La palabra santa
La Real Academia le sigue rindiendo pleitesía: “Perfecto y libre de toda culpa” es su definición del adjetivo santo
Hay una ciudad santa, unos santos lugares, santa sede, santo sepulcro y guerra santa; hay una santa madre, un santo padre, un santo niño y algún santo varón y un espíritu santo; hay incluso un santo cielo y una santurrona y una santabárbara, un santo y seña, un sanseacabó en un santiamén, y no se acaba: la palabra santa todavía tiene tanto lugar en nuestras vidas.
La palabra santa siempre está, pero en estos días más: en estos días todo el tiempo. La palabra santa lucha, se defiende —aunque vaya perdiendo. No hay comparación: hace siglos, en su momento más tremendo, España tenía una Santa Hermandad para perseguir a los ladrones, una Santa Inquisición para perseguir a los pensantes y una Santa Cruzada y una Santa María para perseguir sus sueños de poder hasta la otra punta de Occidente.
La palabra santa definía. Decían que venía del latín sanctus, lo cual no deja de ser obvio, y que el latín podía venir de un sánscrito que significaba seguir, prescribir, adorar y quién sabe qué más: no sabían mucho. Ahora un poco menos, pero la Real Academia le sigue rindiendo pleitesía: “Perfecto y libre de toda culpa” es su definición del adjetivo santo. O sea que estos momentos, sin ir más lejos, deben serlo. Porque estamos en esos días en que todo es santo: jueves, viernes, la semana. Nuestros festivos muestran qué somos, cómo somos, qué poder nos controla. Durante 15 siglos la Iglesia católica no tuvo rival: lo que puntuaba el tiempo eran sus santos. Ahora sí tiene un par: las patrias, con sus feriados nacionalistas, tipo independencias, y los Estados Unidos, con sus feriados globalizadores, tipo Halloween o San Valentín.
Pero sigue siendo la más dueña, y la Semana Santa es una síntesis de sus ideas del mundo: marchas y manifestaciones para exaltar con tambores la tortura y la muerte, el sacrificio. Es toda una lección: que el que se deja encerrar, calumniar y dar tormento logra algo. De ahí, miles tomaron el ejemplo: se pretendieron santos.
Los santos son un invento extraordinario: el gran truco de la Iglesia católica para seguir diciendo que adoraba a un solo dios sin renunciar a llenar de diosecitos el espacio de las supersticiones. Santos y más santas y santas y más santos; nadie sabe muy bien cuántos son, pero dicen que quizás unos 10.000 —y siguen reclutando. Ahora exigen —para estar a la moda— muchos test, pero hubo tiempos en que ser santo no era complicado. Alcanzaba con seguir el modelo y aceptar un destino que igual era probable: el suplicio, la muerte. Y, ya que llegaría, qué mejor que sacarle provecho y pasarte la eternidad sentado junto a un dios, volverte un cortesano de tal corte, hacerte funcionario.
El negocio era claro: a cambio de tu ascenso, los hombres y mujeres inferiores usarían tus huesitos para hablarles y pedirte cosas. Era, digamos, una forma grandiosa y primitiva de donación de órganos: aceptar que otros aprovecharían tu cuerpo cuando tú lo dejaras. Y era preciso, claro, contar en tu haber algún milagro, pero corrían —como ahora— tiempos crédulos, y se podía suponer que ese niño no se curaba por los cuidados de la comadrona, sino por tu intermediación para conseguir que se apiadara el jefe: qué hay de lo mío con superpoderes. No era tan complicado y el éter desbordaba: santos y santas y más santos, buenos para cualquier servicio. Santas para salvarte de la sarna o la envidia, santos para probarte o aprobarte, santas para que llueva o salga el sol o crezcan los melones o lleguen las carretas, santos para matar a moros o a cristianos, a ratas y ratones.
Ahora, la palabra santa no se rinde: va perdiendo, pero todavía impone. Seguimos hablando en santoral: si algo es palabra santa, sabemos que va a misa —y esta semana es su Semana. Es tan difícil cambiarnos los vocablos. No siempre hablamos como somos —pero somos, casi siempre, como hablamos.
Y si hay algo que no es santo es la palabra.
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