El Estado como último muro del bien común: recetas para parar los pies a los oligarcas
Un número creciente de economistas pide a los Gobiernos que den un paso adelante para asegurar que la búsqueda de beneficios del sector privado se alinee con los intereses de toda la sociedad
Si una cosa dejó en claro la pandemia de la covid es que la maximización de beneficios no alcanza como criterio de asignación de recursos. A pesar de las advertencias del SARS, en 2003, y del MERS, en 2012, ninguna gran farmacéutica había avanzado en el desarrollo de vacunas contra las posibilidades de un coronavirus cuando llegó; ningún proveedor de equipamiento médico tenía los respiradores que hacían falta para una emergencia, y mucho menos las mascarillas, por poner un ejemplo más sencillo.
No ha sido el único problema de la fe en la mano invisible sin intervención estatal. Los mercados también han demostrado con creces que no son capaces de evitar riesgos sistémicos como los de las hipotecas subprime, ni de asignar por sí solos los recursos para completar la transición energética. Como tampoco van a reducir el descontento de una ciudadanía cuyos salarios se quedan sistemáticamente por detrás de bienes tan básicos como la vivienda, encarecida, entre otros motivos, por la desaparición progresiva del Estado como corrector de ineficiencias.
¿Y qué va a pasar con tecnologías tan potentes como la inteligencia artificial (IA)? ¿Los productos de IA que maximicen el beneficio de sus propietarios serán los que maximicen el bienestar de la sociedad? ¿O pasará, por el contrario, como con las redes sociales, perfectamente dispuestas a generar crispación solo porque así multiplican sus ingresos por publicidad?
La dimensión de los desafíos por venir, y la gravedad de las crisis ya vividas, han hecho resurgir un debate que la economista italiana Mariana Mazzucato comenzó a popularizar hace ya una década con el libro El Estado emprendedor, donde sostiene que los Estados deben dejar atrás sus complejos y asumir su responsabilidad como generadores de riqueza y guías de la actividad.
Para Mazzucato, asumir esa responsabilidad implica al menos dos cosas. Por un lado, que el sector público incentive y regule para asegurar que la búsqueda de beneficios del sector privado se alinea con los objetivos que cada sociedad se fija democráticamente. Por otro, que el sector público reciba la parte que le corresponde por invertir en desarrollos cuyos beneficios están siendo privatizados. Además de la investigación básica farmacéutica, Mazzucato suele usar a la pantalla táctil o al GPS como ejemplos de innovaciones públicas por las que el Estado nunca cobró ni obtuvo acceso preferencial a sus aplicaciones.
Una de las ideas que está tomando forma en ese debate es la del llamado productivismo, con el economista Dani Rodrik como uno de sus principales teóricos. El catedrático de Economía Política de la Universidad de Harvard y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales lleva varios años desglosando los fundamentos de lo que describe como un posible nuevo consenso para la era posneoliberal, en la que los gobiernos van más allá de las funciones clásicas del Estado del bienestar keynesiano —redistribución, gasto social y estabilidad macroeconómica— y pasan a intervenir también en el momento anterior a la creación de riqueza, fijando las condiciones para que las empresas generen “buenos empleos” en todo el territorio nacional y para todos los ciudadanos.
Dos velocidades
En un ensayo que publicó en 2023, Rodrik definía a los “buenos empleos” como los que tradicionalmente han servido para crear clase media: con sueldos que otorgan un nivel de vida razonable y permiten cierto ahorro, con estabilidad laboral y con posibilidades de progreso. Para el economista turco, la escasez de esos puestos de trabajo en los países desarrollados es un síntoma de su deriva hacia economías de dos velocidades, una dualidad que antes se circunscribía a mercados emergentes en los que una reducida élite de empresas punteras convive prácticamente sin comunicación con una gran base de pequeñas empresas muy poco productivas.
