Jordi Mollà, un actor tan tímido que no se atrevió a salir al recreo hasta tercero: “No tenía amigos, era un marciano”
El catalán se ha trasladado a Marbella para pintar durante una semana las obras de su nueva exposición. Tiene pendientes tres películas con Will Smith, Tommy Lee Jones y Olmo Schnabel
De tanto verlo en papeles de narcotraficante, encontrarse con Jordi Mollà (L’Hospitalet de Llobregat, 53 años) en un apartamento prestado de Puerto Banús dispara la imaginación. La vivienda, que le ha dejado el anticuario Rafael Reyes, ha sido transformada temporalmente en un enorme estudio de pintura. Fuera, en el corazón del lujo de Marbella, hace uno de esos raros días nublados en la Costa del Sol en los que el aire pesa. Denso, cargado de humedad. Hace que cualquier actividad vaya acompañada de sudor. Hasta respirar. O pintar, como hace Mollà, con camisa empapada, melena recogida, barba de tres días. Mientras se enciende un cigarro, da la sensación de que en alguna parte debe de haber pistolas, un par de sicarios y que vamos a asistir a una negociación con mercancía ilegal.
De momento, lo que hay son paletas en el suelo, pinceles sobre la mesa, botes de pintura por todas partes. Y las dos personas que le acompañan son su agente y su sobrino Néstor Mollà, de 23 años, que también es actor. A él le pide una copa de vino blanco fresquito para combatir el calor. “Todo tiene un límite, pero no digo que no volvería a hacer de narco”, apunta el actor, aunque lo suyo ahora es otra cosa: “Me preocupa cada vez más qué hago con mi tiempo, necesito estar ocupado. Y pintar es como tener un amigo”, afirma.
La última vez que se vio en pantalla a Jordi Mollà fue en la segunda temporada de Tom Clancy’s Jack Ryan, serie que Amazon Prime Video estrenó en 2019. Desde entonces, nada. ¿Qué ha hecho en este tiempo? “No me preguntes mucho sobre qué hago con mi tiempo porque me acojono”, dice. “Mi vida se ha basado tanto en la creatividad que ahora salir de ahí me cuesta. No puedo parar quieto. ¿Qué coño hago durante todo el día?”, se cuestiona. A pesar de que los rodajes están a fuego lento por la pandemia y él sigue sin encontrar proyectos que le atraigan especialmente, no está precisamente quieto: ultima la edición de un libro sobre pintura, acaba de rodar un documental que pretende estrenar en Art Bassel Miami, tiene listo un guion, lleva dos exposiciones este verano y se le ha visto en redes sociales tocando la batería. Incluso ha escrito a Antonio Banderas para ofrecerse a dirigir la obra Simón y el desierto, de Luis Buñuel, en el Teatro del Soho. “Pero no me ha hecho ni puto caso, tengo que hablar con él”, señala.
Mollà lleva casi toda su vida pintando. El salto a la fama, en cambio, le llegó con el cine, su pasión. Su sobrino escucha con atención cuando su tío habla de sus inicios, de cómo decidió su futuro. A los 14 años ya sabía que quería dedicarse a la interpretación. Cuando se lo dijo a su padre, vendedor de ajos, le dio un consejo. “Me dijo: tú haz administrativo, porque igual acabas en Mercabarna trabajando conmigo. Luego, si sigues con esa ilusión de ser actor, ya vemos”, rememora Mollà.
El camino empezó pasando de una escuela minúscula a compartir aula con casi 200 alumnos que querían ser contables. Su timidez le llevó a no salir al recreo hasta el tercero. “No tenía amigos, yo era un marciano en ese contexto”, recuerda. Sus padres le apuntaron a tenis para que se juntara con chicos y chicas de su edad: “No podía relacionarme, pero de repente era un showman y la gente me miraba. Cuando me daba cuenta, desaparecía. Era un personaje curioso”. Relata que se pasó los cinco cursos de contabilidad copiando, que nada le interesaba de allí. Solo quería hacer películas. Se apuntó a una bolsa de trabajo y le llamaron a una entrevista en La Caixa. Acudió, pero nunca atravesó la puerta, prefirió volver puntual a su casa para almorzar. “Darme la vuelta, no entrar, cambió mi vida”, señala.
Entre sorbo y sorbo de vino blanco cuenta que en sus inicios tuvo mucha suerte. Acudió al Instituto del Teatro de Barcelona y fue uno de los 20 elegidos de los 1.500 que querían entrar allí. Luego, su representante, Katrina Bayona, le seleccionó entre 300 actores. “Algo debía tener, pero fui muy afortunado”, dice. Sus primeros pinitos en la pintura son de aquella época, pero entonces se dio a conocer como actor en películas que marcaron los noventa como Jamón, Jamón o Historias del Kronen. Trabajó con Mariano Barroso, Bigas Luna, Fernando Colomo, Pedro Almodóvar o Ricardo Franco. Pasó a ser una de las caras más conocidas y deseadas del cine español –tiene cinco candidaturas a los Goya– y pronto hizo las américas. Participó en superproducciones de Hollywood –Blow, con Johnny Depp y Penelopé Cruz, Riddick, Bad Boys II, Noche y día–. Se fue a vivir a Los Ángeles y ahora reside en Miami. “Todo el mundo habla español allí. Hay cubanos, colombianos, la comunidad latina es muy fuerte. Todo es más relajado, hay playa, tiene algo de Andalucía, pero estás en Estados Unidos. Es un lugar particular”, dice Mollà, que cree que su país de residencia actual es “muy contradictorio”. “Tienes una idea y todo el mundo te ayuda, es muy de emprender; pero la gente va armada. Es raro”, apunta.
