James Rhodes: “Soy feliz en España, espero no desperdiciarlo. Yo soy mi peor enemigo en eso”
España ha sido el gran ‘prozac’ que necesitaba el frágil pianista atormentado por los abusos en su infancia. Pero también ha conocido su reverso guerracivilista por su empeño en empujar una ley de protección para los niños. En ‘Made in Spain’, su nuevo libro, cuenta el viaje emocional hasta el país que le descubrió otra manera de vivir
Salió del infierno, conoció una suerte de paraíso y, digamos que ahora, James Rhodes anda en el purgatorio. El infierno fue Londres, donde nació hace 46 años y, según él, una ciudad hostil, violenta, deshumanizada, carente de empatía con el vecino. El paraíso, un primer encontronazo con España, ese lugar tendente a autolesionarse con desprecios sistemáticos sobre sí mismo, pero donde el autor y el pianista confiesa haber hallado desde el principio un hogar y una palpable sensación de comunidad. Luego cayó del guindo y fue a parar al entresuelo purgante. No se desplomó del todo, pero sí lo suficiente como para acceder a un grado más sofisticado desde donde entender la realidad.
De ese viaje circular, muy devoto de los anillos de Dante, sale Made in Spain (Plan B), la carta de amor que Rhodes escribe a su país de adopción ya pasaporte en mano y con un rápido dominio de la lengua incluido. Un trayecto eufórico, doliente y metafísico que cambió su forma de ser, pensar, sentir. De vivir…
Las sensaciones se fueron sucediendo como en una secuencia alucinógena para quien se vio al borde del suicidio unas cuantas veces. Para quien el placer andaba sujeto a significados como la huida, ciertos pasotes y una muy extraña filosofía basada en el tanto tienes, tanto vales: “El placer en Londres es sinónimo de evasión. Tiene que ver con la cocaína, con el sexo, la sobreexcitación y una sucia sensación de presumir de cosas que uno posee y el resto no”, asegura Rhodes. En España, ese tempo para medir los pasos de su existencia ha cambiado. “Aquí, el placer lo tienes que compartir y disfrutar incluso en la lentitud que conlleva. No es cuestión de evadirse, sino de concentrarse”.
Aunque suponga un desequilibrio en la proporción y el orden práctico de las cosas. Por ejemplo, en Inglaterra, para Rhodes, cocinar significaba el acto de sacar cualquier congelado del frigorífico, meterlo en el microondas y tragárselo, algo muy diferente a comérselo, es decir, degustarlo. “En España disfruto de la sensación y el rito de cocinar durante dos horas para comerme algo en quince minutos. No importa, lo que cuenta es el proceso de prepararlo con música, un buen vino y tu pareja al lado. Yo era un desgraciado, nunca tuve ni imaginé que eso podría suponer algo fundamental en la vida”. No es todo, lo sabe. “Pero sí sé que por primera vez cuento con las herramientas imprescindibles para ser feliz, solo espero no desperdiciarlas: yo soy mi peor enemigo en eso”.
El pulso de la vida para Rhodes ha descendido. Llegó acelerado, azorado por ruidos exteriores y, lo que es peor, voces interiores. Pero los contrastes, rápidamente, aparecieron. Y el saldo a favor del país elegido es tan abrumadoramente positivo para él que ni haber sufrido por el camino sus sombras lo ha rebajado.
Cuando regresa a Londres se da cuenta. “Noto que, desde lo básico, todo resulta mucho peor. Simplemente que en España te salude la gente en la consulta del médico ya supone para mí algo extraordinario. Si en Londres dijera buenos días al resto de pacientes, me llevarían al psiquiatra. Camino ahora por mi antigua ciudad y me ahogo. No es bueno consumirse así. Repito lo que escribí en Twitter al recibir el pasaporte: ‘No es sano vivir como viven los británicos”. Tuvo que regresar a menudo mientras su madre pasaba sus últimos meses. Las veces suficientes como para saldar cuentas con ella, tal como cuenta Rhodes en Made in Spain. Entre las páginas de Instrumental, el libro que lo catapultó a la fama, comenta cómo su madre no quiso ni pudo ver la gravedad de lo que le estaba sucediendo cuando su profesor de gimnasia abusó sistemáticamente de él en el colegio. En Made in Spain, el pianista queda en paz con ella. “Ahora la echo más de menos que nunca. Sobre todo en un año como este, cuando lo que buscas es arrojarte en brazos de quien te proteja”. Poco le queda en Londres. “Mi hermana, mi mejor amigo, mi abuela…”. De su padre prefiere no comentar. Se ciñe a lo que escribe en el libro: “Un maniaco narcisista”. Del proceso de transformación de un inglés en un español se dio cuenta en parte su pareja, la actriz argentina Mica Breque, durante el funeral materno. “Me preguntó por qué no lloraba nadie. Esto es Gran Bretaña, así nos comportamos. Bueno, así se comportan ellos, porque yo fui el único que lloraba”, comenta.