La tesis es que para recuperar el bienestar de la clase media y atajar la polarización, el populismo, y la falta de fe en expertos, instituciones y gobiernos, al Estado ya no le alcanza con redistribuir. Mejorar la educación pública o asegurarse que los trabajadores se organizan para tener representación sindical es bueno pero insuficiente, explica Rodrik. “En el sector servicios, que es donde está la mayoría de los trabajos, la creación de buenos empleos va a necesitar un esfuerzo deliberado estatal para lograr mejoras de productividad”, añade.
Ese esfuerzo deliberado puede tomar la forma de regulaciones, de permisos, de hojas de ruta, y también de subvenciones para conseguir un fin. Como dice Rodrik con la lucha contra el cambio climático como ejemplo, “antes que un palo como los impuestos al carbono o del mercado de emisiones, se trata de poner zanahorias al sector privado para que se actualice y se reubique en una senda más verde de tecnologías de energías renovables”.
Recuerda mucho al programa Green New Deal que Joe Biden puso en práctica en Estados Unidos, donde la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados (Arpa, por sus siglas en inglés) lleva desde los años cincuenta siguiendo estrategias similares. Creada por el Pentágono, la agencia ha ido ampliándose para abrir capítulos relacionados con la energía, la sanidad y la infraestructura. En el modelo Arpa, “en vez de limitarse a dar subvenciones, el Estado se dedica a coordinar a los actores clave en torno a una visión que incorpora objetivos de corto plazo para ir midiendo resultados y ajustando la estrategia”, explica Rodrik.
Además de las empresas, los actores clave pueden ser las universidades, la comunidad tecnológica y otras administraciones públicas. El Estado aporta capacitación para futuros empleados, acceso a tecnología, formación de pequeños empresarios, permisos, o simplemente la certeza de una hoja de ruta y la coordinación entre esos actores. “La tercera fase de todo esto es ir midiendo resultados, apostando por las inversiones que acercan la misión, abandonando las que no, y siguiendo desde ahí con un ciclo que se repite”, dice el economista.
La Estrategia Nacional de Alimentación que anunció en enero el Ministerio de Agricultura español, o la de la Industria Farmacéutica, anunciada en octubre por el de Sanidad, parecen encajar en esa idea de misión autoimpuesta que orienta al sector privado hacia unos fines que beneficien a la sociedad. De acuerdo con el desglose que hace la propia cartera de Sanidad, los objetivos de la Estrategia de Industria Farmacéutica son garantizar el acceso equitativo a los medicamentos, la sostenibilidad del servicio nacional de salud, y la innovación y competitividad de la industria.
Javier Padilla, secretario de Estado de Sanidad, reconoce que la idea de montar una estrategia ha tenido mucho que ver con “presiones alcistas que se están sintiendo en el gasto farmacéutico que ponen en riesgo su sostenibilidad y previsibilidad”. En los últimos años, la relación entre industria y Estado se había quedado muy reducida a la parte final de la cadena de valor, señala Padilla, “y estaba circunscrita casi únicamente a las condiciones de acceso a los medicamentos, el precio y la cantidad”. El objetivo de la estrategia es ampliar la participación del Estado a otros ámbitos de la cadena de valor: investigación básica, aplicada y todo lo relacionado con el desarrollo de la autonomía estratégica. “Pasar de un modelo basado en la oferta a uno basado en las necesidades, donde el Estado manda señales a los privados para indicar qué necesita y asegurarse la accesibilidad de los medicamentos”, indica Padilla.
“En la estrategia farmacéutica europea, uno de los principales elementos de discusión gira en torno a los desabastecimientos ahora que hemos dejado de tener un mercado global pacificado, con capacidad de garantizar bajos precios y suministro para todos los productos”, comenta el secretario de Estado. En su opinión, España tiene varias bazas para atraer inversiones y reducir grados de incertidumbre. Una de ellas es su tamaño como mercado farmacéutico, “uno de los grandes del mundo”. También su conexión con América Latina y una competitividad dentro del contexto europeo que se debe a “buenos niveles de formación, buenas condiciones de protección social y salarios más bajos”.
