Gaza, dos años de horror indescriptible y un pequeño horizonte de esperanza
El sufrimiento se ha instalado en la población palestina, mientras crece el consenso académico y político sobre la existencia de un genocidio

Este sábado, mientras el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, veía “muy cerca” un acuerdo que ponga fin a los casi dos años de horror en Gaza —se cumplen el próximo martes—, Ali Musa al Dibs cuidaba en la asediada capital de la Franja de su hijo adolescente Musab, en coma desde mayo, cuando un ataque israelí lo hirió de gravedad en la cabeza. Musab tiene necrosis y está enormemente desnutrido, cuenta su padre. En las fotos aparece esquelético y ha perdido mucho pelo, uno de los síntomas de la inanición.
“Hasta el 7 de octubre [de 2023] teníamos una vida más o menos feliz. Ese día, eso se cortó. Hemos tenido que cambiar de sitio 15 veces. Es siempre buscar un lugar adecuado y cómo transportar las cosas, que es muy caro. Así, una y otra vez”, explica Al Dibs a través de mensajes de audio. Es la primera mañana en meses con pocos bombardeos. El viernes, Hamás respondió positivamente, aunque con reservas, al plan de paz de Trump, que a continuación exhortó al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, a frenar los ataques.
El ejército está ya en posición de defensa y las negociaciones para cerrar los detalles del acuerdo están en marcha para este mismo domingo, así que Al Dibs, de 54 años, repite un deseo: “Si Dios quiere, la guerra terminará bien. Esperamos vivir como viven los demás y que nuestros hijos puedan jugar como lo hacen los demás niños”. Le va en ello la vida de su hijo Musab. Tiene 14 años y “no puede caminar ni abrir la boca para comer”, con “fiebre todo el tiempo, espasmos, dificultad para respirar y úlceras graves en todo el cuerpo”, resume su padre.
Como muchos otros gazatíes, la familia de Al Dibs come solo una vez al día, y poco. “Pan, sin nada más. Solo pan común. Apenas hay comida en Gaza, y, si la encontramos, está a precios desorbitados”. Su hijo, explica, necesita las vitaminas y proteínas convertidas en lujo por la decisión de Netanyahu de utilizar el hambre como castigo colectivo, que causa muertos a diario por inanición —sobre todo menores— y que llevó a la ONU a declarar la hambruna en la región de la capital.
“No hay carne, pescado, huevos ni cosas similares que necesita mi hijo. Así que trituramos en la licuadora lo que conseguimos y se lo damos para que pueda comerlo fácilmente”, prosigue el hombre. “Hay verduras disponibles, pero su precio supera en mucho nuestra capacidad económica. Algunas organizaciones nos dieron leche y pensamos que Musab podría beberla, pero había caducado en septiembre”

Al Dibs y su familia han acabado durmiendo en el suelo por la falta de camas en el Hospital de los Mártires de Al Aqsa, en Deir al Balah, tras escapar de la casi cercada Ciudad de Gaza que —antes de que un Trump obsesionado con ganar el Nobel de la Paz presentase su plan de paz— el ministro israelí de Defensa, Israel Katz, había prometido convertir en escombros, como Rafah o Beit Hanún. Esta semana, en una importante declaración eclipsada por el asalto a la flotilla de ayuda humanitaria, Katz aseguró que las Fuerzas Armadas considerarán “terroristas o partidarios del terrorismo” a quienes no aprovechen la “última oportunidad” de escapar de la capital, donde aún hay cientos de miles de personas, hambrientas e incapaces de costearse la enésima huida.
Fidaa al Araj, psicóloga de 40 años y madre de seis hijos, de entre cuatro y 16 años, salió de allí hace dos semanas. Es la coordinadora de Seguridad Alimentaria, Efectivo y Protección de la ONG Oxfam en la Franja, y ha acabado en el centro de Gaza, desplazada una vez más y con la sensación de que el tiempo ha transcurrido estos dos años de manera muy particular. “¡Han pasado tantas cosas…! Pero también tengo la sensación de que estamos atrapados en el tiempo, que nuestra vida ahora se resume en una sola cosa: ser objeto de un genocidio”.
