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Columna
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La palabra mascarilla

Nos hemos resignado: hace un año nadie habría imaginado la posibilidad de usarlas y ahora nadie imagina lo contrario

Estudiantes chinos con mascarilla, durante un acto en la Universidad de Huazhong (Wuhan).
Estudiantes chinos con mascarilla, durante un acto en la Universidad de Huazhong (Wuhan).Getty Images (EPS)
Martín Caparrós

Ahora somos expertos. Me gusta ese proceso, que se da cada tanto: cómo, de pronto, millones nos volvemos conocedores profundos de algo que poco antes ignorábamos sin vergüenza ni pena. Suele ser por esnobismo, pero esta vez fue por necesidad: primero nos dijeron que quizá convenía usarlas y poco después nos obligaron so pretexto de que son la última trinchera contra el mal todopoderoso, así que nos pusimos a averiguar, opinar, ejercer. Y ahora sabemos tanto sobre esos trapos que nos tapan las caras: nos hemos vuelto especialistas en enmascararnos.

Por lo cual descubrimos, entre otras cosas, que los nombran palabras distintas en los distintos rincones de la lengua. Pasa mucho y en general no lo notamos, hasta que algo lo resalta; en este caso, la catástrofe. Ahora cualquier lector atento nota que los españoles dicen mascarilla allí donde los argentinos dicen barbijo, mexicanos y chilenos cubrebocas, colombianos y peruanos tapabocas, cubanos nasobuco, y así: otra vez, esa lengua común que nos separa.

Y cada cual resuena diferente: es lo bueno de las palabras. Por eso no hay sinónimos: te pueden decir que mascarilla y barbijo y cubrebocas lo son, y es verdad que nombran el mismo trozo de tela que nos separa de la peste, pero evocan cosas tan distintas. Barbijo trae un eco violento: un barbijo, en argentino, también es una herida de cuchillo en la cara, cicatriz muy gaucha. Y cubrebocas es un intento por aminorar el efecto censor de tapabocas, que suena tanto a por qué no te callas. Y mascarilla recuerda a quien se disimula para vaya a saber qué, un carnaval extraño, y nasobuco es casi un rey de Babilonia.

(Todo lo cual evita con sabiduría la denominación más técnica: FFP significa, en inglés filtering face pieces, piezas faciales filtrantes; allí no hay historias ni duelos a facón ni disfraz ni censura. Es el privilegio y la tristeza de las siglas: llegar desde ninguna parte, limpias, casi quirúrgicas —hasta que se van cargando de sentidos ominosos: IVA, UCI, PP).

Nos hemos vuelto expertos: sabemos qué representa cada mascarilla barbijo tapacubrenasobuco, cuánto cuestan, cuánto impiden, qué dicen sobre su portador o portadora. Y nos hemos resignado: hace un año nadie habría imaginado la posibilidad de usarlas y ahora nadie imagina lo contrario. O, mejor: esperamos con ansia el momento de tirarlas, el grito de la liberación. Esperamos esa rara sensación de volver a vernos las caras: que las caras dejen de ser, como el pelo de las mujeres musulmanas, un producto de interiores, privilegio de los íntimos.

Pero nos dicen que no va a ser fácil: que tendremos que enmascararnos unos años más. La China, por fin, ha llegado a nuestras vidas. La pandemia es pura China. Empezó allí y ningún país se ha beneficiado tanto: gracias a sus medidas, su control, su represión, su economía siguió creciendo y es posible que, en unos años, historiadores perezosos elijan la pandemia como el momento que dio por iniciada oficialmente la hegemonía china en este mundo.

Y es probable que, entonces, alguien vuelva a pensar en mascarillas. La gran paradoja del ascenso chino fue que sucedió con formas de Occidente: lo lograron fabricando máquinas —televisores, ordenadores, vehículos, juguetes, herramientas— pensadas en Estados Unidos y Europa, y lo hacen en ciudades donde personas vestidas de americanos pobres van en coches casi alemanes a edificios casi neoyorquinos. China se empoderó y apoderó con modos y maneras que no eran los suyos: sin símbolos. Hasta ahora, su influencia cultural había sido nula. La máscara es, probablemente, su primer gran golpe: orientales llevan décadas usándolas y ahora todos lo hacemos. Todos nos parecemos, con ellas, a ellos.

Las podemos llamar mascarillas o barbijos o cubretapa o Nabucodonosor, incluso FFP. Lo cierto es que se llaman china: son el escudo de una época, la marca de que los chinos han vuelto a ser, tras unos pocos siglos de descanso, la potencia mayor. Y son solo el principio.

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