En las entrañas de Don Julio, el mejor asador del mundo: “Aprovechamos hasta el último gramo de la vaca para honrarla”
Turistas de todas partes viajan a Buenos Aires para probar la carne de esta parrilla. Su fundador, Pablo Rivero, ha rescatado los fundamentos de la ganadería argentina y, de paso, ha revolucionado un barrio entero
Argentina nació literalmente de las entrañas de los españoles. Los conquistadores que llegaron al Río de la Plata en 1536 se devoraron los unos a los otros para intentar sobrevivir al hambre y al asedio de las tribus querandíes. “Las cosas que allí se vieron no se han visto en escritura: comer la propia asadura de un hermano”, relató el poeta extremeño Luis Miranda de Villafañe, que acompañó a Pedro de Mendoza en la fundación de Buenos Aires. Los episodios antropofágicos ocurrieron a orillas del Riachuelo, en lo que ahora es el barrio porteño de La Boca. Pero Jorge Luis Borges aseguraba que la ciudad había surgido más al norte, en la más pintoresca zona de Palermo. “En una manzana entera…, una manzana pareja que persiste en mi barrio: Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga”, escribió en su poema Fundación mítica de Buenos Aires. Don Julio, la mejor parrilla del mundo, se alza en la intersección de las calles de Guatemala y Gurruchaga, a 100 metros de la casa donde Borges pasó su infancia. Unas 700 personas, locales y turistas, peregrinan cada día hasta esta esquina para comer media tonelada de la carne argentina más excelsa: asado, vacío, entraña, ojo de bife, bife ancho, bife angosto, lomo, cuadril y otra docena de cortes. Es una sincronía muy borgiana que la parrilla más famosa de Argentina esté tan cerca de donde creció el escritor más famoso del país, quien, por cierto, era un gran entendido en el arte del asado.
El asado es una religión en Argentina, donde, según cifras de 2022, se consumen unos 118 kilos de carne per capita (en España se comen unos 50 kilos por persona al año). Si Don Julio es una catedral para carnívoros, Pablo Rivero (Rosario, Santa Fe, 44 años), su fundador y propietario, es el líder de esta iglesia. Él preside cada día la liturgia que se celebra alrededor del fuego: vigila el encendido de las brasas —se hace con carbón de quebracho blanco de la provincia norteña de Santiago del Estero—, “bendice” la carne que se va a servir —novillos de más de 500 kilos procedentes de su propio programa de cría sostenible— y examina los vinos, una carta con más de 1.600 etiquetas que recorren los últimos 100 años de la historia vinícola del país.
Los simples mortales que no logran reservar una mesa en Don Julio —la lista de espera es de más de dos meses— hacen cola desde temprano con la ilusión de formar parte de esta ceremonia. Eso hace que esta esquina sea una de las más animadas de Palermo, un barrio de inmigrantes reconvertido en zona de moda y restauración. La intersección de las calles de Guatemala y Gurruchaga nunca duerme. El centenar de empleados que trabajan aquí hacen unos 300 servicios al mediodía y otros 400 por la noche. Aquí, “Dios” es el único que no tiene que hacer cola ni esperar para comer. En marzo, Lionel Messi, el astro del fútbol que consiguió la tercera Copa del Mundo para Argentina, fue a cenar a Don Julio. El rumor sobre su presencia corrió como la pólvora y a los pocos minutos la esquina se llenó de vecinos e hinchas. El capitán de la selección tuvo que salir escoltado por la policía mientras la multitud le cantaba Muchachos, el himno extraoficial de Argentina en el Mundial.
Pablo Rivero, rosarino como Messi, acaba de ganar su propia copa del mundo. En marzo, la misma semana en la que La Pulga cenó en el restaurante, Don Julio se consagró como la mejor parrilla en el ranking World’s 101 Best Steak Restaurants y desbancó al londinense Hawksmoor. Desde esta semana, también ocupa el puesto 19º en la última lista The World’s 50 Best Restaurants, colocándose por delante de templos de la gastronomía española como Elkano, Mugaritz o Quique Dacosta (el año pasado estaba en la decimocuarta posición). Y acaba de recibir la bendición del mismísimo Ferran Adrià, padre de la cocina molecular. “Si en 10 años hay mil Don Julio, va a haber una revolución gastronómica en la Argentina”, dijo Adrià hace unos días durante una visita a Lima. “Es un icono, eso hay que entenderlo. Está por encima de que se coma muy bien. Ha demostrado que se puede evolucionar la parrilla, los puntos de cocción son maravillosos y hay una búsqueda por madurar las carnes”, explicó el cofundador de extinto elBulli, considerado cinco veces como el mejor restaurante del mundo.
