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Elecciones EE UU
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las empresas de EE UU y su compromiso con la democracia

Para cuando los grandes titanes empresariales se den cuenta de los costes de apoyar a Trump, será demasiado tarde

Donald Trump Elecciones Estados Unidos
El expresidente Donald Trump hace campaña en Las Vegas (Nevada), el 9 de junio.Brendan McDermid (REUTERS)
Katharina Pistor

Las grandes empresas norteamericanas están en proceso de arremeter contra la democracia, o así parece. Stephen Schwarzman, de Blackstone, el conglomerado de inversión inmobiliaria y capital riesgo, es apenas el último líder empresarial en respaldar la candidatura de Donald Trump a la presidencia de EE UU. Los consejeros delegados de las principales empresas petroleras han hecho lo mismo, y Jamie Dimon, presidente de JPMorgan Chase, recientemente observó que las opiniones de Trump sobre la OTAN, la inmigración y muchas otras cuestiones críticas son “bastante acertadas”.

Mucho ha cambiado la cosa desde enero de 2021, cuando los seguidores de Trump asaltaron el Capitolio para impedir la certificación de la elección presidencial de 2020. En las semanas posteriores a la insurrección, muchas empresas prometieron solemnemente no financiar a aquellos candidatos que negaran que Joe Biden había ganado limpiamente. Pero estos compromisos terminaron siendo pura palabrería. El mundo empresarial nunca ha manifestado una verdadera afición por la gobernanza democrática, por supuesto. Cuando se trata de sus propias operaciones, prefiere la autocracia sobre el autogobierno. Los jefes ejecutivos exigen la obediencia de gerentes y trabajadores, y a los accionistas, que supuestamente son los dueños de las empresas, se los tranquiliza fácilmente con recompensas financieras. Rara vez concitan el tipo de acción colectiva que haría falta para obligar a los ejecutivos a rendir cuentas.

¿Qué hace que estos líderes empresariales sean tan poderosos? La respuesta habitual es que controlan los activos de la compañía. A esto se refería Karl Marx cuando decía que el control de los medios de producción les permite a los capitalistas obtener una plusvalía de la mano de obra. Desde entonces, los modelos económicos lo han reivindicado, demostrando que el control de los activos efectivamente se traduce en control de la fuerza laboral.

Pero las cosas son un poco más complicadas. Después de todo, Schwarzman y Dimon no son dueños de las máquinas de sus empresas o de los edificios que alojan a los operadores, inversores o personal bancario que trabajan para ellos. Pueden ser dueños de acciones en sus imperios empresariales, o de opciones para comprar más acciones en sus empresas, pero estas tenencias, por lo general, solo representan una fracción del total de acciones en circulación. Y si bien a los accionistas, en conjunto, muchas veces se los califica como propietarios, el capital no les da control de las operaciones de la empresa o sus activos. Más bien, confiere un derecho para votar por los miembros del consejo, operar con autocartera y recibir dividendos.

Sin embargo, mientras que los consejeros delegados mandan como si fueran los verdaderos dueños, lo hacen a través de un poder que está plasmado en las herramientas legales que utilizan para construir sus imperios. Pueden depender de leyes corporativas y laborales que privilegian a los accionistas sobre los trabajadores, regulaciones financieras que protegen la estabilidad de los mercados financieros y la generosidad de los bancos centrales y de los contribuyentes, que, con frecuencia, rescatan a sus empresas cuando estas se han extralimitado.

Son pocas las veces en que se reconocen estas dependencias, mucho menos el papel crucial que juega la democracia a la hora de establecer la legitimidad y autoridad de la ley. Los líderes empresariales se sienten más cómodos cerrando acuerdos consigo mismos que sometiéndose a un autogobierno colectivo, pero también dependen profundamente de la ley y del sistema político que la sustenta.

Al actuar en interés propio, están replicando la historia temprana de la construcción del Estado, que el difunto sociólogo Charles Tilly comparó con el “crimen organizado”. En los primeros tiempos de la Europa moderna, los líderes políticos se mantenían en el poder cerrando acuerdos regularmente con sus amigos, que luego sellaban más acuerdos con clientes a quienes necesitaban de su lado. El resto de la sociedad servía como soldados de a pie: un recurso que era explotado por los poderosos para financiar el mantenimiento de la paz interna y externa.

Pero ahí reside el problema. A diferencia de los acuerdos que están incorporados en la ley, estos tipos de acuerdos no son implementables. Nada impide que un futuro presidente rompa las promesas que hace a los líderes empresariales en el periodo de campaña, y Trump ha dejado muy claro que tiene poca paciencia para la ley y las limitaciones que esta le impone como líder empresarial, presidente o ciudadano común. Esto lo convierte en un socio comercial muy poco fiable, y en un candidato claramente peligroso para la presidencia.

Sin embargo, muchos líderes empresariales están haciendo la vista gorda ante todo esto. Apuestan por más empoderamiento, menos impuestos y restricciones legales y regulatorias más livianas. Algunos intentarán cerrar acuerdos para impedir que Trump se vengue de ellos por alguna deslealtad o desaire pasados. Pero lo que todos recibirán, en definitiva, es incertidumbre legal —lo cual es perjudicial para los negocios—.

Llamémoslo el síndrome de Hong Kong. Cuando los defensores de la democracia y del Estado de derecho salieron a las calles en Hong Kong para resistir el control central por parte del Gobierno chino continental, la mayoría de los líderes empresariales —y los jefes de las grandes firmas legales y contables— guardaron silencio y luego aceptaron la ley de seguridad que puso fin a la relativa autonomía de Hong Kong. Supuestamente, le tenían más miedo a la gente que al Estado chino, y así recibieron con agrado el restablecimiento del orden después de reprimidas las manifestaciones.

Pero esta estrategia ha resultado contraproducente. El control estatal se ha vuelto más férreo no solo contra los defensores de la democracia, sino también contra las empresas. Las empresas han recurrido a la autoayuda y trasladaron centros de datos a otras jurisdicciones, les dieron a sus empleados en Hong Kong teléfonos móviles de un único uso y redujeron su presencia en una ciudad que, alguna vez, destacó como un mercado global y un centro financiero de primer orden.

No entendieron que la autodefensa individual es más costosa y menos efectiva que la autodefensa colectiva. Esta última exige una democracia constitucional vibrante en la que el Estado de derecho refleje un compromiso genuino con un autogobierno robusto, y no que sirva para que las grandes empresas impongan su voluntad. Para cuando Schwarzman, Dimon y otros titanes empresariales de Estados Unidos descubran los costes de arremeter contra la democracia al apoyar a Trump, será demasiado tarde.

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