Magritte, mucho más que surrealista
Una gran monográfica en el Centro Pompidou señala al pintor belga como pionero del arte conceptual y recorre sus vínculos con la filosofía
La leyenda lo ha erigido en genio del humor absurdo, heraldo del surrealismo de entreguerras y su desbordante imaginación y embajador de una patria muy dada a la causticidad, esa donde los reyes abdican por un día para evitar firmar leyes incómodas y los primeros ministros se equivocan al entonar el himno oficial. Pero René Magritte fue más de lo que apunta esa versión oficial. Su obra, de aspecto sencillo e incluso infantil, está impregnada de las preocupaciones filosóficas de su tiempo, todavía vigentes en la actualidad. “Eso es lo que hace que su obra resista. Cada generación ha intentado encontrar nuevas claves para entender su obra, pero todavía quedan muchas puertas por abrir”, explica Didier Ottinger, director adjunto del Centro Pompidou y comisario de la gran muestra que el museo parisino dedica al pintor a partir de hoy y hasta el 23 de enero.
Más que un maestro del chiste visual, la exposición lo define prácticamente como un filósofo. “El arte de pintar es un arte de pensar”, dejó dicho el propio Magritte, que irrigó su obra con “una constante meditación crítica sobre la relación entre el mundo y el hombre”, como afirmó Paul Nougé, jefe de filas del surrealismo belga. Toda nueva monográfica centrada en un nombre tan reconocido debe contener una tesis novedosa. La del Pompidou consiste en afirmar que Magritte no fue solo un surrealista. “El objetivo de la muestra es renovar la lectura de su obra y retirarle esa etiqueta de pintor surrealista, que lo ha encerrado en una categoría que Magritte sobrepasó con creces”, confirma Ottinger. “En realidad, no fue un heredero del idealismo de inspiración romántica de los surrealistas parisinos que encabezaba Breton, sino que estuvo inscrito en la escuela belga, de formación científica e inspiración marxista”. La exposición tira de ese hilo y observa la relación de su obra con la gran filosofía, de Platón y Plinio el Viejo hasta Hegel y Foucault, quien le dedicó una obra de referencia que dignificó su producción y con quien mantuvo correspondencia hacia el final de su vida. Todos ellos se plantearon los problemas que plantea la representación de la realidad a la que aspira el arte, empezando con el mito de la caverna. “La traición de las imágenes”, en palabras de Magritte.
Los surrealistas habían descrito la belleza como “el encuentro fortuito entre una máquina de coser y un paraguas”, según la mítica definición del francouruguayo Lautréamont. A Magritte, esa fórmula le dejaba insatisfecho. “Estamos familiarizados con el pájaro en la jaula. Nuestro interés se despierta si lo sustituimos por un pescado o un zapato. Pero, si esas imágenes son curiosas, también son desagraciadamente accidentales y aleatorias”, dijo el pintor, según la versión recogida en sus Escritos completos. Para Magritte, el arte debía ir mucho más allá, hasta lograr imaginar “un huevo dentro de esa jaula”. En La clarividencia, un cuadro firmado en 1936, Magritte retrató a un pintor que observaba un huevo pero pintaba una ave sobre el lienzo. El artista no podía contentarse con establecer burdas asociaciones azarosas. Debía ser un visionario que, a través de sus jeroglíficos, provocara una breve iluminación en quien observaba su obra.
Cuando dio con ese hallazgo, a principios de los años 30, Magritte acababa de regresar a Bruselas, tras su intento fallido de acercarse al grupo surrealista en París. Pasó tres años casi sin pintar, durante los que orientó su arte en una nueva dirección. “La palabra surrealismo no significa nada para mí. Igual que la palabra Dios: son términos que sirven para resumir o deshacerse de una preocupación”, sostuvo años después. A partir de ese momento, Magritte abogó por una pintura que exigiera una participación activa del espectador. La muestra lo describe incluso como un pionero del arte conceptual que emergerá en los años sesenta. Ese que, a menudo, obligaba al visitante a completar la obra en el interior de su cabeza. “El de Magritte es un arte muy erudito y especulativo. No comparte en absoluto la inspiración desbordada de los surrealistas parisinos. Su obra pretende interrogarse sobre la propia naturaleza del arte. Eso es lo que la convierte en conceptual”, sostiene Ottinger. Para el comisario, Andy Warhol, Jasper Johns o Robert Rauschenberg quedaron influidos por sus lienzos al verlos expuestos en el Nueva York de los cincuenta. La sombra de Magritte también se detecta en la obra de Claes Oldenburg y su trabajo sobre los objetos de la vida cotidiana, la causticidad belga de Marcel Broodthaers, el uso del texto en la vanguardia pictórica de John Baldessari y Ed Ruscha, o las viñetas conceptuales del fotógrafo Duane Michals.
“El pintor del pensamiento abstracto”
Tal como su obra, su vida también está llena de sombras insospechadas. Magritte nació en 1898 cerca de Charleroi, en la Valonia de la Revolución Industrial, hijo huérfano de una madre suicida que se ahogó en el río y aficionado a la pintura desde los 12 años. Siempre evitó relacionar ambos hechos: en otro gesto de inaudita modernidad, no creía que la biografía de un artista sirviera para explicar su obra. Sí admitía, sin embargo, que descubrir la obra de Giorgio de Chirico le cambió la vida. “Mis ojos vieron el pensamiento por primera vez”, escribió años después. No por casualidad, el galerista P. G. Van Hecke lo apodó como “el pintor del pensamiento abstracto”. Pero a Magritte no le gustaba que le trataran como un maestro ni un intelectual. Cultivó con esfuerzo una imagen de hombre corriente, que pintaba en un rincón de su comedor, paseaba a su perro por el barrio y evitaba los baños de masas y los grandes fastos, prefiriendo el conejo al horno de su esposa Georgette, a la que conoció a los 15 años. Para muchos, fue solo un espejismo de banalidad. “Intuimos que su vida cotidiana no fue tan aburrida y llana como pretendía, sino que estuvo salpicada de gustos más dionisiacos”, susurra el comisario, en referencia a sus frecuentes visitas a burdeles o a los intercambios de mujeres que practicó. Su personaje de ficción favorito era Fantomas, el héroe sin rostro de novela negra que hizo furor en la Francia de principios del siglo pasado. Casi 50 años después de su muerte, en el verano de 1967, Magritte sigue encerrando el mismo tipo de enigma.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.