“Estas listas son un medio para que el público conozca el restaurante, pero para mí no son un fin en sí mismo. El día que se conviertan en un fin, dejaré de disfrutar de mi trabajo”, aclara Rivero a El País Semanal una calurosa mañana de febrero en Buenos Aires. Son las 10.30 y los maestros parrilleros ya están encendiendo el fuego para los servicios del mediodía. Fuera, en la calle, turistas de todo el mundo se apuntan en una eterna lista de espera. “En Argentina todos sabemos algo de fútbol y política y mucho sobre asado”, continúa Rivero. En realidad, nadie sabe más que él sobre el asado. Sus abuelos Valentino y Lola regentaban una carnicería en su Rosario natal, en la provincia de Santa Fe. Sus padres, Enrique y Graciela, se dedicaban a la producción ganadera. La vida de este hostelero, como la de todos los argentinos, está atravesada por la carne.
Don Julio abrió sus puertas en noviembre de 1999, en vísperas de la mayor crisis económica en la historia de Argentina. El negocio ganadero de los Rivero había quebrado unos años antes y la familia se había tenido que mudar a Buenos Aires, al barrio de Palermo, a la segunda planta de la casona decimonónica donde ahora opera el restaurante. “Debajo de la casa ya había una parrilla. Se llamaba Los Barrilitos y era muy mala. Cuando mi mamá se enojaba conmigo, me decía: ‘Andá a comer abajo’. Un día, con 19 años, les dije a mis padres: ‘Yo puedo hacerme cargo del local y creo que nos puede ir bien’. Increíblemente, les pareció una buena idea. No sabíamos nada sobre este negocio, pero veníamos del mundo de la carne y sabíamos perfectamente lo que teníamos que hacer”, recuerda.
Rivero conservó la esencia del local, el sabor de las viejas fondas porteñas: las paredes revestidas con botellas de vino hasta el techo, los suelos de baldosas hidráulicas, las sillas y mesas de madera originales… Pero lo rebautizó Don Julio en honor a un vecino de su familia, un amigo que los ayudó cuando llegaron a Buenos Aires. Dice que el nombre de Julio es una manera de no olvidar quién es y de dónde viene. La crisis financiera de comienzos de los dos mil no solo asoló a los Rivero, sino también a todo el sector ganadero argentino. En las parrillas porteñas se puso de moda la ternera, que era más barata y menos sabrosa. Para comer una buena carne había que ir a los restaurantes franceses o vascos de Recoleta. “Me crie viendo a mi papá seleccionar animales en pie en el mercado ganadero de Rosario. Así que empecé a trabajar el novillo pesado en una ciudad donde solo se servía ternera. Mi idea era volver a ofrecer en una parrilla de barrio un producto noble que se había perdido. El éxito fue inmediato”, reconoce. Su abuela Lola, inmigrante española, fue clave en esta historia. Ella se puso al mando de la cocina.
Rivero tuvo claro desde el principio que en su restaurante tenía que contar su historia con la carne, que en definitiva es la historia de Argentina, un país con 45 millones de personas y más de 50 millones de cabezas de ganado. “En Elkano, en Getaria, se habla del mar, del Cantábrico. Aquí, en Don Julio, se habla de la Pampa, de estas latitudes”, reflexiona. La vaca dibujada en el menú del restaurante ofrece una lección de anatomía y muestra a los turistas de dónde salen los diferentes cortes: el asado, el vacío, la entraña, el ojo de bife, el lomo, el cuadril… “Quería resolver de la manera más ética posible el dilema del omnívoro, el dilema de trabajar con el sacrificio de un animal para que otro animal, nosotros, pueda vivir”, explica. Lo resolvió aprovechando todas las partes de la vaca. El pan se elabora con la grasa del novillo, y los chorizos, morcillas y embutidos se hacen con las tripas naturales. “Aprovechamos hasta el último gramo, es nuestra forma de honrar al animal”, dice.