“Con las 174 plantas de producción de medicamentos que hay en España, el sector se ha convertido en una fuente importante de empleos de alta cualificación, con salarios por encima del promedio, mayor estabilidad, y un grado de tecnificación y feminización altos”, subraya Padilla en relación a los empleos productivos en servicios que defiende Rodrik. Con esa idea de aumentar la colaboración público-privada ya se han creado las empresas Certera (Consorcio Estatal en Red para el desarrollo de Medicamentos de Terapias Avanzadas) y Terafront Farmatech, donde el Estado figura como primer accionista con un 49% del capital. “No es algo que estemos acostumbrados a ver, la parte pública y la privada pensando en horizontes de 10 años o más para resolver problemas concretos con resultados medibles y riesgos verdaderamente mutualizados entre los dos”, dice el político.
Puntos de encuentro
El economista peruano Piero Ghezzi es una de las personas con más experiencia en proyectos de colaboración en los que el Estado facilita la vida a empresas que libremente deciden apuntarse para mejorar su productividad. Entre 2014 y 2016, los dos años que ejerció como ministro de Producción durante el Gobierno de Ollanta Humala, Ghezzi puso en marcha las que terminaron llamándose “mesas ejecutivas”, un punto de encuentro público-privado que de manera colaborativa trataba de eliminar cuellos de botella que estaban ahogando la productividad.
“Un ejemplo de las cosas que hicimos después de reunirnos con empresas de acuicultura fue la creación de una autoridad sanitaria para asegurar que las exportaciones peruanas acuícolas cumplieran con los estándares sanitarios y de calidad que exigían los mercados internacionales”, recuerda Ghezzi. “Proveer un bien público puede ser arreglar una institución que esté funcionando mal, o crear una que ni siquiera existía como en este caso, lo que sirvió para abrir el mercado de China a los langostinos peruanos”, añade. “Lo hicimos porque funcionaba, y poco a poco fuimos desarrollando una metodología que luego es rescatada por Dani Rodrik, [el también economista de Harvard] Ricardo Hausmann, el Banco Interamericano de Desarrollo, con estas ideas de política industrial moderna”, añadió.
En opinión de Ghezzi, una de la claves en esta metodología, que luego ha sido replicada en gobiernos tan dispares como el chileno de Gabriel Boric y el salvadoreño de Nayib Bukele, fue abrir las mesas para que se apuntaran las empresas de verdad interesadas en desarrollar esta forma de trabajar, “que exige más compromiso que el de solicitar una subvención”, y desarrollar de manera orgánica las capacidades de la parte pública y la privada. “Como dicen, comerse el elefante a pedacitos, empezando con misiones pequeñas para ir construyendo capacidad también en el Estado, porque también es algo más complejo que limitarse a dar subvenciones”, explica.
Además de mejorar la productividad para crear buenos empleos en todos los sectores de la economía, o de garantizar el acceso a bienes esenciales como los medicamentos, la mayor presencia del Estado es imprescindible en tecnologías tan poderosas como la IA, argumenta Katharina Pistor, profesora de Derecho en la universidad neoyorquina de Columbia. No solo porque muchos modelos usan datos compilados y categorizados por organismos públicos, como el AlphaFold de DeepMind (la IA de Google), sino porque tienen un potencial transformador demasiado grande. Como argumentan Simon Johnson y el Nobel de Economía 2024 Daron Acemoglu en su libro Poder y progreso, ni siquiera sabemos aún si servirán para potenciar el trabajo humano o para sustituirlo.
“Incluso sin la IA ya estamos siendo sujetos a un montón de influencias que no somos capaces de detectar fácilmente, algo que afecta a la forma en que entendemos el mundo, en la que pensamos sobre lo que es verdadero o falso, y en la que nos relacionamos unos con otros”, dice Pistor, que en 2019 publicó The Code of Capital —seleccionado por el periódico The Financial Times como uno de los mejores libros de 2019—, donde analiza la manera en que los sistemas jurídicos se arman para generar riqueza y desigualdad. “La IA podrá hacer mucho más rápidamente cosas similares, pero podemos perder una de las cosas más importantes para nosotros que es nuestra propia creatividad, nuestra búsqueda de lo nuevo… La IA está muy en el centro de lo que significa ser humano”, recuerda la académica.
