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Maneras de vivir
Columna
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La ladrona de infancias

Cada disléxico es único. Y abundan: son entre un 10% y un 15% de la población. La mayoría, no diagnosticados

Un niño con dislexia, en Nueva York, el pasado 27 de enero.
Un niño con dislexia, en Nueva York, el pasado 27 de enero.THALIA JUAREZ (New York Times / Contacto)
Rosa Montero

Todo empezó hace 25 años, cuando Araceli Salas, maestra y educadora, percibió ciertos comportamientos extraños en Samuel, el pequeño de sus dos hijos, un niño muy feliz hasta el momento en que se escolarizó. Comenzó a morderse las uñas, a comportarse de una manera muy distinta cuando iba al colegio y cuando estaba de vacaciones, a mostrar una autoestima muy baja. A los seis años tenía innumerables síntomas físicos, dolores de cabeza, contracturas, migrañas, todo producto de la tensión que le generaba el colosal esfuerzo que tenía que hacer cuando iba a clase, un esfuerzo, para peor, sin resultados. Cuando el niño tenía nueve años, Araceli, desesperada —”veía que Samuel se me hundía”—, empezó a buscar diagnóstico en Mallorca, isla en la que vive. Por fortuna, porque por entonces apenas se hablaba de ello, atinó con una buena psicóloga y obtuvo la respuesta. “Le dije a Samuel, ya sabemos lo que te pasa: tienes dislexia. ¿Ah, entonces no soy tonto?, contestó él. No, solo tienes una manera diferente de aprender las cosas”.

La dislexia no es una enfermedad. Es una estructura neurológica concreta, una forma distinta de procesar la información. Y no consiste sólo en tener problemas de lectura y de escritura (de reconocimiento de los signos, de conexión de estos signos con su sonido), sino que también puede implicar dificultades en la memoria a corto plazo, conflictos espaciotemporales, problemas de comprensión y organización o confusión entre la derecha y la izquierda. Cada disléxico, por otra parte, es único. Y abundan: son entre un 10% y un 15% de la población. La mayoría, no diagnosticados. Muchos están descubriendo ahora, con la dislexia de sus hijos, que ellos también la tienen, como ha sucedido con el padre de Samuel, que se cayó del guindo y comprendió el porqué de muchas de las cosas que le ocurrían. Aplastados como estamos por la norma de hierro de la supuesta y mentirosa normalidad, todas estas diferencias naturales en el ser humano han sido y siguen siendo origen de mucho dolor.

En concreto la dislexia tiene unas consecuencias devastadoras porque dificulta o impide el aprendizaje en un sistema educativo que, como el nuestro, está centrado en la lectura y en la escritura. Como por otra parte son chavales con una inteligencia normal o superior, llegan al colegio y se deprimen y angustian, porque advierten que lo que para los demás es algo muy fácil, para ellos es como dar clases en chino. “Es muy torpe, es un vago, es inteligente pero perezoso, tiene que esforzarse más, parece tonto…”. Estos tópicos siguen siendo habituales. Palabras venenosas que ulceran el ánimo, que corroen la autoestima, que conducen a la derrota, al sufrimiento y hasta al odio a uno mismo.

“La dislexia es una ladrona de infancias”, dice bellamente Araceli, esta guerrera y maravillosa Araceli que hace 21 años, tras el diagnóstico de su hijo, descubrió que en España no existía ninguna legislación y que había muy poco conocimiento en el profesorado. Estudió, consultó, investigó y en 2002 creó DISFAM, la primera asociación de familias de disléxicos de habla hispana (más tarde se crearía también una federación, FEDIS). Amenazando con irse a denunciar el tema a Estrasburgo (“aunque ni sabía dónde estaba Estrasburgo, eché un órdago”), consiguió que se reconocieran oficialmente las DEA (dificultades específicas del aprendizaje) en las leyes educativas y que el asunto empezara a tomarse en serio.

Pero aún queda mucho por hacer, y las consecuencias de no hacerlo pueden ser muy graves. Cifras oficiales de EE UU muestran que el 60% de los presos son analfabetos funcionales, y que entre el 30% y el 60% de los jóvenes encarcelados tienen DEA. Es un círculo vicioso: no consigues estudiar, los demás se ríen de ti, tú te sientes humillado e inútil, el sistema te escupe y terminas arrumbado en la marginalidad. ¡Y, sin embargo, sería tan fácil evitarlo! Bastaría con utilizar las nuevas tecnologías, los programas lectores que convierten los textos en voz. Bastaría con educar a los educadores para que sepan en qué consisten esas necesidades especiales. Bastaría con que la sociedad lo entendiera. Einstein, Pierre Curie, Newton, Mozart, Galileo, Stephen Hawking, Steve Jobs, Steven Spielberg, todos ellos han sido o son disléxicos. La normalidad no existe. Hay que respetar la diferencia.

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