Auschwitz en la era del turismo oscuro
En el 80º aniversario de su liberación, la naturaleza del campo de concentración se banaliza bajo el peso de las visitas masivas y de su presencia constante en la cultura popular, de películas recientes a un sinfín de novelas. Símbolo indeleble de la barbarie, el memorial se transforma y se abre a nuevas formas de conmemoración
“Auschwitz con almuerzo incluido”. A Jesse Eisenberg, la inspiración para rodar A Real Pain, dos veces nominada al Oscar, le llegó de manera inesperada: a través de una publicidad en internet que ofertaba así una visita al campo de concentración, que este lunes conmemora el 80º aniversario de su liberación en 1945. El anuncio hablaba de un tipo de turismo cultural en expansión desde hace varias décadas: ese que nos invita a recorrer los antiguos escenarios del Holocausto para revivir, salvando todas las distancias, el trauma de las víctimas, aunque sin renunciar a ninguna de las comodidades de un viaje en clase preferente. A través de ese reclamo, tan distintivo de nuestra época, surgió la historia de dos primos estadounidenses, David y Benji, que visitan la Polonia de la que escapó su abuela, emigrante judía que acaba de fallecer. La rodó en la ciudad de Lublin y en el campo de Majdanek, que había visitado en 2008. Sus propios ancestros vivieron a la vuelta de la esquina.
Su caso no es único. En 2025, el cine sobre el Holocausto ya no habla de las víctimas o de los supervivientes, sino de turistas que deciden visitar el lugar del crimen. En Treasure, estrenada el otoño pasado, una joven viajaba a Auschwitz con su padre, judío polaco que se salvó del exterminio, en la Polonia poscomunista de 1991. En The Delegation, vista en la pasada Berlinale, un grupo de adolescentes israelíes envueltos en la orgullosa bandera de su país visitaban el campo para entender lo que sucedió. El documental Austerlitz, del director ucranio Serguéi Loznitsa, observaba a las hordas de turistas que abundan en los antiguos campos de concentración. Y en La zona de interés, inspirada en la historia de Rudolf Höss, mandamás de Auschwitz, y de su esposa, que vivió en las inmediaciones del campo sin interesarse por lo que sucedía dentro, el relato terminaba con un inesperado flash forward al presente. El director Jonathan Glazer nos trasladaba al actual Museo de Auschwitz, donde limpiadoras y otros trabajadores se preparaban para la llegada de la multitud de visitantes que, a diario, atraviesan el tétrico umbral bajo ese cartel que reza Arbeit macht frei (“el trabajo os hará libres”). Los memoriales no son nuevos —Auschwitz abrió al público ya en 1947—, pero nunca se habían visitado tanto. En 2024, pasaron por el campo 1,83 millones de personas, un 10% más que el año anterior.
Ocho décadas después de su liberación, Auschwitz sigue siendo el símbolo del mal absoluto, una metonimia del Holocausto, pero también un lugar emblemático del dark tourism, ese turismo oscuro que nos lleva a recorrer campos de batalla y zonas de desastre, antiguas prisiones y escenarios de genocidio. Lo hacemos por empatía con las víctimas y por responsabilidad cívica, siguiendo aquel viejo dogma del “deber de memoria”, pero también por morbo histórico y voyerismo inconsciente, una contradicción intrínseca que ha transformado este campo en un centro turístico como cualquier otro, en el que uno puede comer, beber, ir al baño y hasta hacerse un selfi junto a los crematorios. En 2014, la autofoto sonriente de una adolescente en Auschwitz-Birkenau, acompañada de un emoji igual de risueño, despertó una polémica en redes. La instalación de vaporizadores de agua en la entrada del campo para aliviar el calor veraniego tampoco ayudó. Auschwitz respondió que la polémica no estaba justificada: el Zyklon B, el gas mortal con el que se aniquiló a los judíos, se difundía “de una manera totalmente diferente”. En ese caso, todo en orden.
Cada aniversario de la liberación del campo de exterminio dialoga con un contexto político particular. El que se conmemora este lunes está marcado por la desaparición de los últimos supervivientes, por el eco de la destrucción en Gaza y por el ascenso de la extrema derecha en muchos lugares de Europa, que va deformando todos los preceptos de la memoria histórica construida desde la posguerra. También la reelección de Donald Trump parece poner fin al sistema internacional surgido tras la guerra, con la retirada de EE UU de las organizaciones creadas después de 1945. “Culturalmente, es un cambio increíble. El mundo en el que personas como yo crecimos y aprendimos a pensar desaparece. Ahora se nos dice que la libertad de expresión también pasa por el derecho a mentir. Este 80º aniversario llega en medio del paso a un nuevo mundo que ya no sabemos leer”, afirma la historiadora francesa Annette Wieviorka, una de las grandes especialistas en el Holocausto. Recuerda la conmemoración de hace 20 años, cuando creyó que la historia había ganado. “Es decir, que el relato histórico de lo que sucedió en Auschwitz había entrado en la conciencia colectiva. Hoy nos damos cuenta de que todo puede deshacerse. Auschwitz sigue siendo un símbolo del horror, pero los tabúes se han levantado. Todo se ha vuelto posible”. Incluyendo los selfis en las alambradas, pero también la apertura al público de la casa de Rudolf Höss, donde se rodó La zona de interés, que se inaugura la semana que viene, o la multiplicación de libros con la palabra Auschwitz en el título.
