La palabra periódico ya no tiene sentido
Las noticias ya no son periódicas, irrumpen en cualquier momento. El mundo está en cambio constante. Quizás deberíamos llamar a los diarios continuos
¿Y entonces qué habría que hacer con esas palabras que ya no son lo que eran, no significan lo que significaban? ¿Vale la pena señalarlas, agregarles algún tipo de advertencia, un asterisco que anuncie “atención, palabra confundida”? La palabra “periódico”, digamos. Ningún sudaca la diría, pero para eso están las diferencias: ustedes dicen periódico, nosotros decimos diario; nosotros decimos ustedes, ustedes dicen vosotros —y vosotros quién sabe. En cualquier caso, diario y periódico pueden ser lo mismo: un hato de papeles entintados que envolverán los restos del mañana. Y son lo mismo: dos adjetivos hechos sustantivos que definen algo que sucede con una regularidad determinada. “Periódico” es otro ejemplo de la parte por el todo: aparecer a intervalos fijos era solo una de las características de esos hatos llenos de avisos y de anuncios, pero acabó siendo su nombre.
El primero en castellano fue obra de un tal Francisco Fabro Bremundán, secretario de un bastardo del rey Felipe IV y una actriz, que, hace justo 360 años, publicó el primer número de la Relación o Gaceta de algunos casos particulares, así políticos como militares, sucedidos en la mayor parte del mundo; el pionero se imprimía cada mes y sobrevivió; tanto que, tras llamarse Gaceta de Madrid durante un par de siglos, a principios del XX terminó por convertirse en el Boletín Oficial del Estado —español— y allí sigue. Pero ya en 1758 le había surgido, entre otros, un competidor particular: el Diario de Madrid aparecía, como su nombre lo indica, todos los días, y empezó a crear esa costumbre.
La esencia de lo periódico es que establece un ritmo: durante los últimos 200 años el tiempo de muchos fue marcado por aquellos impresos. Leer el periódico no era solo una forma de asomarse y echar una mirada; era, sobre todo, un modo de organizar la vida. Me despierto, hago el café, abro el periódico; el mundo se desplegaba una vez al día.
Y lo mismo pasaba con su producción: sus artesanos iban cociendo todo lo que tenían para reunirlo en una “edición” que se imprimía a horarios fijos. Era un imperativo técnico, pero a veces lo que aparece como imposición se mantiene como costumbre: durante décadas los noticieros —de la radio primero, de la tele después—, que no tenían por qué, también reunían sus noticias para ofrecerlas en horarios fijos, como si algo los obligara más allá del hábito. Eran tiempos en que las informaciones llegaban a sus horas, como un buen jarabe.
Eran periódicas y había que ir a buscarlas: comprar el diario, sintonizar las noticias. El gran cambio es que ahora las noticias aparecen sin que las busques. La tarea, si acaso, ya no es verlas, sino no verlas. Porque los medios actuales —corriente continua, shock tras shock tras otro shock— se creen que tienen que lanzar piedritas todo el tiempo, requerir todo el tiempo tu atención.
—¿Qué tienes para las 16.42?
—El invento de unos zapatos para perros trifásicos, fascinante, viene con un buen vídeo de gatitos.
—¿Y para las 16.48?
—Uy, las 16.48.
Las dizque noticias ya no son periódicas; irrumpen en cualquier momento. El mundo no se renueva cada día: está en cambio constante —y nada cambia. Por esa furia de darte siempre algo han conseguido que casi todo nos importe poco: en mi barrio lo llaman escupir para arriba —y lo hacemos espléndido. Los medios quieren mandarte un flujo constante incontenible porque su negocio consiste en mantenerte pinchado non stop y han creado ese sentido de urgencia en que vivimos, esa atención dispersa pero permanente para la cual no enterarse de la separación de Pinchafifis 12 minutos después de que suceda es un fracaso, la evidencia de que todo se te escapa —y te enteras y no importa nada.
Así que la palabra “periódico” ya no tiene sentido. Deberíamos llamarlos “continuos”, un flujo sin mojones, un espacio sin tiempos que lo marquen. Como la vida ahora, cuando la peste la ha revuelto tanto.
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