Al Araj habla desde las sensaciones. Como la toalla verde que le regaló un amigo en uno de los desplazamientos forzosos y que le pone triste ver, porque le recuerda que tuvo que salir huyendo de su casa sin poder coger la suya. O el inaccesible grifo que ha imaginado en sueños. “Un simple grifo del que sale agua cuando lo abres”, describe. Cuenta que también soñó varias noches con “una puerta normal con su marco de madera”. “La abría y cerraba a mi antojo y no era una puerta improvisada ni una cortina hecha con una tela vieja”, describe.
No son solo los sueños. También la realidad, la sorpresa ante todo lo que jamás se imaginó haciendo. Como aprender a encender y usar un horno de barro porque no hay prácticamente otra forma de cocinar en Gaza. “Es uno como los que veíamos en los museos y usaban nuestras abuelas de las zonas rurales. Nunca pensé que tendría que usarlo algún día. Y allí estaba, en el patio de un vecino”. O aprender a cortar leña, encender un fuego y mantener la llama. O matar, desplumar y destripar un pollo. “Te dices a ti misma que es temporal, que será unos días, luego unas semanas… hasta que se convierte en más de un año y medio”.
Dolor
Sus historias ilustran el inconmensurable sufrimiento de los más de dos millones de gazatíes, víctimas de lo que una comisión de investigación creada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y cada vez más voces académicas autorizadas califican de genocidio. Hay otras palabras más indiscutibles: masacre (los muertos han superado ya los 67.000, en su mayoría mujeres y menores), crímenes de guerra y contra la humanidad o castigo colectivo. Y una que dejó hace tiempo de tener sentido: guerra.
Desde junio de 2024, apenas hay combates entre las tropas israelíes en Gaza y los milicianos de Hamás, más allá de emboscadas ocasionales y lanzamientos muy aislados de cohetes contra las localidades vecinas en Israel, un crimen de guerra por su carácter indiscriminado. La gran mayoría de las pocas armas que atesora la milicia islamista proceden de transformar en cohetes, proyectiles de mortero o artefactos explosivos entre las 10.000 toneladas de munición israelí que no detonó. Supone entre un 10% y un 15% de las 100.000 toneladas que se calcula que Israel ha lanzado sobre la Franja, el lugar más densamente poblado del planeta.
Son cifras prácticamente nunca vistas, como lo es todo lo sucedido en Gaza en estos dos años. Y como lo fue el episodio que dio lugar a esta última ofensiva: el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023 que mató a cerca de 1.200 personas en territorio israelí y en la que otras 250 fueron tomadas como rehenes. El día más letal en la historia de un país, Israel, que pasó de la sorpresa, la sensación de fragilidad y el trauma a una espiral de poder y venganza.

Basta con escuchar a los dirigentes israelíes en hebreo (cuando hablan para su público, no de cara al exterior) y, en particular, a uno de los más influyentes: el ultranacionalista ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich. “Estamos rompiendo Gaza y dejándola convertida en una pila de escombros, con una destrucción completa y sin precedentes en el mundo. Y el mundo todavía no nos ha parado”, dijo hace medio año en una rueda de prensa.
A lo largo de estos dos años, algunas imágenes parecían el punto de inflexión definitivo para acabar con el terror: la muerte de la pequeña Hind Rajab, que fue acribillada a balazos mientras rogaba auxilio (retratada en un docudrama que conmocionó al último Festival de Venecia); el asesinato de un grupo de de civiles que perseguían un camión con harina o de los paramédicos que acudían a auxiliar heridos; el bombardeo contra el convoy de la ONG del chef José Andrés; los asaltos a hospitales luego convertidos en rutina; los desplazamientos sucesivos de casi toda la población; las ruinas de Rafah, que Biden compró como una operación pequeña y localizada y sobre cuya invasión había trazado una supuesta línea roja que Israel atravesó... Pero esos episodios siguieron produciéndose, y el punto de inflexión nunca llegó.
Therese Pettersson es analista sénior en el Programa de Datos de Conflictos de la Universidad de Uppsala, en Suecia, que hace un seguimiento de los conflictos globales y el número de víctimas civiles que causan desde 1989. Cruzan fuentes para intentar distinguirlos de los combatientes, con el criterio de que “un civil es cualquier persona que no pertenezca a un grupo miliciano, ni porte armas”, lo que excluye, por ejemplo, a los miembros de Hamás que desempeñaban una función civil en el Gobierno de Gaza y no portaban armas.
Con esa definición, Pettersson cree que “todo apunta” a que la proporción de víctimas civiles en Gaza es “muy alta”. En torno al 80%, “probablemente mucho más”, matiza en una entrevista por videoconferencia. Es el mismo porcentaje (un 83%) que arrojaba una base de datos clasificada de la propia inteligencia militar israelí, desvelado en agosto en una investigación periodística.
Acled, una organización independiente que también hace seguimiento de los conflictos armados y recibe apoyo de la ONU y de gobiernos occidentales, va más allá. Afirma que 15 de cada 16 muertos en Gaza son civiles (un 94%) desde el 18 de marzo, cuando Netanyahu reventó de manera unilateral la tregua que había acordado dos meses antes.
La experta cita dos asedios como los “casos más cercanos” a Gaza: el del ejército ruso a la ciudad ucrania de Mariupol (un 95% de muertos civiles), entre febrero y mayo de 2022, y el de las fuerzas del hoy derrocado Bachar El Asad a la ciudad de Alepo (un 59%) durante cuatro años de la guerra en Siria.
Además de Mariupol, solo otros dos ejemplos igualan o superan la proporción de civiles muertos en la franja palestina y ambos han sido declarados genocidio por el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya: la masacre por extremistas hutus de alrededor de un millón de tutsis y hutus moderados en Ruanda en 1994 (un 99,8% de civiles) y la de casi 8.000 varones bosniacos por las fuerzas serbobosnias un año más tarde en Srebrenica, considerada “zona segura” de la ONU. Un 92% eran civiles.
“La guerra de Gaza no es la más sangrienta de la era moderna, pero sin duda es una de las más intensas”, asegura Petterson. “Su singularidad reside en la alta densidad de población. Ucrania, por ejemplo, es un país enorme y la línea del frente es muy larga, está prácticamente despoblada y la gente ha podido desplazarse de la zona de conflicto”.
“Observamos un patrón muy diferente en cuanto a las muertes”, prosigue la analista. “En Ucrania, el número de víctimas civiles es bastante bajo, salvo en los primeros meses de la invasión a gran escala en 2022. Actualmente son relativamente pocas, principalmente soldados de ambos bandos, mientras que en Gaza hay bombardeos aéreos indiscriminados en una zona urbana densamente poblada que provocan un número muy elevado de víctimas civiles. La situación se agrava aún más porque la gente no tiene adónde ir y la ayuda humanitaria no está realmente llegando a la población”.
Pan y nada más
Volvamos a la realidad cotidiana de la devastada Gaza. Nasser Rabah es un escritor de 62 años, autor de dos novelas y seis poemarios. Vive en la que ha sido siempre su casa en el campo de refugiados de Magazi, en el centro de Gaza. Un bombardeo israelí dañó parcialmente la vivienda y destruyó su biblioteca.
Ahora no comienza sus días escribiendo sino partiendo leña, que compra a casi dos euros el kilo. Es como cocinan casi todos, ante la falta de electricidad. “Empecé a hacerlo tras usar toda la madera de mi casa: arrancando y partiendo las puertas de las habitaciones, las mesas y las sillas”, explica. Luego coge los cubos y hace una larga cola para llenarlos de agua. Enciende el fuego y prepara la comida: “Dos o tres alimentos que se repiten una y otra vez. Uno son las lentejas; ya las llamamos lentejas sagradas. Guardamos el agua sucia para tirarla al inodoro. Bebemos poco y solo podemos bañarnos una vez por semana”, explica.
Recuerda la última vez que comió carne. Era enero de este año. “Entiendo perfectamente por qué nuestras heridas no se curan tan rápido como antes”, dice. También recuerda los tres meses en los que Israel bloqueó toda entrada de alimentos, agua y electricidad a Gaza, justo antes de romper el alto el fuego que había firmado y evitar así concluir la invasión. “Comíamos un pan por persona para todo el día, que mojábamos en sal o en té”, recuerda. Tuvo que pagar unos 20 euros por un kilo de harina, más otros dos por la leña.

Las ansias de un alto el fuego, teñidas de escepticismo tras tantas esperanzas rotas, se mezclan en Gaza con las ganas de muchos de escapar. Imposible desde que Israel tomó Rafah el año pasado y cerró la única opción: pagar miles de euros a una mafia por un hueco en una lista para escapar a Egipto. Y siempre con el miedo a hacer el juego a la coalición de Gobierno israelí, que sueña con la limpieza étnica de Gaza, aunque el plan de Trump insiste en que los palestinos que se vayan podrán volver.
Salir es por lo que rezan, sin suerte, dos jóvenes en el campo de refugiados de Nuseirat, en el centro del enclave palestino. Sus historias podrían parecer paralelas, pero no lo son.
Uno, Hassan Abo Qamar, está en casa con sus padres, sus tres hermanos y una cuñada. Es una excepción: la práctica totalidad de la Franja ha sufrido desplazamientos forzosos. Muchos, más de diez veces. La ONU cifra en un 92% los edificios residenciales (unos 436.000 hogares) destruidos o dañados desde el inicio de la invasión. No solo por los bombardeos; también por bulldozers, explosiones controladas o incendios provocados para convertir Gaza en inhabitable. Conscientes de su privilegio, los Abo Qamar dan la bienvenida a quien lo necesite. En su casa han llegado a vivir, hacinadas, 16 personas.
El otro, Mohammed, se encuentra en Nuseirat como desplazado tras haber tenido que huir de su casa, y está “solo”, tal y como recuerda a cada frase, después de que toda su familia abandonara la Franja en febrero de 2024. Representa una excepción distinta: la Oficina Central Palestina de Estadísticas calculaba el mes pasado que 100.000 palestinos escaparon del horror cuando aún se podía.
El primero, Hassan, tiene 18 años. La mañana del 7 de octubre de 2023, justo después de la matanza perpetrada por Hamás, los primeros misiles israelíes lo sorprendieron estudiando para su próximo examen de inglés, ajeno a lo que se desataba a su alrededor. “El genocidio”, según explica dos años después por llamada telefónica, le ha hecho paradójicamente ver todo lo que tiene por ganar en esta vida. “Ha transformado mis sueños. Y estoy orgulloso de ello”. El adolescente ansía retomar los estudios tras dos años perdidos. “Seré ingeniero, porque ellos [Israel] luchan contra nosotros a través de la ciencia, pero yo responderé con mi conocimiento”.
Su entusiasmo alimenta sus esperanzas, pero el hambre se cuela hasta los estómagos de la familia. A pesar de tener un dinero del que muchos carecen en Gaza, meses atrás solo podían llevarse a la boca un trozo de pan al día. A menudo, ni eso. “Ahora la cosa está un poco mejor, pero solo para algunos”, señala, aludiendo a los precios prohibitivos en el mercado. En su casa, el reparto da ahora para cuatro rebanadas de pan, a veces con zaatar (un condimento tradicional de Oriente Próximo) y queso, más arroz o pasta algún día a la semana. “Soy un privilegiado”, concluye.
En cambio, a Mohammed, periodista en la treintena, el horror le ha hecho darse cuenta de todo lo que puede perder. Lo que más quiere, la familia que ha construido, se encuentra lejos. Sus padres, sus hermanas, sus cuatro hijos y su mujer, embarazada cuando abandonó Gaza, están en El Cairo. Él se quedó en la Franja porque es de los pocos con un trabajo que le permite mantener a su familia exiliada, pero ahora se arrepiente de su decisión.
Mohamed lamenta por teléfono que todavía no ha podido ver en persona a su cuarto hijo, nacido en Egipto. El pequeño no reacciona al ver a su padre lejano a través de la pantalla del móvil en las videollamadas, en las que sus hijos mayores le afean que no esté con ellos. “Eso me rompe el corazón”, dice con la voz entrecortada. “Mis hijos y mi mujer no se pueden permitir perderme”. Hace tiempo que Mohammed centra sus esfuerzos en seguir vivo para poder volver a ellos. Se mantiene alejado de la gente para evitar los bombardeos, y pasa noches de soledad dentro de su coche, cerca del mar.
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