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ESPECIAL CIUDADES
Tribuna
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Un laboratorio para las personas, el planeta y la democracia

En este texto esperanzador, aunque también realista, la arquitecta mexicana Fernanda Canales desgrana los proyectos que la primera mujer alcaldesa de Bogotá, Claudia López, desarrolla en la ciudad

Colombia
Puño

Colombia es uno de los países con mayor credibilidad para implementar rápidamente cambios urbanos baratos de alto impacto social. Hace 20 años, la arquitectura y el urbanismo de América Latina comenzaron a cambiar cuando Colombia mostró ejemplos viables cercanos a las realidades de la región y lejos de los referentes inalcanzables de Europa y Estados Unidos. A la transformación urbana de Bogotá iniciada en la década de 1990 a partir de la educación ciudadana, la confianza en los políticos y la confección de proyectos a la medida siguió el cambio de Medellín, que pasó de ser el epicentro del crimen y la cocaína a volverse un ejemplo de reconquista del espacio público bajo el concepto de proximidad. El renacimiento de la ciudad se hizo visible con bibliotecas en las periferias y un sistema teleférico para conectar barrios informales reduciendo a 30 minutos trayectos antes imposibles. Hoy, con la cautela de no repetir un Modelo Medellín que contradiga el sentido de las ingeniosas acciones surgidas de un profundo entendimiento local, bajo el lema Bogotá Cuidadora la capital colombiana persigue un nuevo entendimiento de corresponsabilidad liderado por mujeres, de acuerdo a una estrategia territorial sin precedentes.

En contra de trabajos sin descanso y sin pago —el 90% de las mujeres dedican más de cinco horas diarias a labores de cuidado (si fuera un trabajo remunerado, equivaldría al 13% del PIB de la ciudad) y el 33% no realizan actividades deportivas, culturales o recreativas—, la primera mujer alcaldesa de Bogotá, Claudia López, lleva tres años y medio creando un sistema para que las actuaciones en el territorio no jueguen en contra de la población en términos ecológicos, sociales y económicos. Todos los planes se enfocan en la construcción de lo colectivo. En lugar de inaugurar edificios emblemáticos aislados, comenzó cambiando la Constitución para que Bogotá dejara de ser un municipio sin posibilidad legal para interactuar con los distritos circundantes y operase como una región metropolitana (Bogotá-Cundinamarca) con el fin de integrar a gran escala la gestión de aguas residuales, basura, transporte y educación. A la par, conformaron 33 Unidades de Planeamiento Local (urbanas y rurales) para redistribuir los servicios con base en la lógica de la ciudad de 15 y 30 minutos.

En una ciudad del tamaño de un país, como la describe la secretaria de Planeación, la arquitecta María Mercedes Jaramillo, con ocho millones de personas sin metro ni trenes de cercanías, donde la mitad de la economía es informal y los migrantes no dejan de llegar, la construcción de lo común es esencial. Las nuevas propuestas se basan en tres prioridades: cuidar el planeta, a las personas y a la democracia. Con la creación del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) 2022-2035 apuntan contra la discontinuidad política para que los siguientes tres gobiernos trabajen a favor de un reequilibrio en las oportunidades que la ciudad ofrece. Sin embargo, quedan seis meses para un cambio de administración. Por ello, el interés está en crear los mecanismos de una red de sistemas integrales (visibles y ocultos) para que la inversión pública ayude a que más personas tengan autonomía, tanto fuera de sus casas como dentro.

Cambiar la fórmula milenaria de ciudades para pocos a costa de muchos por ciudades para todos implica redefinir las reglas del urbanismo y de la política

Por medio del POT se busca generar confianza para usar las calles (sin coche); se contempla renovar el sistema de metrobús TransMilenio, ahora con camiones eléctricos; crear un metro con cinco líneas, dos trenes regionales y siete metrocables. Además, se plantea un Sistema Distrital de Cuidado (el primero en América Latina), conformado de tres partes: las Manzanas del Cuidado —actualmente 20 en funcionamiento— (nodos interconectados para llegar caminando en menos de 20 minutos a servicios como centros de capacitación, casas de justicia, casas refugio, zonas deportivas, centros de atención médica y lavanderías colectivas); las Unidades Móviles de Servicio de Cuidado (versión itinerante para zonas alejadas) y los Relevos de Cuidados (para atender a domicilio a personas con alguna discapacidad severa).

