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VIOLENCIA EN ECUADOR
Tribuna
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Guayaquil, foco mundial del tráfico de drogas: la alianza entre pandillas, el cartel de Sinaloa y paramilitares colombianos

Una investigación de Crisis Group demuestra que el narcotráfico con arraigo en Ecuador se teje por una serie de asociaciones internacionales

Un soldado monta guardia en el puerto marítimo de Contecon en Guayaquil, Ecuador, el 5 de febrero de 2025.
Un soldado monta guardia en el puerto marítimo de Contecon en Guayaquil, Ecuador, el 5 de febrero de 2025.Cesar Munoz (AP)

A Germán, un nombre cambiado por seguridad, le gusta contar historias sobre su barrio en Guayaquil, cuando era un lugar tranquilo en el que los niños jugaban en la calle y donde a menudo había partidos de fútbol y eventos musicales. Hoy, el miedo ha remplazado esa confianza entre vecinos. Nadie se atreve a salir después del atardecer. Muchos niños estudian de manera virtual para evitar el riesgo de una bala perdida. A todos, absolutamente todos, les toca pagar la extorsión.

Lo que es particularmente doloroso para Germán es que sus recuerdos no son de hace décadas; su barrio se transformó de manera drástica en apenas dos años. En enero de este año, la tasa de homicidios en Ecuador indica que una persona es asesinada cada hora. En un país en crisis, Guayaquil es uno de los epicentros de la violencia.

Esta ciudad portuaria es quizá el caso más emblemático de la expansión del crimen organizado y la ola de violencia que se esparce por la región, sacudiendo países que fueron hace poco los más seguros. Ecuador se ha convertido en el epicentro del conflicto como resultado de tres decisiones claves tomadas por narcotraficantes internacionales a finales de la década pasada con el fin de maximizar sus rentas. Primero: priorizaron el tráfico en grandes cantidades por medio de contenedores. Segundo: buscaron abrir nuevos mercados, sobre todo en Europa. Y por último: diversificaron las rutas fuera de Colombia, donde los puertos están más vigilados. Ecuador, con un fuerte intercambio mercantil hacia Europa y unas instituciones que no estaban preparadas para el embate del narcotráfico, fue presa fácil.

Un soldado detiene a un joven durante un recorrido en el barrio Flor de Bastión, al Norte de Guayaquil, durante un toque de queda, en enero de 2024.
Un soldado detiene a un joven durante un recorrido en el barrio Flor de Bastión, al Norte de Guayaquil, durante un toque de queda, en enero de 2024.Santiago Arcos

La llegada del narcotráfico a nuevos rincones no es la única tendencia nueva y preocupante. Un reciente estudio del International Crisis Group, basado en trabajo de campo en Ecuador, Colombia, Honduras, Guatemala y México, muestra hallazgos claros. Por décadas, los gobiernos de la región, presionados y financiados por Estados Unidos, han buscado limitar la cantidad de drogas que llegan al mercado. Para ello, ha priorizado capturar o dar de baja a capos y llevar a cabo acciones militares que buscan fracturar a los grandes grupos narcotraficantes. Respondiendo a estos embates, el crimen organizado se ha fragmentado y descentralizado, volviéndose más resiliente a las medidas de seguridad adoptadas en su contra. Así, la guerra contra las drogas no solo ha fracasado en disminuir la producción de estupefacientes (hoy en día se producen y consumen más drogas que nunca en la historia), sino que ha resultado en una proliferación de bandas que hoy funcionan cómo una flexible red criminal que se expande por el mundo.

Nuestra investigación muestra que una ruta que lleva droga desde el lugar de producción hasta su punto de venta involucra hoy en día fácilmente a media docena de grupos en distintos países, conectados entre sí por poco más que alianzas fluidas. Como en cualquier negocio multinacional, se requiere de inversores y administradores. Los llamados “narcos invisibles” aportan el capital inicial, escogen a los operadores, y organizan la cadena de logística. Ellos se asocian con organizaciones, tales como el Cartel de Sinaloa o el Cartel Jalisco Nueva Generación, que cuentan con un nivel de sofisticación que les permite organizar las rutas transnacionales.

A su vez, estos grandes conglomerados subcontratan a grupos más pequeños para que provean la droga y la lleven hasta el lugar donde sale hacia los mercados. Bandas nacionales, tales como Los Choneros en Ecuador o el Ejercito Gaitanista en Colombia, prestan estos servicios: consiguen la materia prima, refinan o cocinan la droga y la alistan para ser exportada. Por su parte, estas organizaciones subcontratan a grupos aún más pequeños para que almacenen la droga, controlen las rutas, fronteras y puertos por donde pasa la mercancía. Estas pandillas también controlan el mercado local.

