Zahara: “El maltrato psicológico no se ve, pero te anula y te quita la autoestima”
En el colegio la llamaban ‘Merichane’, como una prostituta de su pueblo. Sufrió acoso escolar y abuso sexual. Luego, maltratos psicológicos de parejas tóxicas. Ella cargaba con la culpa y la vergüenza. Sola. En silencio. Hasta que estalló y decidió soltar esa mochila. La cantante lo cuenta ahora en un gran disco que ha titulado ‘Puta’. Una catarsis personal. Su historia atraviesa la de muchas mujeres víctimas de los agravios, los juicios morales y el machismo.
El día que Zahara se iba a mudar de piso a causa de su separación con el padre de su hijo se acercó a la portera del edificio en el que había estado viviendo los últimos años y le dijo que sabía que la llamaba puta. “Tenía demonios saliéndome por el cuerpo, pero intenté hacerlo con serenidad. No me podía creer que estuviese diciéndole a esa mujer que sabía que iba hablando de mí a todos los vecinos. Nunca me había atrevido a hacer algo así”. Fueron casi 40 minutos de justificaciones, negaciones y enredos verbales en los que Zahara sudó sin parar. “No había olido tan mal en mi vida. No era olor humano. Era un olor que venía del averno. Creo que era el olor que venía acumulando a lo largo de mi vida por todas las veces que no me había podido enfrentar a alguien que me había llamado puta”. “Un olor de azufre emanando de mis venas”, tal y como canta en Ramona, la primera canción que compuso de Puta, el nuevo disco que publicará el 30 de abril, toda una catarsis de una vida marcada por los agravios y los juicios morales, pero también por el acoso escolar, el maltrato psicológico y el abuso sexual.
Ramona (nombre ficticio de una portera real) fue un antes y un después para esta cantante que, tras más de una década de carrera ascendente con trabajos tan notables como Santa (2015) y Astronauta (2018), se prepara para publicar su gran obra disruptiva, un álbum que rompe del todo con su imagen edulcorada, aquella en la que también se la ha visto en los últimos años como colaboradora en programas televisivos, profesora musical en Operación Triunfo y protagonista de la serie documental Historia de una canción de Movistar+. Un antes y un después no solo porque trajo un nuevo disco lleno de rabia y reivindicación personal, sino porque, según cuenta, fue la primera vez en la que sintió que se despojaba de “una mochila”. “Al hablar con la portera, pensé: ‘Esta responsabilidad te la quedas tú, tronca. Ya está bien’”. Puta es, en sus palabras, un disco “sacacorchos”. “Solo que, al abrirse la botella, no sale champán. Sale mierda”, indica sentada en su casa, un piso en el que se ven los juguetes de su hijo de tres años y medio por el mismo salón donde compuso todo el nuevo álbum el año pasado durante el confinamiento.
Zahara cayó en depresión en las primeras semanas de la pandemia. Le afectó el golpe de la realidad, pero también estaba recién separada, en terapia psicológica desde hacía un año y viviendo sola con un régimen de custodia compartida de su hijo. Un estado que se mezcló con ansiedad ante tanta información desbordante y la intensa actividad de tantos músicos en las redes sociales. “Choqué de bruces conmigo misma”, asegura. Estuvo más de un mes “llorando por todos los rincones de la casa” hasta que vio el documental sobre la vida de Taylor Swift, en el que se habla de la presión mediática, la falta de libertad, el empoderamiento femenino desde el pop y su juicio como víctima de abuso sexual. Y Taylor, a la que dedica una canción en el álbum, le pegó “un meneo”. “Me sacudió de arriba abajo”, confiesa. En un estado de enajenación, puso el teléfono en modo avión, abrió una botella de vino y escribió un texto. Efectivamente, al descorchar, salió mierda. “Vomité todo”. Ese texto contenía el incidente con su antigua portera, pero también la palabra puta y otras como culpa, vergüenza, maltrato, abuso… “Tantas que todas juntas se resumían en mierdón”, dice ahora con una mirada firme. Vomitar mierdón la llevó al disco.