Es como si el campo se hubiera convertido en una especie de marca comercial: La bailarina de Auschwitz, La huérfana de Auschwitz, Los amantes de Auschwitz, La enfermera de Auschwitz, El tatuador de Auschwitz, Las hermanas de Auschwitz, El fotógrafo de Auschwitz, El ajedrecista de Auschwitz, La bibliotecaria de Auschwitz o Las modistas de Auschwitz. Los días de Primo Levi y Elie Wiesel quedan lejos. “Ya todo pasa por el registro de la emoción”, analiza Wieviorka, al teléfono desde París. “Las emociones son indispensables para entender la Shoá, pero cuando todo se reduce a la emoción cabe preguntarse para qué sirve”. ¿Se ha convertido Auschwitz en un sitio normal? “Todavía no, pero hay una banalización progresiva. La tendencia es utilizar las industrias culturales para narrar episodios de la historia, como quien crea un sinfín de Disneylandias históricas. De momento, no es el caso de Auschwitz ni de Birkenau, que sigue siendo el campo del exterminio, pero el futuro no promete”.
“Creíamos que Auschwitz ya estaba en la conciencia colectiva. Hoy nos damos cuenta de que todo puede deshacerse. Sigue siendo un símbolo del horror, pero los tabúes se han levantado”, dice la historiadora Annette Wieviorka
Pese a esa tendencia a diluir la memoria histórica en lo popular y lo espectacular, no todo es trivial e insensible. Las dos últimas películas sobre los campos que han llegado a los cines lo demuestran. A Real Pain incluye una escena cómica donde los protagonistas simulan participar en la guerra representada por un monumento militar, que ironiza sobre esta tendencia a banalizar esos escenarios. Y, en otro momento, el primo más depresivo sufre un ataque de ansiedad cuando se da cuenta de que está viajando en tren al lager, como su abuela décadas atrás, solo que esta vez por voluntad propia (y en primera clase). Pero la película también es una meditación sobre la transferencia generacional del trauma y la relatividad de ese “dolor real” que experimentan sus protagonistas, ambos con problemas de salud mental, cuando se ponen a compararlo con el de sus ancestros. Habla de la pulsión (auto)destructiva del judío contemporáneo y de su inevitable errancia, como refleja otra secuencia brillante en la que los primos visitan el antiguo hogar de su abuela, del que tuvo que escapar. Tampoco ellos podrán quedarse allí.
En Treasure, la protagonista, una periodista interpretada por Lena Dunham, acompaña a Auschwitz a su padre, superviviente del Holocausto, aunque al final sea ella, que lidia con un trastorno alimentario y una insatisfacción crónica con la vida, quien acabe sanando su neurosis. ¿Cómo se explica que el punto de vista ya no sea el de las víctimas, sino el de sus descendientes? “Los cineastas de la tercera generación tras 1945 necesitamos romper el silencio con el que crecimos”, sostiene la directora de Treasure, la alemana Julia von Heinz, que admite similitudes con la película de Eisenberg. “Lo hubo no solo en las familias de las víctimas —por vergüenza, por el trauma, por intentar dar a sus hijos una vida normal, por el deseo de no seguir siendo víctima—, sino también en las familias de los depredadores”.
Por otra parte, el campo de estudio del trauma transgeneracional es relativamente reciente. “Hace 20 años no se hablaba de esto. Ahora sabemos que toda experiencia traumática se transmite a la siguiente generación, que tiene pesadillas sobre el sufrimiento de sus padres y abuelos aunque nunca le hayan hablado de ello. De ahí surgen estas películas”, apunta Von Heinz desde Berlín. De la “era del testigo” sobre la que teorizó Wieviorka, refiriéndose a la proliferación de testimonios que sucedió al juicio televisado de Adolf Eichmann en 1961, habríamos pasado a “un tiempo de la posmemoria, en la que la transmisión de la experiencia ya no se hará a través de las personas, sino de los lugares”, como opina el investigador en museología Nathanaël Wadbled. La vía memorial no desaparece, pero sí se transforma. Y, en ese sentido, el turismo podría no ser solo irrespetuoso y fútil, sino también una nueva forma de conmemoración. La propia de nuestro tiempo.
