75 años después de la Nakba: jóvenes y ancianos de Gaza sueñan con las casas perdidas en Israel
La identidad palestina sigue marcada por el éxodo y la desposesión, pese al paso de las generaciones
Said Shamia tenía ocho años cuando las tropas egipcias se retiraron apresuradamente de la localidad palestina que defendían, Hamama, ante el avance israelí. “Nos dijeron que se marchaban y que nosotros también deberíamos hacerlo. Los adultos pensaban: si se van ellos, ¿cómo nos vamos a quedar nosotros?”, recuerda hoy en su casa de Gaza capital, cuando se cumplen 75 años de la Nakba (catástrofe), como se conoce la suerte por la que él y otros casi seis millones de palestinos son hoy refugiados y solo quedan las ruinas de más de 400 localidades árabes en Israel, entre ellas Hamama.
Shamia no recuerda el mes, pero era octubre de 1948, en el ecuador de la primera guerra árabe-israelí. Hamama, de 6.000 habitantes, se había ido llenando de desplazados de pueblos cercanos. Y Yigal Alón ―que no había dejado población palestina en la retaguardia en sus anteriores ofensivas y acabaría convertido en destacado ministro laborista― la tomó en la operación Yoav.
Como tantas otras familias, la de Shamia pensaba que el regreso sería cuestión de días. Por eso, cargó en un camello “todos los alimentos que cabían”, pero ningún bien, y enfiló con cientos de vecinos hacia la cercana Al Maydal, hoy la ciudad de Ashkelón. Los bombardeos aéreos les convencieron de continuar hacia el sur, hasta otro pueblo que tampoco hoy aparece en los mapas, Hiribya, y de allí, a Gaza. “Descansábamos un par de días en cada sitio con la esperanza de que los ejércitos árabes volviesen y nosotros también a nuestro pueblo. Algunos hombres fueron hasta Hamama a buscar más comida y nunca regresaron. No es como ahora, que hay televisión. No sabíamos lo que pasaba”, relata.
“Lo que pasaba” es que las fuerzas israelíes ―mejor organizadas y combatiendo con un espíritu de batalla existencial tres años después del Holocausto en Europa― seguían acumulando victorias. En 1949, firmaron armisticios con los países árabes y Shamia quedó como refugiado en Gaza, entonces en manos egipcias.
Unos 750.000 palestinos ―dos tercios de los que vivían en el territorio que se acababa de convertir en Israel― corrieron la misma suerte. Acabaron en Jordania, Líbano, Siria, Gaza y Cisjordania. La Asamblea General de la ONU declaró en 1948 en su resolución 194 que “debe permitirse a los refugiados que deseen regresar a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos que lo hagan lo antes posible”. Cientos fueron abatidos al cruzar clandestinamente la frontera e Israel destruyó ―parcial o totalmente― los más de 400 pueblos en los que vivían, sobre los que hoy se alzan parques nacionales, cooperativas agrícolas o localidades. En ciudades como Haifa, Yaffa, Jerusalén o Ramle, sus casas fueron nacionalizadas y se usaron para alojar a los judíos que llegaban ―forzados, en bastantes casos― desde el norte de África y Oriente Próximo al incipiente Estado de Israel. Las más grandes y elegantes se venden ahora como residencias de lujo.
Esos 750.000 refugiados palestinos rozan hoy, con sus descendientes, los seis millones. Y la palabra Awda (Retorno) figura a la entrada de sus campamentos junto a una llave, otro símbolo de los hogares perdidos que muchos guardan.
Pero una cosa es el deseo colectivo y otra la realidad política. Su regreso solo se ha planteado en las negociaciones de paz para un número simbólico. Mahmud Abbas, el presidente palestino que aseguró la semana pasada en la ONU que tiene derecho a volver a su ciudad natal, Safed, defendía hace una década lo contrario y veía “ilógico” pedir la acogida incluso de un millón. Israel considera que el retorno de los refugiados supondría su suicidio como Estado judío, al perder la mayoría demográfica. También que la Nakba no es sino la consecuencia del rechazo del mundo árabe al plan de partición de la ONU de la Palestina bajo Protectorado británico, en noviembre de 1947. Entre ese mes, en el que las hostilidades entre milicias judías y árabes pasaron a otro nivel, y el inicio formal de la guerra, en mayo de 1948, hasta 300.000 palestinos huyeron o fueron expulsados.
