Monedas tristes
No se ha escrito una oda a la bombona de butano, ese objeto de color naranja y de 12 kilos y medio de peso y de hierro fundido, que tanto se ha visto (y aún se ve) en los balcones y terrazas de la clase media y media baja de España. Pero se la merece, se merece la oda, porque gracias a la bombona hemos gozado en muchas casas de estufas catalíticas, aunque jamás supimos en qué consistía la catálisis, a la que tampoco sobraría un texto apologético. Si la palabra catálisis guardara alguna relación familiar con el término catalizador, que creo que sí, estaríamos refiriéndonos al incremento de una reacción química. No sé de qué hablo, pero da lo mismo. Lo importante es que en mi casa tuvimos una estufa catalítica, que era lo último en estufas (y tal vez en catálisis) que presidía la sala de estar en la que hacíamos la vida. Esto de “hacer la vida” suena fuerte.
—Aquí es donde hacemos la vida —decía mi madre a las visitas, aunque lo cierto es que era también el lugar donde se deshacía la existencia con las manos tendidas hacia la rejilla de la estufa catalítica, lo último en el calentamiento de la gente menesterosa. En fin.
Ahí la tienen, con toda su presencia, junto al butanero, del que habría que escribir otra alabanza en versos alejandrinos, que están compuestos por 14 sílabas: hablamos, pues, de versos largos como los tramos de escaleras que han subido y suben estos hombres en las casas sin ascensor con los casi 13 kilos de futura combustión catalítica al hombro. Si se fijan, una mano entrega el billete alegre y la otra recibe la vuelta triste, que es la vuelta en monedas.
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