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El atlas de Pandora
Columna
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Verdades como puños

El amor y la familia son melodramas donde nos tragamos las palabras para salvar los lazos y los afectos

Irene Vallejo
EPS
Irene Vallejo

Tu hijo te mira con ojos interrogantes, en el umbral de la sospecha. Mil veces le has repetido que diga siempre la verdad. Sin embargo, le enseñas a callar, a medir las palabras, a envainar las frases hirientes: el arte de la mentira amable. Aunque un regalo le decepcione, debe agradecerlo. Cuando lo invitan, tiene que elogiar la comida incluso si sabe a rayos. Prohibido decir a la gente que es antipática o pesada, no vale la excusa de que sea cierto. La vida sería imposible sin delicadeza, y eso implica —a veces— fingir.

El niño está aprendiendo a subirse al escenario de ese gran teatro del mundo que soñó Calderón de la Barca. La espontaneidad puede resultar ofensiva, mientras el deseo de convivir y ser amables exige dotes para el disfraz y la simulación. Si alguien dice: “Voy a hablarte con franqueza”, prepárate para lo peor. Como cantaba Taylor Swift en All Too Well, hay quien es cruel en nombre de la sinceridad. Tal vez la madurez consista en asumir que el mundo no necesita escuchar nuestros pensamientos crudos ni nuestros exabruptos en bruto y en quitar importancia a las minucias que nos irritan en el prójimo. Erasmo de Rotterdam afirmó en su Elogio de la locura que es sabio tomarnos las cosas como vienen y divertirnos con la comedia de la vida, tan llena de afanes caóticos. El constante espionaje de las faltas propias o ajenas —escribió— destruiría la convivencia. La realidad está tejida de errores y desaciertos, por eso conviene cierto desenfado para comprender las debilidades de los demás. Así construimos la relativa unión y concordia que nos permiten vivir juntos. En una época de intransigencias y divisiones, Erasmo defendió la indulgencia y la risa que nos consuelan de tanta cordura.

Para ser sinceros, debemos admitir que todos fingimos. En latín la palabra “persona” nombraba la máscara del actor. Quién no interpreta un papel, en mayor o menor medida, aunque sea para parecerse a quien desearía ser. La personalidad tiene algo de teatro, como revela la etimología, y la amabilidad es hasta cierto punto impostura. El amor y la familia son melodramas donde nos tragamos las palabras para salvar los lazos y los afectos. La maternidad exige un gran despliegue de actuación: con sueño, con agotamiento y preocupaciones propias, chapoteando entre llantos, fiebre y canciones infantiles en bucle, sostenemos la ficción tranquilizadora de saber derrotar el caos. Cuidar una amistad herida supone no arrojar nuestra fría opinión, sino ofrecer apoyo, calor y alivio. En la vida pública colaborar implica transigir: cuando un político presume de autenticidad suele estar al borde —muy borde— de lanzar andanadas de insultos.

Como escribe el filósofo Jorge Freire en su ensayo Hazte quien eres, “según comparecemos ante otro, ya somos personaje. La fachada es necesaria, a despecho de lo que la casa albergue en su interior. Basta ver un baile de máscaras para entender la esencia del mundo”. Fingir y pasar por alto muchas cosas nos hace la vida más fácil; tal vez por eso, el teatro o el cine, las novelas nos ayudan a ser mejores actores en este escenario de la vida. Resulta curioso que el culto a la autenticidad inunde las redes sociales, reino del artificio, o triunfe en la política de la mano de líderes descarados —otra máscara­—, que abrazan una sinceridad calculada, con colmillo y sin complejos, solo cuando les permite asestar una estocada al adversario. En tiempos de verdades como puñales, lo original es no perder los papeles y saber disfrazarse con elegancia.

Hace 2.000 años, en la soledad de su insomnio, lejos de casa, entre campañas militares y desvelos de gobierno, Marco Aurelio comenzó un diario íntimo. Allí volcaba su fatiga y su irritación, para después recordarse a sí mismo que debía ocultarlas y practicar la paciencia aprendida en la filosofía: “Al amanecer, dite a ti mismo: me voy a tropezar con un indiscreto, un desagradecido, un insolente, un envidioso, un insociable. No puedo enfadarme ni odiarlo, porque hemos nacido para una tarea común”. El emperador estoico conocía las tramoyas del poder y el hechizo de la imagen. Quizá intuyó que la autenticidad insobornable es solo una pose más.

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