La palabra positivo
Desde hace un año, no hay nada peor. Ser positivo, en estos tiempos, es la definición del apestado: aquel cuyo examen detecta presencia de viruses
Entonces me dijo que era positiva.
—Soy positiva.
Me dijo, y no lo celebré. La palabra positivo ya no es lo que solía.
—¿Estás segura? ¿No será un error?
La palabra positivo tuvo dos grandes momentos en la historia. Uno empezó hace 200 años, cuando unos filósofos europeos encabezados por el francés Auguste Comte se aprovecharon de su sentido original: en su origen —latino, más faltaba— positivo significaba “bien apoyado”, que reposa sobre una buena base, y ellos definieron que todo conocimiento debía basarse en la experiencia y la observación del mundo, y que ese “conocimiento positivo”, científico, era lo contrario de cualquier superstición o metafísica, de cualquier religión. Y lo llamaron positivismo y muchos les creyeron y armaron nuestro mundo a partir de esa idea: orden y progreso.
El otro gran momento acaba de acabar. Durante décadas la consigna estuvo clara: había que ser positivo. Miles de libros de autoayuda, de programas de autoayuda, de gurús de autoayuda, de todo tipo de ayudas de autoayuda te lo imponían sin vacilación: deja atrás esa negatividad, hombre, mujer, hay que ser positivo. A veces incluso te lo explicaban: tenías que mirar la vida con optimismo, buscar el lado bueno, pensar que no hay mal que cien años tal, que no hay mal que por bien tal otro, llenarte la boca y la cabeza de refranes y convencerte de que un cáncer es una oportunidad para pelear por lo que quieres y que si te echan del trabajo es culpa tuya: por no ser lo bastante positivo. La palabra positivo era un valor seguro: una clave para vivir mejor —o por lo menos suponerlo.
La palabra positivo estaba, para colmo de bienes, enredada en una de esas relaciones tóxicas que llamamos dialécticas: cuando existe un opuesto simétrico, cuando el contrario es obvio. Nadie duda de que el negativo de positivo es negativo: lo venimos aprendiendo desde siempre. Y nadie dudaba de que positivo era bueno, y negativo, malo. Hasta ahora.
—Sí, me dieron el resultado, soy positiva.
—Ay, cariño, lo siento, qué va a ser de nosotros.
Ahora, desde hace un año, no hay nada peor. Ser positivo, en estos tiempos de pandemia, es la definición del apestado: aquel cuyo examen ha detectado la presencia de viruses. En España se han hecho, en estos meses, unos 40 millones de test: 40 millones de veces alguien ha pensado ojalá no sea positivo. No hay nada más temido: el miedo a ser positivo es la razón por la cual dejamos de hacer tanto de lo que hacíamos.
—Sí, soy positiva. Nos vamos a tener que confinar y vas a tener que ir a hacerte el examen.
—Ay, sí. Ojalá sea negativo.
—¿Negativo?
—Bueno, que no sea positivo.
—¿Te parece?
Tememos ser positivos y nos sometemos a esos exámenes antipáticos, toquetes, con la esperanza de no serlo. Aunque no siempre: el juego de la covid es más perverso. La amenaza de ser positivos nos complica la vida, pero también sabemos que a menudo la concreción es mucho menos grave que su miedo. Entonces aparece la opción ruleta china: ¿y no será mejor si resulta que me lo pillé y me lo paso como se lo está pasando ella, con unos dolorcitos y sofocos y ya, y entonces quedo inmunizado y dejo de temerle? Pero ¿y si me lo pillo y me da fuerte y termino en la UCI o peor? El positivo, además de los miedos, despierta los instintos más timberos.
Mientras tanto, la palabra positivo espera, silenciosa, su reivindicación. Si todo sale bien, si el acaparamiento de vacunas sigue, pronto los habitantes de los países ricos van a ser inmunes a la covid. Esto es: tendrán los anticuerpos suficientes, serán lo bastante positivos para no temerlo. Será la gran revancha: ser positivo ya no será el descontrol sino el orden —positivista, científico— y, así, volverá a ser lo que todos desean.
—Ay, cari, ¿lo dices en serio? Tú siempre tan negativo…
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