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La zona fantasma
Columna
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Aurora

Cuando escribo esto, Aurora Martín, ­Aurora, lleva cinco semanas de baja y seguramente le queden otras tres, por causa de una intervención. Algunas veces la he mencionado en esta página, pero las circunstancias me inducen a dedicarle un artículo entero, es decir, a rendirle un pequeño homenaje de afecto y de gratitud.

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Javier Marías

Lleva viniendo a mi casa más de 27 años, lunes, martes y viernes, desde que vivo aquí. Que yo recuerde, sólo ha faltado tres veces, obligadas: por el confinamiento (yo lo pasé en otro sitio, así que no pude echarla de menos); por la nevada que paralizó Madrid durante dos semanas, lo cual demostró la radical incompetencia del alcalde Almeida y de la Presidenta Ayuso; por último, meses atrás, cuando sufrió un percance raro y hubo de ser hospitalizada; y de ahí la intervención actual. La llamo cada dos o tres fechas para saber cómo evoluciona y cómo está, y me contesta que se encuentra bien y que la operación fue satisfactoria, al parecer. Es alguien con un carácter envidiable. No lo pasó bien en la infancia ni en la primera juventud, ha sufrido pérdidas importantes, como todo el mundo, y su vida no está exenta de problemas. Su matrimonio sí ha sido feliz, con un marido, Mariano, que la quiere por encima de todo; con un hijo y una hija y ahora tres nietos pequeños que, como resulta frecuente, adoran a su abuela y buscan su compañía. En su caso no es de extrañar, porque su personalidad alegre y risueña invita a acercarse a ella. Acostumbra a tomarse los reveses con buena cara, y a preocuparse lo justo. Cuando llega un sinsabor, lo afronta, pero no se pierde en anticipaciones pesimistas o temerosas, como lamentablemente hago yo y también quien me recomendó a Aurora en su momento (se la “robé”) y es todavía una presencia cotidiana en esta casa, Mercedes, de la que asimismo he hablado con agradecimiento y cariño más de una vez. Huelga añadir que, cuando coinciden, se llevan muy bien. Pero es Aurora la que anima a Mercedes cuando ésta precisa de ánimos.

Sin embargo Aurora no es maternal. A buen seguro lo será con los suyos, pero no va esparciendo su protección así como así. En todos los años que me ha acompañado, jamás la he visto abatida ni quejosa, siempre está de buen humor. Y eso que podría quejarse: a medida que pasaba el tiempo, se ocupaba de más asuntos míos, y ahora que me falta desde hace semanas, me doy cuenta de cuánto dependo de ella y cuánto le he de agradecer. (Pese a que mi amabilísima portera, Lola, y su hermana Marimar, se prestan a sustituirla en algunas de sus tareas durante esta baja forzosa. Mil gracias a ellas dos también.) Pero miento: no es que antes no me diera cuenta, en absoluto, de cuán esencial me es. Siempre me admira que, si le pido algo que escasea o difícil de encontrar, acaba consiguiéndomelo, sean cintas de máquina, unas pastillas muy buenas para la garganta que apenas hay en farmacias, un chocolate en especial. Hasta logra dar con productos que por lo visto se han dejado de fabricar, por ser excelentes, supongo. Apenas tengo que encargarle las cosas habituales, ella está al tanto de lo que empieza a faltar. En suma, es una joya para lo práctico y para lo que no lo es.

Desde hace más de 27 años, y dado que Aurora, aunque de lejos, viene tan temprano que yo todavía no estoy despierto ni “vivo”, le dejo una nota con los buenos días y los recados de la jornada. Raro es que a la vuelta de mi paseo, cuando contesto correspondencia o me pongo a escribir, no esté todo ya en su lugar. También atiende a los desperfectos o averías y se encarga de convocar al fontanero o a quien sea menester. Pero, más allá de todo esto, su presencia es una continua fuente de jovialidad. Ella y Lola (y su antecesora Juliana) me piden leer estas columnas, y la de hoy hará ruborizar a la primera, pero no le desagradará. Tantas veces, a lo largo de décadas, me he considerado un hombre afortunado, porque la mayor parte de las personas que me son queridas y próximas —mi mujer Carme, Mercedes, Aurora y Lola, mis amigas Daniella y Julia, mis amigos Eric y Tano— son inteligentes, vivaces y bienhumoradas. Y eso, hoy en día, es un regalo en verdad escogido.

Que a Aurora se la quiere bien me ha quedado clarísimo estas semanas: los dueños y dependientes de las tiendas en que suele comprar me preguntan sin cesar cómo está, me dan sus recuerdos y le desean sinceramente —lo percibo— una veloz recuperación. Probablemente ella sea una de las alegrías de este barrio, tan enviciado y horadado por las huestes de turistas que se han apropiado de él, de nuevo ante la pasividad del alcalde, al que nada importa que se vacíe de vecinos y de tiendas con sabor. Sólo la caja.

En fin, qué más añadir. Con ese carácter indestructible suyo, estoy seguro de que Aurora se recuperará del todo. Me dijo hace poco por teléfono que ya estaba aburrida de no venir a casa. ¡Y se compadeció de mí! “Ay, pobre, qué faena te he hecho”. “¿Pero qué dices, Aurora?”, le respondí. “Faena la que te ha tocado a ti. Yo ya me voy arreglando”. Esa es Aurora: desde su cama de convaleciente, anda ­preocupándose por los demás.

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