muchas veces, eso significaba llamar la atención sobre las diversas formas de artificio que se hacían pasar por realismo, ya fueran paisajes plácidos o familias felices.
Su rebelión contra un mundo artístico corrupto formaba parte de una revuelta más amplia contra un continente que se consideraba el abanderado del “progreso” y la “civilización” y que había reducido ciudades enteras a escombros y había convertido a los jóvenes en asesinos de masas.
En 1924, cuando comenzaba el movimiento, los escombros y los asesinatos no eran ni hiperbólicos ni metafóricos. Acababa de terminar la I Guerra Mundial y varios surrealistas destacados habían luchado en las trincheras, habían presenciado cómo los cohetes y las granadas destrozaban la carne humana, cómo el gas mostaza quemaba la piel de los que quedaban vivos, algunos no pudieron salvar a un amigo, otros estuvieron a punto de morir. Estas mutilaciones moldearon la conciencia de muchos de los jóvenes fundadores del movimiento. Uno de ellos fue el artista alemán Max Ernst, cuya monstruosa obra El ángel del hogar figuraba en la portada del catálogo y en los carteles de la exposición del Pompidou.
Ese día en el Pompidou, mientras iba contemplando las obras que mostraban cuerpos humanos y bestiales destripados —el minotauro desollado de El laberinto (1938), de Masson; los charcos de materia orgánica de El caballo de Troya (1936-1937), de Gérard Vulliamy, y de Xpace y el Ego (1945), de Matta—, me di cuenta de algo que no había visto hasta entonces. Era evidente que muchos de aquellos artistas estaban pintando, dibujando y esculpiendo versiones de lo que realmente habían visto durante las guerras que asolaron el continente: lo que habían visto en el campo de batalla, los hospitales y manicomios y sus atormentados sueños.
Me pregunté qué era lo que me había cambiado la mirada y me había permitido ver lo que no había advertido antes. En parte, era la cuidadosa selección de Didier Ottinger y Marie Sarré, que habían hecho un gran esfuerzo por situar a los surrealistas en su contexto histórico. Pero el verdadero factor era sobre todo Gaza. ¿Cómo no iba a serlo? Cuando hice mi visita, llevaba un año formando parte, junto a muchas otras personas de todo el mundo, de un experimento por el que habíamos sido testigos (a través de los medios) de unas profanaciones corporales cuyas consecuencias apenas hemos empezado a comprender.
Los surrealistas rechazaban las instituciones y los valores de la sociedad, pero su visión del mundo no era nihilista. Bien al contrario, muchos de ellos eran viejos dadaístas que habían roto con ese movimiento precisamente porque no ofrecía más que rabia y destrucción. El surrealismo, en cambio, era profundamente romántico. En lugar de cada miembro amputado, de cada torso, había un tronco de árbol o una concha marina para sustituirlo. Por cada monstruo, una madre fértil o una figura humana seductora, adornada con plumas u hojas a modo de cabellera.
Los primeros surrealistas estaban decididos a mirar el mal de frente, pero también buscaban sin descanso sus antídotos: el amor, el significado y la libertad. Y esa búsqueda los llevaba, por un lado, hacia dentro, a lo más hondo de su propia psique, el reino de los sueños, las alucinaciones y la inocencia infantil, y, por otro, hacia el exterior, al misterio de los bosques, los océanos y las constelaciones.


Dos años antes de que Breton publicara el primer manifiesto surrealista, Benito Mussolini se convirtió en primer ministro de Italia. En el mismo momento en que los surrealistas estaban encontrando su voz, los fascistas europeos estaban encontrando también la suya. También ellos reclutaron a veteranos de la I Guerra Mundial, y también ellos pretendían reaccionar a las incontables mutilaciones y depravaciones del militarismo y el capitalismo.
Pero, mientras que los surrealistas creaban un arte irreverente e indomable, los fascistas aspiraban a un mundo de simetría perfecta y líneas paralelas. Si los surrealistas recibían con los brazos abiertos las debilidades y los misterios del cuerpo humano, los fascistas declaraban la guerra a toda “desviación”, imponían una disciplina brutal dentro de sus filas y adoraban una forma humana idealizada y “perfecta”, nacida de linajes “puros”.
Estuve en París pocos días después de la reelección de Trump. Faltaban meses para que el ejército estadounidense convirtiera el mar Caribe en una zona de fuego sin restricciones; para que unos agentes de inmigración enmascarados irrumpieran en mitad de la noche en edificios de viviendas de Chicago; para que se empezaran a vender artículos de recuerdo de un campo de concentración en Florida; para que se sometieran a investigación los museos y archivos de Washington D. C. por exhibir una “ideología inadecuada”. Sin embargo, mientras recorría la estructura en espiral de la exposición del Pompidou, ya sentía el torbellino de la historia. Ahora, como entonces, hay una generación atrapada en el doble terror del desmembramiento masivo y el auge del fascismo. Ahora, como entonces, hay una generación asediada por el horror de los cuerpos y las derrotas políticas.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron las diferencias. En el caso de los surrealistas, hicieron falta un par de décadas para que el horror militar se deslizara hacia el fascismo total y todavía más para que regresara el bumerán imperialista. Ahora no hay tardanzas, todo es simultáneo. Y nosotros también hemos cambiado.