Los orígenes de ese olor del averno están en Úbeda, la localidad andaluza donde nació hace 37 años y se crio. Allí, María Zahara, tal y como la llamaban, sufrió acoso escolar desde primaria en el colegio CEIP Sebastián de Córdoba. “Tenía la letra escarlata en la frente”, cuenta. “Me echaban de todas las pandillas porque una vez que eres el hazmerreír de una lo eres de todas”. En Merichane, la canción que adelantó en enero para anunciar el álbum, cuenta cómo a los 12 años le pusieron el mote con el que se conocía a una puta del pueblo. María Zahara era Merichane para todos, pero también la niña a la que le hicieron una campaña de recogida de firmas contra ella y que, cuando ya se quedó sin pandillas, acabó como último recurso con unos hermanos gemelos que eran “los malotes” del colegio. Fue a peor: cuando los gemelos se cansaron de ella, acabaron pintando los bancos de los parques con su nombre acompañado de la palabra “puta”. Angustiada diariamente y sin amigos, acudió a modo de auxilio al profesor en el que más confiaba y este simplemente le espetó: “Tú sabrás con quién te juntas”.
No lo sabía y, sin ayuda, siguió sin saberlo durante mucho tiempo. Zahara estuvo hasta los 18 años en Úbeda, cuando se fue a Granada a estudiar Magisterio Musical y empezó a dedicarse a la música. Su relación con los demás siempre estuvo condicionada por el bullying, aunque cursase la ESO en otro centro, el instituto Francisco de los Cobos. Seguía siendo Merichane y acudía “muerta de culpa y vergüenza” a los botellones del parque de los Hierros porque se encontraba con muchos que la habían señalado durante años. Una culpa y una vergüenza que ya arrastraba como hiedra venenosa, que la llevaron a sufrir trastornos alimentarios. Y una hiedra que, según confiesa ahora en su casa, muchos años después, no solo comenzó con el acoso escolar, sino también con un abuso sexual que sufrió de niña. No quiere dar detalles ni citar nombres, pero, sin titubear, asegura que, si bien entonces no sabía que aquello que le sucedió se llamaba abuso, al menos ya comprendía que “no estaba bien”. “Fui consciente y aquello me averió más el cerebro para siempre”, afirma. La canción Sansa habla de ello, “de lo puro” convertido “en fruto podrido”, pero también de los maltratos psicológicos que, como fichas de un dominó diabólico, siguieron cayendo tras todo eso.
Con una taza de café frío, Zahara se acomoda en la silla de su salón y reconoce que es algo de lo que tampoco ha hablado mucho, ni siquiera con su familia, pero dice que con este disco quiere hacerlo. Asegura que le costó más gestionar el maltrato psicológico “terrible” que tuvo con un primer novio que el abuso infantil. “Este maltrato no se ve y te anula. Te quita la autoestima. Todo el rato te ves a través de los ojos del otro y nunca a través de los tuyos propios. No tienes además cómo demostrarlo. Te deja en un estado de vulnerabilidad ante la vida que luego eres susceptible a que te sucedan cosas así”. Vulnerable e incomprendida: a la siguiente pareja que tuvo se lo contó y le restó importancia. Aquel nuevo novio no entendía, explica la cantante, que fuera tan grave si el chico no le había pegado. Decidió no contarlo más durante años, aunque esos días de maltratos psicológicos fueran el único periodo de su vida en el que no pudo ni componer, algo que había hecho recurrentemente desde los 12 años.
Sin embargo, aquella a la que llamaban Merichane también conoció, pese a todo, la felicidad. La serie de Movistar+ Historia de una canción acaba cuando Zahara regresa en el último capítulo a Úbeda, la misma ciudad jiennense patrimonio de la humanidad y en la que tiene tantos sentimientos encontrados. Su regreso siempre tiene un motivo: su familia. La casa donde se crio con sus padres. Un edificio de tres plantas en el que en la primera vivían sus abuelos Paco e Isabel; en la segunda, sus tíos y su prima Irene, y en la tercera, ella con sus padres, Javier y Beni. Si en algún sitio se refugiaba de todo, era allí y, especialmente, en el antiguo cortijo de sus abuelos, a las afueras de la población, una alberca entre olivos que llamaban La Zarzuela y donde reinaba “la paz familiar”. “Ocultaba en casa todo lo que me pasaba fuera”, explica. Había mucho de vergüenza y culpa por lo que sucedía, pero también “de falta de referentes” y de no querer alterar “el paraíso que era ese hogar”. “Se me hizo un lío muy gordo todo. Pensaba algo sencillo: contar algo negativo no podría traer algo bueno”, señala. “Para mí, entonces, era imposible que me empoderase para contar que había mañanas que no me quería levantar y que había otras que me quería quitar la vida”.