Allí pasó el confinamiento. A pesar de su preocupación por llenar el tiempo, no descansó. Se dedicó a pintar e invitó a un amigo de Nueva York a casa para que le hiciera “un chorro de fotos”. De ahí ha surgido un libro que se podría resumir en Jordi Mollà y el confinamiento. Tiene dos tomos. El primero con fotos del proceso de creación y el segundo con las 80 obras que resultaron del trabajo en aquel periodo. Solo se publicarán 200 ejemplares. “Si alguna editorial luego quiere sacar más, pues ya se verá”, dice pareciéndose a su padre. En España ha inaugurado este verano la exposición Say yes to life en Mallorca, donde aprovechó su visita para grabar un corto durante dos semanas junto a su amigo el artista Domingo Zapata. Titulado Dos amigos, un pincel y una paella, espera presentarlo en diciembre en la feria Art Bassel Miami. “Ves. Es que no puedo estar quieto”, insiste. Suspira, da un trago al vino y enfoca sus ojos verdes unos momentos hacia el infinito.
Anda buscando algún nuevo proyecto que le atraiga. “Da igual que sea una gran producción o algo pequeño. Debe atraerme. Es como enamorarte de una chica: puedes tener una idea pero luego al conocerla surge o no. Con los guiones pasa igual. Lees algo y lo sientes o no”, dice. Son motivos que le llevaron en su día a rechazar papeles fijos en series como Perdidos o Narcos. Ahora, mientras encuentra su hueco, no rechaza volver a hacer de malo: “Es súper divertido, da más juego. Aunque no estés en pantalla, siempre lo estás, te están esperando. Y si eres un malo guapo como yo, te salen más novias”. Por ahora tiene pendientes tres películas que, como casi todo en tiempos de pandemia, están en el aire. Una es junto a Tommy Lee Jones y otra junto a Olmo Schnabel, hijo del artista Julian Schnabel. La tercera es El Alquimista, basada en la obra de Paulo Coelho y promovida por Will Smith. Al actor norteamericano se lo encontró hace unas semanas en Estados Unidos. “Su hermana me pidió una foto con sus hijos. Yo a él no le pedí una, fui tonto”, dice. En su cuenta de Instagram hay imágenes junto a Pharrel Williams, Alejandro Sanz, Terry Gilliam, Lenny Kravitz y John Travolta. También al lado de otras caras conocidas que tienen cuadros suyos, como Johnny Depp, Nicky Jam o Dj Khaled. “Hay más gente que ha comprado, pero es anónima”, asegura quien también vendió una de sus obras a la familia Thyssen. Más reciente es la foto que comparte con Diego El Cigala, con el que pintó un cuadro a medias. La obra ha presidido estos días el salón del apartamento de Puerto Banús.
Mollà actualiza ahora su Instagram cada pocos días, pero estuvo 400 sin aparecer por ahí. “El año pasado, con lo que estaba pasando, era de reflexión. No era el momento de decir nada”, asegura. Ha vuelto a internet por sus cuadros, por mostrar lo que hace. Entiende que haya quien le interese qué hace y a quién no: “Hoy todo el mundo es protagonista de todo. Puede ser, claro, pero es un delirio que hasta un perro pueda tener cinco millones de seguidores. ¡Un perro!”. Comenta que se siente cada vez más vigilado, pero no por las redes sociales, sino por todas las consecuencias de la pandemia, las restricciones. Por eso su guión lo protagoniza un soldado al que le piden que vigile algo pero no sabe el qué y, al final, resulta que al que vigilan es a él. Prefiere no seguir por ahí, por la crisis sanitaria. “Hablemos de otra cosa”.
La conversación se dirige hacia los dos enormes cuadros que tiene frente a su silla en este rincón improbable de Puerto Banús. Son dos jarrones repletos de flores que ha pintado sobre antiguos bodegones, oscuros, clásicos. Forman parte de las 17 obras de su nueva exposición en Marbella, titulada The Flower Power In The House. La nota de prensa dice que todas están basadas en la vegetación local. “Sí, es así. Andalucía es frondosa, me apetecía buscar lo que aquí está en el aire. Como esos colores, los morados, que he visto en la autopista”, apunta Mollà. Cuenta que a cada sitio al que va pinta diferente –ya sea la Mostra de Venecia o Miami- y que lo hace pensando en el público local. ¿Cómo es el de Marbella? “Aquí hay una gente muy colorida, elegante, gentil, educada, con sentido del humor. Un poco destroyer pero con clase. Estos cuadros tienen muchas cosas en común con Marbella, van muy bien con su luz”, subraya para destacar que no vende su obra a cualquiera. “Me ha pasado: mira, no te lo vendo. Para venderle me tiene que caer bien esa persona, que haya buena onda. A veces incluso le digo: llévatelo si lo quieres, róbalo, te doy permiso”, afirma.
El calor no cesa, el vino se acaba. Entonces Mollà habla de su gran timidez, la que también tenía Dalí. Y de repente habla sobre otro de sus ídolos, Ayrton Senna, su honestidad, su accidente que salvó vidas. Entonces detiene la entrevista. Se levanta y dice: “Hasta aquí”. Tiene razón, la conversación se ha extendido diez minutos más de lo acordado. Se acerca la noche y pregunta a sus compañeros dónde irán a cenar. Y en el aire del apartamento en Puerto Banús, en esa “burbuja rarísima” que es Marbella, sobrevuela la duda que él enuncia en voz alta. “Ahora pinto pero, si mañana dejo de pintar, ¿qué hago?”.
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