La palabra clandestina
Hay vocablos que inesperadamente se dan la vuelta y, al darla, se nos ríen: ¿quién podría imaginar que la clandestinidad sería una fiesta?
Madrid era una fiesta —y, seguramente, sigue siéndolo. Aparece en los diarios ingleses y alemanes, filósofos italianos lo comentan, franceses impacientes lo vienen a buscar: Madrid es una fiesta clandestina. La palabra fiesta y la palabra clandestina parecían lejanas: la pandemia las ha reunido sin distancia social. Cada finde se descubre en Madrid un centenar de fiestas clandestinas; por clandestinas, muchas más no se descubren.
Hay palabras que inesperadamente se dan vuelta y, al darla, se nos ríen: ¿quién podría imaginar que la clandestinidad sería una fiesta, que la palabra clandestina se aplicaría a chisporroteos de muchachos pudientes? La Academia define clandestino como “secreto, oculto, especialmente hecho o dicho secretamente por temor a la ley o para eludirla”. Lo clandestino supone una situación donde ciertas actividades no se pueden, quedan fuera de la ley.
Por eso la clandestinidad solía ser la opción indeseable, plagada de peligros, de aquellos energúmenos que querían cambiar un orden político considerado injusto o liberarse de algún invasor. Creaba vidas raras: torrentes de simulación donde nada era lo que parecía —para que todo se volviera diferente.
(Me caben las generales de la ley: pertenecí a un grupo político que alguna vez, cuando yo tenía 17 años, “pasó a la clandestinidad”. Así que fui, digamos, clandestino: debía usar nombres falsos, inventarme historias para justificar por qué estaba donde estaba, mirar siempre por encima del hombro y, lo confieso, disfrutaba ese gustito de saber que nadie sabía. Todo era oculto, sigiloso; todo podía ser mortal. Ahora lo raro es esta clandestinidad de la conservación y la estridencia.)
Porque ahora la idea de clandestinidad ha caído del lado de los que no quieren que nada cambie sino que todo siga parecido. Unos que tienen un desacuerdo muy pasajero con la ley y el poder: que no terminan de acordar con su manera de cuidarnos y buscan su forma propia de descuido. Unos que no quieren dejar de hacer lo que siempre hicieron —divertirse— y, cuando se lo prohíben, encuentran una opción más divertida todavía: la fiesta clandestina, ese oxímoron cojo.
En la rara locución “fiesta clandestina”, ¿qué es más decisivo: que sea fiesta o que sea clandestina? ¿Cómo comparar esa rutina de salir a tomarse un par de tragos o un par de pastillas y contonearse un rato y llevarse si acaso a alguien a un huerto fementido, con la emoción de averiguar dónde será —sentirse conectado—, buscar el modo de ingresar —sentirse parte—, hacer algo prohibido —sentirse un transgresor—, bailar en el peligro —sentirse un valiente—, pensar por un momento en todos esos idiotas que se quedan en sus casas —sentirse uno distinto—, pensar por dos en esos gobernantes y esos padres y todos esos viejos que no entienden —sentirse uno mejor—? Por eso, creo, la pregunta se contesta sola.
Y es una fiesta porque puede ser mortal, aunque no necesariamente para los presentes sino para sus padres, sus abuelos: son esas cosas que se hacen a esa edad en que uno todavía se cree que la muerte es un juego —de azar.
Y después, por supuesto, mostrarlo. La clandestinidad está bien para un rato, pero los romanos, que sabían mucho de redes sociales, lo dijeron clarito: esse est percipi, ser es ser percibido. Ahora diríamos ser likeado, porque el latín evoluciona. En eso, los fiesteros siguen las viejas reglas: lo clandestino solía hacerse para producir efectos muy visibles. Solo que en general esos efectos debían ser empáticos; en este caso se complica. Lo que hacen los fiesteros clandestinos cuando caen en sus redes —sociales— es exponer sus prácticas a la mirada de todos esos que no saben si los detestan o los desprecian o los envidian o qué. Pero, mientras lo decidimos, los condenamos con esa comodidad que da saber dónde está el bien. Es barato, facilito, y es, también, una forma de fiesta: pública, virtuosamente pública, un coñazo.
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