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Tribuna
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El fascismo de nueva generación que viene de Estados Unidos

Asistimos a una lucha descarnada por ampliar el poder, puro capitalismo ultraneoliberal, pero sin sangre a la vista: con litio, con tierras raras, con clics y bytes

El vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, se dirige a los participantes de la Conferencia de Seguridad, el 14 de febrero en Múnich.
El vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, se dirige a los participantes de la Conferencia de Seguridad, el 14 de febrero en Múnich.Leah Millis (REUTERS)
Jordi Gracia

Habrá que ir aprendiendo a manejarse en los nuevos tiempos porque las cosas han dado un vuelco esencial. Desde el 20 de enero es ya explícito y público, más allá de la cadena diaria de producción de órdenes ejecutivas de Donald Trump. Las viejas naciones europeas están poniendo en riesgo gravemente un fundamento del Estado de derecho como es la libertad de expresión, según lo ve el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance. Bajo la protección de esa libertad jurídicamente regulada, Vance incluye lo que las empresas privadas quieran, sin que vea razón para vetar la intoxicación neofascista, racista, xenófoba, supremacista y misógina y asumiendo que eluda los límites, la regulación, los controles que rigen fuera del mundo digital.

Asumir esa perspectiva conduce directamente a un retroceso preilustrado, donde el Estado pierde una de sus funciones centrales: fomentar y garantizar el bien común como objetivo irrenunciable a través de un sistema de garantías y coerciones legales que atañen a todos. El argumento de esta vanguardia trumpista es formidable e imbatible: los gobiernos europeos, encastillados en hoteles de lujo y oficinas llenas de burócratas —como dijo Vance en Múnich—, piensan en censurar las plataformas para no perder sus privilegios y seguir en el poder. Según Vance, no acatan la democracia ni la voluntad del pueblo porque identifica la democracia con una ultraliberación desreguladora que no tiene nada que ver con la democracia. De hecho, la democracia es exactamente lo contrario: un sistema de regulaciones concebido para defender el bien común a través del Estado de derecho, que es el único capaz de hacerlo. Es el Estado —es la UE— el responsable último de que la ciudadanía se convierta en receptora masiva e inerme de una propaganda antidemocrática que perseguiría con la ley en las escuelas e institutos, pero que invade los móviles de sus estudiantes para alentar un autoritarismo de vieja estirpe con plataformas cuyo control escapa al Estado, o apenas es capaz de interceptar e intervenir la propagación politoxicómana, pese a pasos tan relevantes y tan insuficientes como la Ley de Servicios Digitales.

El fascismo de nueva generación va a ganar si no impedimos que siga infiltrándose imperceptiblemente y a través de nuestros terminales móviles en la sociedad europea. Los señores del mal están identificados —estuvieron todos posando en la investidura de Trump— y sus objetivos también. Lo ha contado sin disimulo y elegante naturalidad el vicepresidente Vance en Múnich: relevar a los dirigentes de una UE que pretende, según él, ”socavar la democracia”, coartar la libertad de expresión y limitar la difusión del neofascismo que circula impunemente por los canales digitales. Es una lucha descarnada y natural por ampliar el poder, puro capitalismo ultraneoliberal, pero sin sangre a la vista: con litio, con tierras raras y con clics, bytes y una limpísima pantalla digital cándida, inocente y sobre todo exclusivamente nuestra, única. Nadie recibe lo mismo en el móvil porque el móvil decide lo que recibimos en función de nuestro historial y costumbre de uso. Es el algoritmo quien lo determina y ese algoritmo no está en manos del usuario, sino de una empresa cuyo objetivo primordial no es mantener informada a la población, sino atrapada y conectada cuanto más tiempo mejor sin que importe qué le engancha. Lo que sí sabemos con todo tipo de pruebas es que la invención de chivos expiatorios de los males sociales y la radicalidad verbal y extremista se lleva la palma.