Más que un refugio, la música, que llegó a través de su padre, que era percusionista de un grupo renacentista, fue su “fortaleza”. Solo con una guitarra se sentía poderosa y, al cantar composiciones de Luis Eduardo Aute, Joaquín Sabina, Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, conseguía hacer desaparecer las mochilas que cargaba. “Entraba en mí”, recuerda. A los 17 años decidió que lo dejaba todo para dedicarse a cantar tras uno de sus primeros conciertos en Jaén y ver cómo el poco público susurraba con ella una canción de Sabina. “Era como manejar el Ferrari yo misma. Llevaba tantos años subido a él y saliéndome de la curva que, por fin, era como ir con el viento de cara y yo al volante”. No tardaron de quitarle las manos de ese volante, aunque el Ferrari fuera suyo.
Otros de los asuntos que se tratan en Puta es su fichaje por Universal. En 2009, con solo un disco autoeditado y tras verla tocar varias noches en el Búho Real de Madrid, quisieron hacer de ella la nueva Nena Daconte con La fabulosa historia de la chica que perdió el avión, un álbum de cuyo sonido Zahara ahora reniega. Es una situación que la cantante, que creó su propio sello discográfico en 2015, ya ha contado antes. Solo que ahora explica con más detalle cómo iba a las reuniones sola y rodeada de ejecutivos y directores artísticos, no tenían en cuenta sus ideas, nunca le daban explicaciones de decisiones tomadas por otros y terminaba tragando sin saber muy bien por qué. Como aquel día que fue con las maquetas de otro disco nuevo que quería defender, tal y como ella pensaba que había que grabarlo tras el fracaso del anterior, y le recibió un alto ejecutivo que la hizo abrir una caja llena de penes de silicona. Eran unos penes publicitarios que acompañaban al nuevo álbum de Rammstein. Al responsable discográfico le importaba más regalarle uno de esos penes que atender sus demandas artísticas. “Era un circo de mierda, pero estaba ahí porque, como toda mi vida, no sabía decir que no”, reflexiona Zahara, que se terminó yendo porque la multinacional prescindió de muchos músicos y grupos en plena crisis económica.
Entonces, estaba ahí. Es quizás la gran frase que resume Puta. “Yo estaba ahí”, canta en esa abrasión electrónica de sintetizadores y pop industrial que es Merichane y el resto del disco bajo la producción de su fiel escudero, Martí Perarnau. Con esa frase, Zahara habla de su viaje y pone el foco en un relato interminable en el que las mujeres son más juzgadas que los hombres y parten con desventaja. También sirve para que ella misma tome distancia de lo que en el pasado quisieron que fuera, pero no era, incluso un poco de esa persona que se odiaba por todo y que confiesa ahora: “He querido mal porque me he querido mal. Muchas veces no sabía hacerlo mejor. Es increíble cómo el ser humano se adapta a lo malo y yo repetía conductas con otra gente”. De ahí, la culpa, ese perdón que se escucha en los primeros compases del álbum. “La culpa es como un tatuaje que no se puede extirpar”, afirma la cantante, que lleva uno relacionado con su hijo y otros con algunos de sus discos. Una pregunta invade sobre el que se antoja como el gran álbum de su carrera: ¿habrá tatuaje para Puta? Entonces, Zahara recuerda la primera vez que le contó a alguien el incidente con la portera. Fue a Martí Perarnau. Estaban en Argentina de gira, días antes de que estallase la pandemia, y su amigo le dijo que tenía que convertir esa historia en canción. Ella se estaba comiendo un bocadillo de chorizo criollo cuando, con los ojos fijos en el embutido, se quedó pensando en ello, en aquella mochila que cargaba y en todas las historias de donde venía tanta rabia. Esa maldita rabia con olor a azufre. Cuenta todo eso y, sin pensarlo mucho, Zahara, siempre eléctrica en sus movimientos y capaz de bromear en situaciones comprometidas, responde: “¡Me voy a hacer un tatuaje de un chorizo criollo!”. Y acto seguido, se ríe.
Asistente de fotografía: Agustín Bobo. Maquillaje y peluquería: Carmen de Juan para Chanel y Shu Uemura (X Artist Management).Asistente de estilismo: Anaïs Ibáñez.
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