_
_
_
_

Los bulos que mataron a Cleopatra

Una investigación de universidades europeas sobre los rumores en la historia rescata las falsedades que los dirigentes romanos extendían para su propio interés con fines políticos o militares

'La muerte de Cleopatra' (1874), de Jean André Rixens.
'La muerte de Cleopatra' (1874), de Jean André Rixens.
Vicente G. Olaya

El senador Lucio Sergio Catilina nunca quiso quemar Roma, pero gran parte de los ciudadanos de la ciudad así lo creyó, lo que le costó la vida. El político romano Escipión Nasica le hizo una broma a un campesino sobre sus excesivamente callosas manos, pero la anécdota denigrante se extendió y se deformó, así que perdió las elecciones para convertirse en edil. Julio César nunca cruzó el río Rubicón —la frontera entre Italia y la Galia— con un inmenso ejército; sin embargo, eso creyeron sus adversarios, que huyeron despavoridos. Y hasta Marco Antonio y Cleopatra terminaron sus vidas por una burda falsedad que no pudieron detener.

El artículo científico Noticias falsas, desinformación y opinión pública en la Roma republicana, de Francisco Pina Polo, profesor de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza, explica que la propagación de bulos también se empleó con fines interesados en la Antigüedad. La publicación del experto forma parte de un proyecto de investigación de varias universidades europeas denominado False testimonianze, copie, contraffazioni, manipolazioni e abusi del documento epigrafico antico (Testimonios falsos, copias, falsificaciones, manipulaciones y abusos del antiguo documento epigráfico). Pina Polo recuerda que “la expansión de estas falsedades ha existido siempre a lo largo de la historia, y en todo caso lo que ha ido variando es el modo en que han sido difundidas”. Ahora, la diferencia fundamental radica en el fulminante poder de propagación instantánea que tienen las redes sociales.

En la Roma republicana (del 509 al 30 antes de Cristo), las asambleas populares (contiones), servían “como principal megáfono para la propagación entre la población de ideas, propuestas de ley, anuncios de todo tipo y ataques políticos”. “Un discurso pronunciado en una contio podía, por lo tanto, servir como punto de partida para transmitir una información", pero los falsos rumores que surgían provocaban su rápida difusión .

El político, escritor y filósofo Cicerón ya alertó de la importancia decisiva de estos rumores, sobre todo en época electoral, hasta el punto de que podían arruinar la reputación de un político o cambiar el signo de una batalla. Por ejemplo, el historiador griego Plutarco relata que, en el 49 a. C., Julio César marchaba supuestamente hacia Roma con un enorme ejército (en realidad eran solo 300 jinetes y 5.000 infantes) para atacar a su enemigo Pompeyo Magno. La falsa noticia de su gigantesco ejército provocó el pánico y el caos en la ciudad. Sus habitantes huyeron. “Finalmente, Pompeyo, ante la imposibilidad de conseguir información fidedigna sobre las tropas del enemigo”, abandonó también Roma y dejó vía libre a César.

Otro ejemplo es el del tribuno de la plebe Tiberio Graco, quien en el 133 a. C. quería que se aprobase una ley agraria justo cuando el rey Átalo III de Pérgamo acababa de morir y dejaba al pueblo de Roma su fortuna. Graco propuso que esa enorme cantidad fuese destinada a financiar su reforma. Pero muchos senadores se opusieron y comenzaron a acusarlo de querer convertirse en tirano. El senador Pompeyo le acusó entonces de recibir de Átalo una diadema real, como si fuera un rey. Pompeyo “no aportó ninguna prueba, ni afirmó haber visto personalmente la entrega, simplemente dijo que sabía que se había producido”, recuerda Pina Polo. El rumor se extendió por Roma. Graco fue asesinado y su cadáver tirado al río.