“Salvo mi hermana o mi madre, nadie ha leído mis libros en mi familia o acudido a mis conciertos”, asegura Rhodes sentado en el Monkee Koffee, un local de la calle de Vallehermoso, su barrio madrileño. “Ya sabes, quizás al verse involucrados en parte de mi vida, no comments. Es muy británico eso, y muy triste. Lo refleja The Crown… Así que arrepentirme de haberme marchado, ¡ni loco!”.
Ni a pesar de haber dado el paso que le robó un poco el sueño: meterse de manera tangencial en política. Simplemente para dar la batalla por uno de los pilares de su vida: la lucha contra el abuso infantil. Lo aborda Rhodes en el libro que presenta a este país como su salvador, como un gran prozac soleado y sabroso. Al dar ese paso —inevitable— es donde se produce el descenso a rastras del paraíso vía Twitter. Hasta entonces, España fue para Rhodes un país articulado en torno al buen rollo, “aunque con muchos defectos y cuentas sin saldar”, aclara. Twitter, en cambio, es esa nación en cuyos suburbios abunda la inmundicia cruenta del insulto y el agravio. Hace poco cerró su cuenta.
Su compromiso tenía una ambición: “Convertir a España en el país donde los niños se sintieran mejor protegidos que en cualquier otra parte del mundo”. Una ley revolucionaria. Escribió en EL PAÍS una tribuna demandándola al presidente del Gobierno. Se publicó el 3 de agosto de 2018. Ese mismo día, Pedro Sánchez lo llamó a La Moncloa y le juró que lo llevaría a cabo. Para la urgencia que requería el tema, no se resolvió inmediatamente. Rhodes lo recordaba a cada paso. Sabe cómo nadie ser insistente. Si busca algo, carga y agota la paciencia del vecino. “Tiquismiquis, sí”. El proyecto avanzaba y retrocedía y pasaron así dos años desquiciantes. Sánchez daba largas. Si la izquierda lo impulsaba, la derecha —medios y formaciones políticas— trataba de echarlo abajo. El pianista no entendía qué ocurría. Esa España dulce se le atragantaba con su dosis guerracivilista de amarguras no resueltas. Y Rhodes sacaba a relucir en el proceso una de sus grandes virtudes: esa inocencia intacta, una candidez persistente, un idealismo incólume —a veces hasta intransigente—, que resulta bien desconcertante y hasta milagroso en quien ha conocido a fondo el infierno.
Para colmo llegó el virus, el estado de alarma. “Toda esta mierda… Pensé que acabaría con ello”. Pero la ley fue aprobada por el Consejo de Ministros el 9 de junio de 2020, en buena parte, escribe Rhodes, gracias al impulso que le dio, sobre todo al final, el equipo de Pablo Iglesias. “Ideológicamente tengo poco que ver con él, pero ahí queda”, afirma. Algo, en cambio, no le gustó: que Iglesias, un buen día, sin consultarle, calificara la norma como ley Rhodes. “Ley de la infancia es el nombre más natural y lógico del mundo para ella”, escribe el autor, más cuando no ha sido nada desdeñable el esfuerzo de organizaciones como Save the Children, aparte de cientos de profesionales y activistas.
La batalla le dejó heridas. Pero estas han sido más rasguños que cicatrices. También lecciones que irán en beneficio de su inmadurez reconocida en muchos casos. Su obsesión por ser aceptado raya lo neurótico. “Lo sé, tengo que superarlo”. Quizás busque en su nuevo hogar, como dice, una especie de madre colectiva, esa que en la comunidad de vecinos, en lugar de que se acerquen a decirle que no machaque con el piano, piden que lo toque más alto y encima lo hagan con una bandeja de torrijas. Le viene bien aplicarse lo que en clave gastronómica y anímica dice la cineasta Isabel Coixet: “No eres una croqueta, no le puedes gustar a todo el mundo”.
James Rhodes lo sabe y está en su derecho a contrarrestar los ataques anónimos que le llueven: “Judío. Rojo. Maricón”. Como tres martillazos en su frágil estado de ánimo. “Sí, cierto, no todo el mundo tiene por qué quererme. Pero me esfuerzo en aprender el idioma, me empeño en que me aprecien y me duele a veces cierta hipocresía. La de que algunos ni me consideren pianista por pensar de una determinada manera. Me siento muy hipersensible y eso es malo. Como músico tienes que ser sensible, pero quizás no hipersensible. Estoy aprendiendo a que no me afecte tanto”.
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