La mayor diferencia que sentí entre nuestra época y aquella que acababa de contemplar no tenía que ver con la naturaleza, ni en el subconsciente ni en el mundo que nos rodea, sino con algo más simple. Lo más diferente es cómo nos relacionamos entre nosotros, con la propia idea de colectividad. Los artistas radicales del periodo de entreguerras afrontaron su momento de forma imperfecta, como lo afrontan todos los seres humanos. Pero lo vivieron juntos, crearon comunidades que no solo se oponían al militarismo y al fascismo —con sus desmembramientos físicos y políticos—, sino que querían liberarse de su lógica. Liberarse no solo en teoría, sino en la práctica diaria: en su forma de exponer a través del arte la farsa y el artificio de la sociedad burguesa y en su forma de insistir en englobar ese arte en un proyecto revolucionario más amplio.
Fue esta cualidad la que más cautivó a Benjamin cuando elogió a los surrealistas por su “concepto radical de libertad”. En ese ensayo de 1929 se observa que se debatía con las numerosas contradicciones del movimiento, pero no dejaba de fascinarle todo lo que prometía. “Aprovechar las energías de la embriaguez para la revolución: este es el proyecto en torno al cual gira el surrealismo en todos sus libros y proyectos”, escribió. “Esta es tal vez su tarea más especial”. Y era una tarea urgente, porque, en esa época, los fascistas europeos ya empezaban a embriagar a la clase obrera con sus pasiones violentas y apocalípticas.
Es difícil leer las palabras centenarias de Benjamin y no percibir la ausencia, todavía más marcada, de ese “concepto radical de libertad” y de las «energías de la embriaguez” en los movimientos que se enfrentan hoy al fascismo. Eso no significa que la libertad sea imposible, pero sí que, cuando tratamos de resistir frente a las nuevas versiones de la política fascista, con su imagen actualizada, debemos ser conscientes de que lo hacemos desde las ruinas de las derrotas del pasado, unas derrotas que no son solo externas, sino que también están dentro de nosotros.
No podemos repetir la búsqueda ingenua —y en general equivocada— que llevaban a cabo los surrealistas de zonas del mundo “intactas” y a salvo del progreso, ni en la naturaleza ni en las culturas de otras personas. Tampoco deberíamos. Aun así, sus intentos nos ofrecen muchas enseñanzas: los interminables manifiestos, los acalorados debates, el sentido del juego, la solidaridad y el empeño en unir fuerzas para estar a la altura del momento histórico. Podemos aprender mucho de su intento de ser no solo antifascistas, sino la antítesis del fascismo.
Cuando salí del Centro Pompidou y vi en la calle un inquietante cartel con el lema “Make Europe Great Again” (Hagamos grande de nuevo a Europa), me quedé pensando qué significaría eso hoy en día, si siquiera sería posible. ¿Tenemos todavía esa capacidad, o el montón de escombros es demasiado alto?
Una semana después, tenía programada una videollamada con alguien de quien nunca había oído hablar. Se llamaba Zohran Mamdani y era candidato a la alcaldía de Nueva York. Un amigo de los Socialistas Demócratas de Estados Unidos me había pedido que hablara con él sobre política climática.
Mamdani y yo hablamos durante una hora sobre ruinas. La ruina del sistema de autobuses de la ciudad de Nueva York y las horas que robaba cada día a la vida de los trabajadores. La ruina de las viviendas sociales destartaladas y la frustración de tener que esperar 10 meses para que arreglaran el ascensor. La ruina de un sistema político bipartidista que nunca quiere resolver nada para todo el mundo y siempre busca soluciones rápidas y llamativas: bonos escolares, pero solo para algunas familias; subsidios de vivienda, pero solo para un grupo necesitado. Me explicó de qué manera Donald Trump había aprovechado todo ese deterioro para enfrentar a los trabajadores con sus propios vecinos y señalar como chivos expiatorios a los nuevos inmigrantes o a los enfermos mentales.
“Las soluciones rápidas ya no sirven”, dijo. “La quiebra es demasiado grande”.
Luego me contó sus planes para cambiar las cosas. Autobuses gratuitos y rápidos. Guarderías para todo el mundo. Congelación de los alquileres. Tiendas de alimentación municipales en todos los distritos, para mantener los precios bajos. No era ninguna revolución, sino una serie de cambios que empezarían a hacer que la gente se sintiera menos frágil y con más posibilidades de vivir. Dijo que cuando hablaba de ese tipo de políticas con los neoyorquinos, incluso con quienes habían votado a Trump, muchos le apoyaban.
Durante los 12 meses siguientes, los vi a él y a su equipo conseguir lo que parecía un milagro. Fui a Nueva York para trabajar como voluntaria y, el día de las elecciones, los “Judíos por Zohran” nos repartimos por todo Brooklyn. Hablamos con todo tipo de personas, muchas de ellas deseosas de contar que habían votado a Mamdani. También había otras que, por el contrario, estaban claramente asustadas. Las habían bombardeado con mentiras sobre su supuesto antisemitismo.
Fue desagradable. Sigue siéndolo. Pero no sirvió de nada. En el teatro de Brooklyn en el que celebramos la decisiva victoria de Mamdani gritamos hasta entrar en una especie de delirio, bailamos al son de la música de Bollywood y nos abrazamos con viejos amigos y completos desconocidos. Fuera, la multitud esperaba como cuando se va a ver a una estrella, pero las estrellas eran todos ellos.
Esta debe de ser la sensación que produce “aprovechar las energías de la embriaguez para la revolución”, pensé. Deberíamos embotellarla.
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