Entramos en el tiempo de la “posmemoria”: en el futuro, la transmisión de este trauma histórico no se realizará a través de las personas, sino de los lugares
Se cumplen 40 años del estreno de Shoah, el mastodóntico documental de Claude Lanzmann sobre la aniquilación de seis millones de judíos (y más de un millón en Auschwitz): nueve horas y media de metraje con testimonios de víctimas y verdugos, que llegaría a las salas en abril de 1985 tras 11 años de preparación y 300 horas de rodaje. La Berlinale rendirá homenaje el mes que viene a un documento que se convirtió en un referente cinematográfico y también moral: una película sin narración, archivos ni reconstituciones, sin manipulación dramática de lo indecible y sin edulcoración de lo irrepresentable, hecha solo de palabras nunca dichas hasta entonces. “La ficción es una transgresión. Pienso profundamente que existe una prohibición de la representación”, dijo Lanzmann en 1994 en su famosa diatriba en Le Monde contra La lista de Schindler, que definió como “un melodrama kitsch” y “una Shoah ilustrada que puso imágenes donde no las había”. Lanzmann decía que, si hubiera encontrado un documento gráfico de Auschwitz, lo hubiera destruido.
También La vida es bella, en la que Roberto Benigni convirtió la existencia en el campo de exterminio casi en una yincana infantil, fue víctima del veto moral que certificó Adorno al prohibir la poesía después de Auschwitz. Aunque, visto lo visto, tal vez haya ganado Imre Kertész, superviviente del campo, cuando afirmó todo lo contrario. “Estoy totalmente en contra de la frase de Adorno. Después de Auschwitz no podemos escribir más que ficción”, dijo el escritor húngaro en 2001. “Si alguien contara lo que realmente sucedió en Auschwitz, seríamos incapaces de entenderlo”.
En la década comprendida entre 1985 y 1994, el departamento fílmico del memorial de Yad Vashem, en Jerusalén, contó más de un millar de películas sobre el Holocausto. Para evitar las manipulaciones, el Museo de Auschwitz ofrece asesoramiento puntual a los cineastas. Por ejemplo, el director de su centro de investigación, Piotr Setkiewicz, fue el principal asesor de Jonathan Glazer en La zona de interés, adaptación de la novela de Martin Amis que también se inspiró en las tesis del historiador Timothy Snyder. “Cada película de este tipo cumple un importante papel de divulgación, ya que el número de espectadores es mucho mayor que el de los lectores de libros científicos”, admite Setkiewicz desde Cracovia. “Me irritan las películas que reflejan historias falsas pese a afirmar que están basadas en testimonios de testigos. No fue el caso de La zona de interés: desde el principio entendí que el aspecto histórico de la película sería tan importante como el concepto artístico. Traté de ayudar a recrear las escenas y los diálogos más probables que, según mi conocimiento, podrían haber sucedido. El resultado es satisfactorio, aunque los espectadores más atentos quizás noten pequeñas imprecisiones fácticas en la película: el señor Glazer no siempre aceptó mi acercamiento ortodoxo”, dice con sorna.
El historiador holandés Robert Jan van Pelt, comisario de la gran muestra itinerante dedicada a la historia del campo que pudo verse en Madrid entre 2017 y 2019, ha visitado Auschwitz en más de 80 ocasiones. Las primeras veces, a finales de los ochenta, solía pasar una hora y media en su recinto. Hoy pasa hasta cuatro días en cada visita. “El campo se ha ido ampliando y se ha dotado de una infraestructura para acoger cientos de tours diarios. Paradójicamente, Auschwitz se ha convertido en un destino turístico que tachar de la lista de lugares a los que viajar”, afirma desde Canadá, donde vive. “Su naturaleza ha cambiado, pero nunca será un museo como otro cualquiera, porque sigue siendo un sitio sagrado, por el sufrimiento que ocurrió allí y por su inmensa extensión en hectáreas”.
El cambio de perspectiva generacional le resulta crucial. “Los últimos supervivientes están muriendo y desaparece la mediación que proporcionaban. La cuestión de cuál será ahora nuestra relación con estos lugares se vuelve central. ¿Qué verá un joven de 18, 25 o 30 años que no ha crecido con esos testimonios? ¿Qué significarán estos lugares para él?”. Los dos primos de A Real Pain aportan una posible respuesta. Todo el ruido neurótico y burlesco que acompaña el camino a Majdanek, atravesando un punto del mapa que en otro tiempo fue una especie de Oxford judío, se convierte en silencio categórico cuando acaban entrando en el campo. Regresan, tristes y sacudidos, en un vehículo que se aleja en el horizonte, como sucedía al final de Shoah. La diferencia es que ya no se trata de un tren que avanza sin parar, sugiriendo “que el Holocausto no tiene fin”, como dijo en su día Lanzmann, el terrible. Ellos viajan en un minibús turístico.
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