La materia prima que se utiliza aquí es la más pura que existe en Argentina: novillos pesados aberdeen angus y hereford, bestias pacíficas criadas de forma tradicional, a campo abierto, y alimentadas con pasturas naturales. Solo trabajan con ganaderos que emplean técnicas regenerativas, una ganadería limpia sin fertilizantes, pesticidas, plaguicidas o herbicidas. “En este país hay más vacas que personas. Podemos enseñarle al resto del mundo cómo lo hacemos. Nuestros animales pastan libremente, capturan carbono, abonan el suelo y dan alimento noble”, señala Rivero. No entiende las voces críticas contra la industria cárnica. “Somos la única especie que no piensa en su propia supervivencia. El hombre dio un salto evolutivo impresionante a partir del consumo de proteína animal. Si dejamos de comer carne, vamos a involucionar en los próximos 2.000 años”.
Cada mes, más de 20.000 carnívoros almuerzan y cenan en Don Julio. El restaurante da trabajo a 115 personas. Doce maestros parrilleros están al mando de las brasas. Trabajan a la vista de todos. “Son las estrellas”, dice el hostelero. “Pero tienen que desarrollar una aptitud muy difícil: la humildad. La humildad de saber que su trabajo consiste en no arruinar el producto. Ahí radica su grandeza”. Los dos platos más demandados son los más sabrosos y escasos: las mollejas de corazón y la entraña o diafragma. De un animal de 500 kilos solo se pueden extraer un par de porciones de estos manjares.
Guido Tassi, alumno del francés Michel Bras, es el chef asesor de la parrilla. Tassi se ocupa de confeccionar los menús de temporada y de idear nuevas ensaladas, embutidos y postres. Los tomates y verduras, cultivados en 30 hectáreas de huertos orgánicos propios, y la carta de vinos completan el menú. Las 60.000 botellas que duermen en la cava son un museo del vino nacional. Las más antiguas, de 1923, rozan los 1.000 euros.
Pablo Rivero es un hostelero, pero también es un conservacionista del barrio. A una manzana del restaurante transformó una plaza abandonada en un huerto urbano. “La plaza estaba destruida, tomada por la barra brava de River Plate. Un día, el alcalde de Buenos Aires vino a comer a Don Julio. Pablo se le acercó y le propuso convertirlo en huerto. A los 15 días, estaba firmado el permiso”, explica Graciela, la madre del empresario. Ella es la encargada de coordinar a una docena de vecinos que plantan tomates, lechugas, puerros, berenjenas… Cruzando la calle, Rivero abrió una carnicería en plena pandemia. Fue un éxito instantáneo. “Teníamos mucha carne, pero no teníamos donde ofrecerla porque el restaurante estaba cerrado. Y teníamos más de 200 empleados que no podían irse a la calle”. Su hermana dirige esta división del negocio. “Tenemos ocho toneladas de carne de stock. Parece mucho, pero cada día se consume media tonelada”, explica Yamila Rivero, que ha recuperado algunas antiguas técnicas de su abuelo carnicero.
A solo 100 metros, enfrente de la casa donde se crio Borges, está El Preferido, uno de los bares más antiguos de la ciudad. El escritor lo describía como “un almacén rosado como revés de naipe” en su poema Fundación mítica de Buenos Aires. Rivero lo ha salvado de la bancarrota y lo ha convertido en uno de los sitios de moda.
Ahora, el universo Don Julio da trabajo a más de 200 personas en el barrio. Pablo Rivero tiene previsto abrir dos locales más en la zona. Y fantasea con tener una parrilla en Madrid. “Pero no se va a llamar Don Julio”, aclara. Le han ofrecido muchas veces vender la marca o abrir franquicias. Siempre dice que no. “Este es y será el único Don Julio, el de Guatemala y Gurruchaga”, concluye. “Aquí me enamoré. Aquí mi mujer rompió aguas. Aquí despedí a mi abuela. Mis hijos se criaron entre estas mesas y se alimentaron en esta cocina. Para mí no hay otro destino para este sitio”. Todo empieza y termina aquí.
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