En una columna de opinión publicada en noviembre en este periódico, Pistor hablaba de los obstáculos encontrados por California para aprobar una ley que regule el uso de la IA como ejemplo del lobby que ejercen las grandes tecnológicas. “Está en juego nuestra propia identidad como personas y los riesgos políticos son enormes, con la duda de estar o no siendo manipulados para creer en cosas que no terminamos de comprender”, escribió. “Ya hemos visto cómo internet se ha transformado en una máquina para la monetización, y el peligro ahora es que los datos son un activo infinito… A menos que encontremos una forma de detener su cosecha, los que controlan las plataformas digitales van a tener acceso a una fuente infinita de recursos que monetizarán con fines de lucro”, según Pistor.
Hasta el momento, la apuesta europea parece no quedarse atrás en la carrera por la productividad y el futuro sin traicionar sus valores de respeto a la propiedad intelectual y a la intimidad de los ciudadanos. Una pata de esa apuesta es la Ley Europea de Inteligencia Artificial que entró en vigor en agosto y ha sido criticada por su efecto desincentivador de inversiones. “Microsoft y Google han desarrollado nuevos modelos que en Europa no están disponibles porque cumplir con nuestras regulaciones es demasiado difícil y costoso, o directamente imposible”, indica Bertin Martens, investigador sénior en el centro de estudios europeo Bruegel. “El resultado es que las empresas europeas y los consumidores europeos se terminan quedando sin acceso a los modelos más avanzados”.
Conscientes de esa posibilidad, la segunda pata de la apuesta europea es generar las capacidades de cómputo que requiere la IA dentro de la Unión y desarrollar modelos que sí respeten la privacidad y se alineen con los valores democráticamente decididos por sus ciudadanos. En esa línea se inscriben las siete factorías de IA de la Unión Europea —una de ellas, en el Centro Nacional de Supercomputación de Barcelona, o CNS— y el anuncio en enero del modelo de IA Alia, desarrollado en el CNS con el objetivo de que las empresas e instituciones públicas españolas puedan incorporarlo a sus procesos, sin depender de tecnologías extranjeras y “con todas las garantías de transparencia y respeto a los derechos de autor”, como dijo a los periodistas durante la presentación María González Veracruz, secretaría de Estado de Digitalización.
Una idea insuficiente
Según Cecilia Rikap, directora de Investigación en el Instituto para la Innovación y el Propósito Público de University College London (dirigido por Mazzucato), la idea de las siete fábricas de IA es buena, pero insuficiente: “La capacidad de cómputo es una de las partes, pero también se necesita el ecosistema digital donde las start-ups europeas puedan vender los modelos de IA que entrenaron”. En su opinión, crear un marketplace propio se enfrentaría con la dificultad de atraer una demanda que ahora está concentrada en los ecosistemas desarrollados por las grandes plataformas tecnológicas: “¿Qué pasa cuando nadie vaya al tuyo y la demanda siga en Amazon, Microsoft, Google?”.
Rikap cree que los Estados europeos deberían sortear el escollo usando su propia capacidad de compra. “No digo solamente las oficinas de los ministerios, sino los servicios sanitarios, de educación, militares… Las grandes plataformas están desesperadas por tener como clientes a todas esas instituciones, pero los propios Estados podrían abastecerse de servicios a través de un marketplace verdaderamente público”, dice.
En su opinión, eso también serviría para que los Estados den directrices sobre los desarrollos de IA. “El Pentágono, con Darpa, no se limitaba a financiar, sino que daba una dirección a la innovación, el que marcaba la línea era el sector público poniendo por delante las prioridades científicas y tecnológicas de Estados Unidos”, recuerda. “Pero lo que está pasando hoy con la IA es que los que deciden cuál es la dirección, hacia dónde se avanza y qué IA tenemos son empresas; por eso creo que la solución no es simplemente poner un poco de política industrial acá y allá, sino planificar la innovación desde un espacio que sea verdaderamente democrático”, concluye.
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