Shamia cuenta que albergó esperanzas de volver a Hamama hasta la abrumadora victoria israelí en la Guerra de los Seis Días (1967), cuando su padre quemó de la rabia los documentos de propiedad. Luego pudo visitar varias veces las ruinas de su pueblo, en una época en la que miles de israelíes y palestinos cruzaban diariamente de uno a otro lado de Gaza. Quería “volver a sentir el olor” y mostrársela a sus hijos. “Recuerdo que cogí un higo y me sentí como si lo hubiese robado. ¿Te imaginas?”, dice.
Intisar Muhna también vivió la Nakba (tiene 95 años) y simboliza un concepto, más reciente y político, denominado Al Nakba Al mustamirra (La Nakba continua), según la cual esta no ha terminado. “Se repite lo mismo. Bombardearon la escuela en mi pueblo, mataron a mi hermano y ahora nos persiguen adonde vamos”, lamenta frente a los escombros de su casa en el barrio de Yarmuk de Gaza capital. Acaba de resultar destruida en un bombardeo israelí, en la última escalada de violencia con la Yihad Islámica. Ella vive porque el ejército israelí le advirtió antes por teléfono de que la abandonase.
Como a menudo sucede con los ancianos, habla más del pasado que del presente. Recuerda cada poco que su padre era el alcalde de su localidad natal, Al Masmiya Al Kabira, que tenía dinero y que escondió a milicianos durante la guerra. “Oíamos tantos ataques tan cerca que llegó a la conclusión de que había que irse”, rememora. Como eran una familia pudiente, no escaparon en burro o a pie, sino en un coche que solían guardar “para bodas u ocasiones especiales”. “Fuimos tan inocentes de pensar que volveríamos pronto…”, sentencia.
Identidad
La Nakba es el episodio más determinante en la identidad palestina, como pueblo desposeído, apuntalado por el hecho de que los refugiados no pueden regresar a sus hogares, pero cualquier persona con al menos un abuelo judío tiene derecho casi automático a establecerse en Israel y obtener la nacionalidad. Por eso, también sigue viva entre aquellos jóvenes que solo pueden ver por nternet los hogares perdidos de sus mayores y son conscientes de la fortaleza militar israelí 75 años más tarde.
Es el caso de Shahd Raed Al Wahidi, de 17 años y autora de vídeos en redes sociales sobre “el lado bonito de Gaza”. Como ha crecido en una Franja bajo bloqueo, nunca ha podido visitar Ramle, la ciudad en Israel de donde proviene su abuelo, que guarda la llave de la casa “en una caja especial”. “Es verdad que nací aquí, pero sé que originariamente no soy de aquí. Y cuando alguien pronuncia la palabra Nakba, te recuerda de donde vienes”. Aun así, cree que los ancianos “piensan más en el pasado” y los jóvenes, como ella, están “más preocupados por la situación actual”.
También Wassim Abu Nada, Rami Algaramar y Firas Al Jatib tienen estatus de refugiados. Son veinteañeros, toman café en un parque frente a la Universidad Islámica y la palabra retorno suena en sus bocas como la conquista de un paraíso perdido frente a una realidad inhóspita como la de Gaza, un territorio masificado, empobrecido y bloqueado desde hace casi dos décadas y en el que dos tercios de sus 2,1 millones de habitantes son refugiados.
Suponen que algún día Israel será derrotado, desaparecerá de la faz de la tierra y ellos volverán a los pueblos de sus abuelos, aunque no queden más que un puñado de piedras. Un irredentismo que Israel pone como ejemplo del rechazo palestino a ver al Estado judío como una realidad que ha venido para quedarse, y no como un mero paréntesis en la historia de Oriente Próximo.
“Desde que somos pequeños, hemos crecido con la conciencia de que somos refugiados, hemos perdido nuestra tierra y volveremos algún día”, asegura Abu Nada, cuya abuela guarda en una caja de bombones la llave de su casa en Dimra. Sobre esa aldea se alza hoy el kibutz Erez, a apenas un kilómetro del ultraprotegido paso fronterizo que convierte lo cercano en inaccesible.
Los relatos pasan de generación en generación. Al Jatib cuenta que, cuando era adolescente, escuchaba a su abuelo hablar de Arab Suqrir, una pequeña aldea que existió a orillas del Mediterráneo, y pensaba: “Ya está otra vez con sus batallitas”. “Me contaba todo: que si el vecino tal vivía allá y el otro una casa más allá… Ahora lo grabo, como archivo personal e histórico”, afirma.
Algaramar es el más político y menos personal. Viste la típica kufiya roja y blanca, que identifica a los militantes marxistas y cita a George Habash, el fundador del Frente Popular para la Liberación de Palestina. “De Israel, no quiero ni dinero ni disculpas. Quiero mi tierra y moverme como me dé la gana: desayunar en Jerusalén y cenar en Acre. Algún día vamos a ser más fuertes que ellos”.
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