La palabra protocolo
En estos días en que la medicina es nuestro dios, los protocolos son sus escrituras. El conjunto de normas que los que saben mandan
Nunca la habíamos oído tanto: es el momento de la palabra protocolo. Ahora, cuando cada movimiento puede ser mortal, abundan las reglas y normas que no queremos no cumplir, que reclamamos a diestra y siniestra. Si para algo sirve la pandemia es para convencernos de que obedecer es lo mejor que podemos hacer: que es por nuestro bien. Y para que sepamos qué obedecer, las órdenes se ordenan en los protocolos.
Todavía recuerdo a ese chico que decía que cuando oía protocolo pensaba en Patroclo —el amigo de Aquiles—: ¿se les ocurre algo remotamente más pedante para uno de seis años? Por suerte ese chico, como todos, creció y la vida se encargó de abofetearlo suficiente; ya no dice esas cosas. Pero la palabra protocolo sigue siendo fácil de confundir: explosión de sentidos.
Empezó, como tantas, en algún valle griego; la difundieron los latinos para denominar las formas que debían seguir los actos públicos o no tan públicos. Si un rey entraba antes que su perro, si las mujeres caminaban a la izquierda o la derecha, si se podía sorber con estrépito de placer la salsita del plato. Protocolo era todo eso que no servía para nada más que para comunicar que alguien conocía las costumbres —que era uno de ellos— y que las aceptaba —que quería seguir siéndolo. Era una palabra perdidamente boba hasta que vino a ponerle cierto picante una fake news extraordinaria.
Ahora hablamos de fake news como si fueran un invento reciente. Lo hacemos en países como la Argentina, donde la revista más leída titulaba “Seguimos ganando” —la guerra de las Malvinas— dos semanas antes de la rendición. O los Estados Unidos, donde el diario más vendido informó que Irak tenía armas de destrucción masiva que justificaron su invasión. O la España, donde los grandes medios comunicaron que ETA era la responsable del atentado de Atocha.
Pero pocas fake news han tenido tanta circulación, tanta repercusión como aquel protocolo. Los protocolos de los sabios de Sionfue un dizque libro recauchutado por la policía secreta zarista a partir de varios panfletos y novelas antisemitas francesas. Se lo presentaba como el plan de los judíos para dominar el mundo y a principios de los veinte ya había vendido varios millones de ejemplares en varias lenguas europeas, justificado asesinatos, pogromos y demás atenciones. Después un tal Hitler lo tomó como estandarte y en su libro Mein Kampf lo reivindicó con sabiduría conspirativa: no había mejor prueba de que el texto era verdadero, dijo, que tantos poderosos insistiendo en que era falso.
Los Protocolos siguen circulando: siempre hay idiotas. Pero ahora, en medio de la peste, la palabra cobró una vida nueva. Se la dio la medicina: ya hace tiempo que los médicos “aplican protocolos”. Es decir: confirman que la medicina actual es una rama de la estadística. Un médico sabe que el 63,2% de las personas con dolor de meñique empalado y tos concomitante se curan si se les aplica un tratamiento tal —sintetizado en el protocolo correspondiente— y entonces se lo aplican. Y si ese no funciona —si el paciente forma parte del 36,8%—, le buscan otro protocolo, y así de seguido. El sistema es suicida: si eso es todo lo que hacen, muy pronto ordenadores poderosos lo van a hacer mucho mejor. No será complicado alimentarlos con síntomas y estudios y pedirles el protocolo que mejor funcione a partir de las masas de información que pueden manejar.
Pero en estos días en que la medicina es nuestro dios, los protocolos son sus escrituras: nos imponen todo lo que debemos hacer y no hacer si mantenemos la peregrina intención de sobrevivir. Así que ahora todos tenemos la palabra protocolo en la cabeza: el conjunto de normas que los que saben mandan. Una muestra más de cómo la pandemia nos lleva a hacer lo que nunca esperamos: obedecer órdenes inverosímiles. No ha habido, en todo caso, en las últimas décadas, mejor entrenamiento para el desastre —que, como siempre, está por llegar.
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