Una niña observa los restos de un autobús incendiado en una serie de ataques ocurridos tras la desaparición de Adolfo Macías, líder de Los Choneros, en enero de 2024 en Guayaquil.
Una niña observa los restos de un autobús incendiado en una serie de ataques ocurridos tras la desaparición de Adolfo Macías, líder de Los Choneros, en enero de 2024 en Guayaquil.VICENTE GAIBOR DEL PINO (REUTERS)

En este modelo, la violencia no es un resultado de un desequilibro sino, por el contrario, el fundamento de la estructura. Los múltiples grupos criminales locales, por ejemplo, se pelean entre sí para concretar sus relaciones comerciales con los pocos clientes internacionales existentes. Este es el caso de Guayaquil, donde mucha de la violencia es el resultado de peleas entre bandas locales que quieren trabajar con grupos nacionales.

La violencia hacia las comunidades también es constante; incluso en países con una larga tradición de narcotráfico, tal como México y Colombia, muchos habitantes afirman que la violencia se ha ensañado con la población civil más que nunca. Las bandas locales, empoderadas por su relación con grupos reconocidos, extorsionan y secuestran, y el reclutamiento de menores es pan de cada día. Los enfrentamientos entre grupos armados generan desplazamiento, confinamiento forzoso y crean fronteras invisibles que nadie puede cruzar. En zonas donde los jóvenes no cuentan con oportunidades de trabajo formal, las estructuras criminales ofrecen ingresos, acceso a poder y la posibilidad de ascenso que sociedades excluyentes les niegan a los sectores más pobres. Las mujeres viven una situación especialmente dramática, pues son presionadas a tener relaciones con integrantes de las bandas armadas. Mientras tanto, más y más agentes del Estado a lo largo de la región se enfrentan al dilema conocido como “plata o plomo”: o aceptan ser cooptados por los narcotraficantes o sus vidas corren peligro.

En este nuevo contexto, muchas comunidades en América Latina exigen que sus gobiernos hagan lo necesario para reducir la violencia. Pero es aquí donde la evidencia se choca con el ímpetu político. La mano dura y la militarización solo traen éxitos pasajeros y, por el contrario, pueden producir en el mediano y largo plazo más violencia. Sin embargo, Donald Trump ha puesto el fortalecimiento de la guerra contra las drogas en el centro de su agenda, apostándole a estrategias tradicionales tales como capturas de alto valor, y de paso ha empoderado a gobiernos en la región, como los de El Salvador y Ecuador, que han hecho eco de esta filosofía.

Jóvenes detenidos por su presunta implicación con la masacre en el barrio Socio Vivienda 2 son mostrados a la prensa, el 7 de marzo en Guayaquil.
Jóvenes detenidos por su presunta implicación con la masacre en el barrio Socio Vivienda 2 son mostrados a la prensa, el 7 de marzo en Guayaquil.Cesar Munoz (AP)

Este es el momento en el que América Latina debe aprender tanto de los éxitos como de los fracasos de los últimos 30 años de lucha contra el crimen organizado. Aunque no hay una cura fácil para el desbordante papel de estos grupos criminales, hay medidas necesarias para mitigar la ola de violencia que vive la región, empezando por la urgente tarea de ofrecer alternativas económicas que sean viables. También es indispensable crear policías comunitarias que sean receptivas a las preocupaciones de los residentes, y modernizar los sistemas de justicia para bajar la tasa de impunidad para delitos violentos (que hoy superan el 90 por ciento en varios países), debilitar redes delictivas y dar justicia a las víctimas. Los gobiernos deben impedir que grupos criminales sigan usando las cárceles en centros de operaciones, luchar de manera más efectiva contra la corrupción y buscar maneras de restringir el flujo de armas. En casos específicos, puede ser sensato negociar con grupos criminales.

Estas soluciones requieren paciencia, compromiso político y un presupuesto suficiente. Y mucho valor, dado el ambiente político preponderante. Pero la métrica que debe guiar a los gobiernos, más que cuántas toneladas de droga han sido incautadas o el número de capturas, es si se han mejorado la vida de las comunidades que viven bajo el yugo de estos grupos. Si las políticas de control de droga siguen fomentando la violencia en América Latina, Estados Unidos y Europa no deben sorprenderse si sus contrapartes un día deciden dejar de cooperar completamente.

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