No sucedió algo muy distinto en el ciclo de los fascismos europeos en los años veinte y treinta. Aquel ciclo acabó mal para los malos, sin duda, pero por medio dejaron unas incalculables masacres, y nadie ha dicho que esta vez no vayan a hacerlo mejor porque son más poderosos y sobre todo son invisibles. Este nuevo fascismo lo hace mucho mejor que el viejo porque no conduce escuadras por la calle, no exhibe antorchas encendidas ni uniformados militarizados, no espanta con armas repartidas bajo mano y usadas a la luz del día, no encarcela a grupos, comunidades o etnias (aunque sí los expulse). Lo hace de una forma mucho más inteligente, entrenada, en realidad, porque cree absolutamente en el omnímodo poder del capitalismo desregulado y el dinero como instrumento de dominación. Fascismo guay escudado en la libertad de expresión, que es el rizo final de la genialidad que está impulsando el trumpismo mientras miramos embobados las mismas redes y plataformas que sirven para que cale masivamente la noción de una libertad absoluta que no existe en el Estado de derecho moderno: no hay libertad de insultar, de vejar, de difamar, de mentir sobre otros. Las plataformas no ofrecen lo que cada cual quiere, sino lo que quiere el mecanismo concebido para generar una retroalimentación continua, sin importar la veracidad, la calidad o el sesgo que incorporan, incluso si ese sesgo inducido incluye hechos directamente delictivos y sujetos al código penal.

La batería de propuestas creíbles y viables para encauzar el tsunami de polución antidemocrática —desde Mazzucato hasta Dani Rodrik— lleva circulando mucho tiempo entre las élites académicas y políticas globales. Lo que demandan es relativamente sencillo pero crucial (y disculpen la ofensiva simplificación): restituir al Estado el control de la inteligencia artificial y activar la reversión al Estado de los beneficios empresariales que obtienen con dinero público la inmensa mayoría de las grandes tecnológicas. La regulación de lo público con el objetivo del bien común es un elemental principio ilustrado que está en el fundamento del Estado moderno.

La audacia de la UE como último refugio contra la plutocracia política, tecnológica y económica del trumpismo pasa por asumir la defensa del poder del Estado como encarnación del bien común y no como instrumento político de las conveniencias de rentabilidad económica y desregulación de gigantescas empresas privadas. Mientras las víctimas de los ataques de odio, desprecio, machismo o falsedades puras sean quienes tengan que actuar para defenderse, seguirá la impunidad de un sistema que invoca esa libertad —la de falsear, mentir, insultar, odiar—. Lo lógico sería invertir el funcionamiento del sistema de modo que los mensajes, las webs, las comunicaciones capadas por vulnerar los derechos de los demás deban argumentar contra esa medida para probar que han respetado la legislación. Hoy vamos al revés: a rebufo de ellos, impotentes, e incapaces de frenar el fomento de la ultraderecha. Habría que darle la vuelta completa al enfoque y entender que son los intoxicadores quienes tendrán que denunciar la eliminación de sus mensajes en lugar de que deban hacerlo las víctimas diarias e innumerables de vejaciones, insultos, acosos punibles. Es complicadísimo de ejecutar, por supuesto, pero la complicación derivada de no actuar o ponerse de perfil conduce directamente al desmantelamiento del Estado de derecho y la vulneración sistemática de los derechos humanos.

Hay que agradecer a Vance la transparencia de su discurso para que nadie pueda decir que no estábamos informados sobre la ofensiva de fondo: la impunidad de la extorsión, la intimidación, el insulto, el neofascismo y la radicalidad ultra es lo que entiende como libertad de expresión. Nosotros, no. Esto es el fascismo de nueva generación. No ha sido fácil pero ya está bien claro: el Far West fue el tiempo feliz de la plena libertad de acción, sin otra autoridad que el revólver más grande, a veces el del nuevo sheriff, como expresivamente llamó Vance a Trump, y a veces no. Va siendo hora de que asumamos que la ruta ultramoderna y ultratecnológica de regreso a ese paraíso del pasado ya está en marcha, y lo está con todas las letras.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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