El plan aborda con igual importancia el hacinamiento en las cárceles, la protección de comunidades étnicas y las inundaciones. Impulsa una soberanía alimentaria a través de huertos urbanos y cancela viviendas de menos de 42 metros cuadrados financiadas con dinero público. La gran pregunta es cómo pasar de las pequeñas acciones sociales a la ejecución de grandes obras de infraestructura cuando los plazos se rigen por periodos gubernamentales. Por ello, los proyectos más relevantes para Bogotá son también los más inciertos: hacer de una de las principales avenidas un parque lineal (Corredor Verde) con ciclovías, transporte público y vinculado a la construcción de la primera línea de metro; conectar el sur de la capital con el norte, y aumentar en un 30% las áreas verdes protegidas para conservar el suelo rural (más del 70% del territorio) y cuidar el sistema de captación de agua a través de páramos en una región ubicada a 2.600 metros de altura.

Las estrategias se anclan en algo que ha estado ausente en la mayoría de las políticas públicas en América Latina: transparencia, visión a largo plazo y priorizar a quienes habitan los márgenes. Estos tres ejes fueron el éxito de las alcaldías de Antanas Mockus (1995-1997 y 2001-2004) y Enrique Peñalosa (1998-2000 y 2016-2019) en Bogotá y la de Sergio Fajardo en Medellín (2004-2007), a las que ahora se suma el concepto de cuidado como hilo conductor transversal. Los cambios se basan en el concepto de urbanismo feminista, bajo la influencia de Ada Colau, primera mujer alcaldesa en Barcelona, y Ana Falú, quien desde Córdoba (Argentina) promueve completar las ciudades, hasta ahora pensadas principalmente por hombres blancos con coche. La siguiente frase de Falú explica la necesidad de un cambio de visión: “Los entornos urbanos se planifican para familias, aunque en América Latina entre un 30% y un 40% de los hogares están a cargo de únicamente una mujer”. ¿Cómo deben ser las viviendas cuando no hay un adulto en casa y los niños deben comer y hacer una tarea escolar que no entienden? O, peor aún, ¿cuando hay un adulto mayor que requiere de cuidados las 24 horas y los demás deben ir al trabajo? ¿Cómo se construye esto en países marcados por la inequidad? Se empieza un día como hoy, atacando las condiciones de dependencia y bajo el entendido de que no se trata de cuestiones de género, sino de minorías.

Las prioridades del Gobierno actual se ejemplifican en el Museo de la Ciudad Autoconstruida junto a la estación de Mirador del Paraíso, creado para reivindicar conocimientos relegados, dar voz a los habitantes de la ciudad informal y generar un sentido de identidad en entornos históricamente fracturados. Jaramillo describe claramente la diferencia respecto a otras ciudades: “París no tuvo que esperar a Carlos Moreno [urbanista de origen colombiano que acuñó el término “ciudad de los 15 minutos” e implementó el programa piloto en la capital de Francia] para tener la ciudad de los 15 minutos”. La extensión de las ciudades en Latinoamérica y la desigualdad generan una problemática que requiere acciones insospechadas en otros sitios, aunque muchas de las etiquetas parezcan similares. La colectivización de labores domésticas y el concepto de casas sin cocina impulsadas hace cerca de 100 años por las reformadoras domésticas estadounidenses, como Melusina Fay Pierce y Charlotte Perkins Gilman, resuenan hoy en todo el mundo, sobre todo en los conjuntos de vivienda cooperativa y en los edificios de coliving / coworking. Pero en muy pocos casos cobran tanto sentido como en los territorios segregados de Bogotá y en el resto de América Latina, donde se sabe que hasta ahora las ciudades, más que cuidar a sus habitantes, los maltratan.

Hoy, por ejemplo, batallas que parecían libradas, como la creación de espacios públicos abiertos en zonas marginales de Medellín, reaparecen de la mano de nuevos políticos y de una sociedad que aboga por lo blindado en espacios que la ciudadanía había logrado reconquistar. Un caso simbólico es el Parque Lleras, convertido en la cara visible de la explotación sexual y del deterioro de ciudades pensadas para el comercio y los turistas, donde recientemente se han colocado vallas después de las cuatro de la tarde, avivando discusiones que se creían superadas. Las restricciones del espacio público, antes que resolver problemas, los multiplican, discriminando a quienes en realidad son víctimas.

Desde hace siglos, las ciudades han sido descritas unánimemente como la obra colectiva más emblemática de una civilización. Representan la materialización de esfuerzos colectivos, sí, pero no necesariamente reflejan respuestas a necesidades colectivas, o casi nunca. Cambiar la fórmula milenaria de ciudades para pocos a costa de muchos por ciudades para todos implica redefinir las reglas del urbanismo y de la política. Implica también que la arquitectura deje de ser objeto de marketing para ser un soporte capaz de construir verdaderamente una nueva organización social. Ante un futuro que depende de nuestra capacidad de cuidar del planeta y de quienes nos cuidan, ¿necesitaremos más muros cada vez más altos para cuidarnos, o inventaremos una nueva relación entre las personas, las construcciones y el territorio?


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