El consulado de Cicerón en el año 63 a. C. quedó marcado por una supuesta conjura. Cicerón presentó su lucha contra el senador Catilina, el presunto traidor, como su gran triunfo. Primero, sacó a la luz una conspiración que nadie había visto y luego acabó con ella. En varios discursos en el Senado y ante el pueblo, subrayó el peligro que representaba para la supervivencia de la res publica que Catilina y sus hombres lograran tomar el poder. Según él, la alternativa era o la libertad que él mismo encarnaba o la tiranía de los supuestos conjurados.

Cicerón buscó en sus discursos causar pánico en la población. “Catilina no era sólo una criatura depravada y deshonesta", según la versión no contrastada del filósofo, “que aspiraba a poner fin a las instituciones de la República, sino que, además, quería destruir físicamente la ciudad”. Cicerón no ofreció ninguna prueba, ni dijo en qué basaba su acusación, ni explicó con qué propósito Catilina quería quemar Roma, pero lo acusó una y otra vez de querer hacerlo. Convirtió la eliminación de Catilina, no sólo en un problema político, sino ante todo de supervivencia para Roma. Catilina fue, finalmente, eliminado. Cicerón terminó vanagloriándose de haber salvado personalmente Roma de su destrucción por el fuego: "Yo he conservado íntegra la ciudad y sanos y salvos a los ciudadanos”, clamó.

Y un último ejemplo de “manipulación pública”. Marco Antonio, en el 32 a. C., hizo testamento en vida. Octaviano -el futuro emperador Augusto- se enteró de que sus ultimas voluntades estaban custodiadas por las sacerdotisas vestales y se hizo por la fuerza con ellas. Leyó solo algunas de sus partes en el Senado y en una asamblea popular. Destacó, sobre todo, las cláusulas relativas a sus funerales, ya que Marco Antonio supuestamente había dejado escrito que quería ser sepultado en Alejandría, en Egipto, donde convivía con la reina Cleopatra. Octaviano creó así de Marco Antonio una imagen de “lacayo de Cleopatra absorbido por el lujo oriental”. Fue la antesala de la declaración de guerra, de la victoria del futuro Augusto en la batalla de Accio frente a la flota de los amantes, de la muerte de Antonio y del suicidio de Cleopatra.

“Hay por lo general una estrecha relación entre bulo, rumor y miedo. El miedo suele desembocar en enfado, incluso odio. La indignación activa el deseo de castigar a quien ha sido identificado como enemigo. El bulo entendido como noticia está en el origen del rumor que permite modelar la opinión pública y contagiar el pánico, a partir del cual era factible en Roma justificar la muerte de Graco, la represión de los catilinarios o la guerra contra Antonio”, señala Pina Polo. O de cualquier otra cosa en el siglo XXI.

La mayoría sabía que los marcianos no estaban invadiendo la Tierra

Francisco Pina Polo destaca que lo que hay que tener en cuenta es la “propia dinámica de transmisión de una información más allá de los canales oficiales”. Y recuerda que en 1938, la versión radiofónica de la novela The War of the Worlds (La Guerra de los Mundos) de H. G. Wells, dirigida por Orson Welles al frente del The Mercury Theatre on the Air, provocó en Estados Unidos el pánico ante una presunta invasión de marcianos.

Pero un reciente libro ha mostrado que la ola de pánico no fue tan generalizada como siempre se ha dicho. “La mayoría de oyentes entendieron correctamente que se trataba de una ficción, entre otras cosas porque el programa estaba anunciado previamente como una teatralización radiofónica. En realidad, el pánico parcial se produjo cuando las personas que creyeron realmente que la invasión estaba teniendo lugar transmitieron el bulo a otras que, a su vez, lo asumieron como cierto e impulsaron un rumor imparable hasta que la realidad se impuso horas más tarde”.

Fue, por lo tanto, “la transmisión del miedo individual lo que generó un miedo colectivo irreflexivo, a pesar de que esas personas tenían la posibilidad de telefonear a los periódicos, a la radio o a la policía para mejor informarse de lo que sucedía”, señala el profesor de la Universidad de Zaragoza. “A partir de estas premisas y reflexiones basadas en nuestra propia época, se pueden volver los ojos a la Roma republicana”.



Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_