La marca
Soñaba con una vida sin padres ni hijos, un lugar soberano en el que no tuviera que obedecer a nadie, fantástico y peligroso
No nos importaban las rosas ni los jazmines. No nos interesaban los paneles de césped, ni la tierra fraccionada en bolsas, ni las macetas, aunque nunca habíamos visto tantas ni tan diferentes. Para nosotras, chicas de 8 o 10 años que vivíamos en casas con jardines enormes, nietas de abuelas o hijas de madres que se regalaban bulbos de nardos y Amaryllis, brotes de plantas con nombres como taco de reina, rayito de sol o flor de nácar, el nuevo vivero que había abierto sobre la avenida principal de la ciudad en la que nací no tenía nada interesante.
Hijas de la naturaleza desbordada, de los tilos que crecían como perros en las veredas y de los que sacábamos flores para el té, de las parras de las que comíamos uvas sin lavar, de las higueras que le amargaban la vida a nuestras madres cuando las brevas reventaban contra el piso, criadas en patios con selvas de calas repletas de arañas, los viveros resultaban un parque temático momificado, un simulacro de naturaleza. Las plantas no eran cosas que se vendieran y se compraran, sino cosas que se traficaban entre amigos, vecinos y parientes. Así, cuando el vivero abrió, una nave de metal con paredes de lona, todas fuimos a ver como si hubiera aterrizado un ovni. No recuerdo nada, salvo un tufo húmedo y una sorpresa que no sé si me invento al ver decenas de plantas iguales, una uniformidad desconocida y un poco monstruosa. Pero a un lado de las mesas donde se disponían las plantas de interior (otra extravagancia) estaban las bolsas con las piedras. Pequeñas, de colores flúor, no servían para fertilizar, controlar plagas ni espantar hormigas, sino para algo que jamás se nos hubiera ocurrido que podía hacerse con una planta: adornarla. Se esparcían a su alrededor, y la planta quedaba rodeada por un collar de joyas químicas, un artificio cursi y maravilloso. Yo, por entonces, era partidaria de los relojes cucú, de las pestañas postizas, de las uñas largas, del spray para el pelo, del plástico y de la fórmica. Todo lo artificioso me parecía bello, como salido de Los Supersónicos. Me quedaba embobada contemplando cosas como las bolitas de algodón que mi tía se colocaba entre los dedos de los pies cuando se pintaba las uñas, o una gorra de baño que me habían comprado, verde y con margaritas amarillas incrustadas, un artilugio que ahora no me pondría ni muerta, pero que, cuando era chica, hubiera usado incluso para dormir. Mi sentido de la elegancia era ser kitsch de forma abundante. Así que les pedí a mis padres que compráramos las piedritas. Pero mi madre dijo: “Ni loca, son horribles”.
Planifiqué el robo un domingo, sabiendo que el vivero estaría cerrado y, sobre todo, porque se podía: nada me separaba de esas piedras excepto una lona endeble. Yo vivía en una ciudad de 20.000 habitantes, en plena dictadura. No había mucha gente dispuesta a romper reglas. Así que organicé un grupo de tres o cuatro amigas, y fuimos. Entramos por un costado, levantamos la lona, cada una se llevó varias bolsas. A lo mejor invento, pero creo que las mías eran de color fucsia y turquesa. Sí recuerdo el regocijo onírico de la impunidad, el peso gozoso de la adrenalina, la sorpresa de que no hubiera obstáculos: ¿nadie va a detenernos? El vivero quedaba cerca de la casa de mi abuela. Llevé las bolsas allí y las escondí en un mueble donde se guardaban los zapatos. Esa misma tarde tocaron el timbre. Algún vecino debió habernos visto, porque era el dueño del vivero que venía a reclamar. No sé con quién habló, pero en algún momento llegó mi padre, preguntó dónde estaban las piedras. Primero negué, después señalé: “Ahí”. No me dijo nada. Mis amigas tuvieron que devolver las piedras al vivero, pero yo no. Las llevó él. Esa noche se acercó a mi cuarto. