La destrucción de la milenaria Ciudad de Gaza arrebata a sus habitantes el paisaje de su memoria
Arquitectos, urbanistas e historiadores describen una devastación que va más allá de la erradicación física de las infraestructuras y atenta contra la identidad del pueblo palestino

Las ruinas de Ciudad de Gaza no son solo piedras y muros. “Esos escombros son ahora los testigos de nuestro dolor”, dice Doaa Ulyan, de 38 años, en un audio con la voz rota enviado desde esa tierra palestina que fue el escenario de su infancia y su juventud. A pesar de todas las dificultades ligadas a la ocupación israelí y del bloqueo que Israel impuso en 2007, Doaa se había construido “una vida feliz”. Amaba su trabajo en un programa de desarrollo financiado por el Banco Mundial. Tenía una casa llena de luz desde la que se atisbaba el Mediterráneo. En ella vivía con su marido y sus dos hijos, Rezeq y Abdullah, de 14 y 10 años. Dos niños como tantos otros, que iban al colegio y jugaban al fútbol.
Los cuatro han sobrevivido a estos dos años de ofensiva militar israelí, pero de la vida que llevaban antes, musita Doaa, solo quedan “cenizas”.
Los ataques han destrozado el paisaje de su memoria. Poco más que cascotes quedan de su barrio, Al Rimal, la joya de la corona de la capital gazatí, por su dinamismo cultural, sus colegios y sus rascacielos. Las explosiones borraron sus colores, el verdor de sus cipreses y de sus robles. El 5 de septiembre, el ejército israelí dinamitó la Torre Mushtaha, el edificio más alto de Gaza, que se alzaba en la calle donde estaba la casa de Doaa, destruida en un ataque anterior. Más de 53 millones de toneladas de escombros cubren ahora un territorio donde reina la grisura.
“Si destruyes la ciudad, destruyes las condiciones de vida de sus habitantes. No solo en su sentido biológico, sino también cultural. Es una forma indirecta de matar”, sostiene por teléfono desde Londres el arquitecto Eyal Weizman, director de la agencia de investigación forense, arquitectónica y de derechos humanos Forensic Architecture. Weizman describe “una muerte lenta”, causada por esos otros métodos “menos espectaculares” que “los disparos, los bombardeos y el hambre”.
También se mata destruyendo lo que permite a una población sobrevivir: “Los seres humanos somos como músculos sin caparazón, y ese caparazón son las casas, los hospitales, las instituciones y las infraestructuras que necesitamos construir para mantener la vida”, prosigue el arquitecto. “Sabemos que el 40% de los pacientes de diálisis en Gaza han muerto porque no hay hospitales”, ejemplifica.
La lista oficial de muertos en la Franja supera los 68.000 nombres; otros 11.000 cadáveres siguen bajos los escombros, según calcula Naciones Unidas. Pero muchas otras víctimas, como esos pacientes de diálisis mencionados por Weizman, son invisibles.
Israel no solo ha matado. También ha borrado los paisajes que permiten a las personas reconocer su historia; situar sus recuerdos en un escenario: “Han destruido casi todo. Ya no queda ningún lugar que conserve nuestra memoria”, lamenta desde Granada, donde ahora vive, Malak Ulyan, de 32 años, la hermana de Doaa.
Esta palestina recuerda uno de esos lugares de su infancia que la ofensiva israelí le ha quitado: “Se llamaba Al Baqa (Ramo de Flores) y era como un muelle que se adentraba unos metros en el mar. Tenía la forma de un barco gigantesco”. A los niños de Gaza les gustaba, rememora, “esa sensación de navegar en un barco grande”, en alta mar, algo que solo podían imaginar, porque el bloqueo israelí prohibía ese tipo de embarcaciones. Israel únicamente permitía a pequeños pesqueros adentrarse en el Mediterráneo, y solo a unos centenares de metros de la orilla.
Tierra quemada
Los ataques israelíes han convertido la tierra de la milenaria Gaza —un territorio habitado por sucesivas culturas desde hace más de 5.000 años, según Weizman— en una tabula rasa “donde no se puede distinguir entre carreteras y aceras, entre lo privado y lo público, entre lo agrícola y lo construido”, describe el arquitecto. “Todo se convierte en un paisaje lunar, en un desierto indistinto. En algo que ya no tiene ninguna inscripción”.
Antes de que, en septiembre, Israel acometiera su última invasión de la capital gazatí —previa al alto el fuego que entró en vigor el 10 de octubre—, Google Maps había actualizado en agosto sus imágenes por satélite del territorio palestino. Ni siquiera la expresión tierra quemada describe esas imágenes: lo que se ve es un erial con al menos el 92% de viviendas destruidas y dañadas (según datos de la ONU); sin universidades (todas bombardeadas o dinamitadas) y con ocho de cada 10 carreteras desaparecidas o intransitables.
Weizman no usa el término “urbicidio” (la destrucción deliberada de una ciudad) para describir esa devastación. Habla de “genocidio”. La urbanista libanesa Soha Mneimneh coincide por teléfono desde Beirut: “El urbicidio es una faceta más del genocidio. El riesgo es enfocarse demasiado en la destrucción de los edificios y no en la de las personas”, afirma.
Malak Ulyan no solo ha perdido en esta guerra esos lugares queridos de su infancia: el muelle Al Baqa, la calle Palestina, por la que iba al colegio y que los tanques israelíes destrozaron el 30 de septiembre. Las bombas le han arrebatado, sobre todo, a tres sobrinos adolescentes —“Nunca los olvido”, repite— y a varias amigas que crecieron con ella.
Luego escribe sus nombres: Nesma y su hermana Haya; las “tan cercanas” Israa y Nora. “Nora”, continúa Malak con tanta pena, aquella niña “risueña, querida, que tenía un corazón puro como el agua”, y que, siendo adolescentes, un día le prestó a escondidas un móvil en el instituto Al Rimal, semidestruido también en otro bombardeo.
Una llave, un perfume
El perfume que retrotrae a Malak a su niñez también es ya solo un recuerdo: el jazmín y el azahar, plantados en los jardines de las casitas “pequeñas y tranquilas” de la calle Al Nasr en Ciudad de Gaza. En una de ellas vivían sus abuelos maternos. Como quien guarda un tesoro, el anciano conservaba una llave: la que abría la puerta de la casa de su familia en Wadi Hunayn, en el centro de lo que ahora es Israel.
En el inicio de ese éxodo que para los palestinos siempre vuelve, las milicias judías antecedentes del ejército israelí destruyeron el pueblo y expulsaron a sus habitantes en 1948. El abuelo de Doaa y Malak fue uno de los 200.000 palestinos que se refugiaron en Gaza. 750.000 personas huyeron o fueron expulsadas entonces de su tierra durante la Nakba (catástrofe), el pecado original de la creación de Israel, en ese mismo 1948. En la ofensiva que comenzó en octubre de 2023, el ejército israelí destruyó la casa de los abuelos de las hermanas Ulyan, sus jazmines y sus naranjos.
Israel ha aplicado en Gaza ahora ese mismo patrón de “limpieza étnica y destrucción”, describe desde Belén, en Cisjordania, Mazin Qumsiyeh, biólogo y director del Instituto Palestino de Biodiversidad y Sostenibilidad: “No se puede colonizar sin ecocidio, sin genocidio, sin urbicidio”, asegura este profesor. Para apoderarse de “la tierra”, hay que “matar a la población autóctona” y construir de nuevo a “imagen y semejanza del colonizador [los israelíes]”. “La guerra es una cuestión también arquitectónica”, insiste Eyal Weizman, porque “destruye y remodela al mismo tiempo”.
Destruir para construir
Salman Abu Sitta tiene 88 años. Tenía 10 cuando un grupo de judíos europeos —cita los nombres de algunos: un ruso, un ucranio, un alemán— de la milicia judía Haganá arrasaron su pueblo, Maeen Abu Sitta, a “unos tres o cuatro kilómetros de la valla” que encierra la Franja y que entonces no existía. Este ingeniero e historiador, que ha dedicado su vida a reconstruir la memoria de Palestina, se convirtió entonces en un refugiado en Gaza.
Aquellos hombres armados europeos, recuerda, destruyeron el paisaje de su pueblo, le prendieron fuego y arrasaron las casas y la escuela que había construido su padre. Destruyeron para luego construir donde una vez habían estado esas localidades palestinas. Cuatro de los kibbutz atacados por Hamás el 7 de octubre de 2023 se alzan en las tierras expoliadas a la familia Abu Sitta. El historiador cree que, al igual que sucedió durante la Nakba, con su ataque a Gaza Israel quiere “destruir al pueblo palestino, su memoria y su identidad”. Con él no lo han conseguido: “Nunca he olvidado mi patria”, asegura.
En Gaza, Israel ha creado un nuevo tipo de destrucción, retoma el arquitecto Weizman: “Yo la llamo destrucción de desarraigo o de desenraizamiento”. Significa, explica, “usar una excavadora, clavar su pala en el suelo y arrasar todo lo que hay en la superficie y bajo ella”.
Como han hecho en los cementerios. El abuelo de Malak y Doaa Ulyan estaba enterrado con su esposa en el cementerio Sheikh Redwan de Gaza. Israel ha bombardeado ese y otros camposantos, en algunos pasando con los bulldozers sobre las lápidas. Las hermanas Ulyan no saben qué ha pasado con la tumba de sus abuelos.
“La ciudad es también un lugar de memoria”, analiza Weizman, y los cementerios “mantienen nuestra relación con el pasado, con nuestros antepasados”.
Ese pasado es en Gaza muy largo. El territorio palestino, añade el arquitecto, ha estado “habitado de forma continua desde hace entre 5.000 y 9.000 años”. “Si cavas en cualquier sitio de la costa, encontrarías restos arqueológicos. Es como un yacimiento arqueológico lineal”, apunta.
Habitada por cananeos, filisteos, asirios, babilonios, persas, egipcios, griegos y romanos, antes de formar parte de los califatos omeya, abasí y fatimí y, por fin, del Imperio Otomano y el Mandato británico de Palestina, Herodoto mencionaba ya Gaza en el siglo IV antes de Cristo. Por ella pasaron Alejandro Magno y Napoleón.
El 14 de septiembre, la organización Euromedmonitor afirmaba que Israel había “apuntado deliberadamente a sitios históricos, arqueológicos, religiosos y culturales en Gaza, especialmente en Ciudad de Gaza”, para “borrar los símbolos materiales y espirituales del pueblo palestino”. Al menos 110 de esos lugares han sido destruidos o dañados, según la UNESCO.
El director de Forensic Architecture no es optimista sobre los planes de reconstrucción. El objetivo “estratégico de este genocidio era expulsar a los palestinos de Gaza”, remarca, algo que Israel “no ha conseguido durante la guerra”. También intentó crear zonas de concentración [de la población] en el sur”, destaca el arquitecto, que cree que esos planes de reconstrucción “podrían ser la continuación del genocidio por otros medios".
“Las empresas de construcción dirían que no pueden hacerlo con gente en las obras. Así que se concentrará a la población en determinados lugares. Todos los planes que he visto para reconstruir Gaza se basan en la huella de la destrucción”, lamenta el arquitecto.
De momento, el alto el fuego del plan del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha permitido a Israel asegurar el control militar del 58% de la Franja. En esa mitad larga del territorio, los palestinos no pueden entrar. Si lo hacen, son tiroteados. Más de dos millones de personas se hacinan, entre ruinas, en el 42% restante de Gaza.
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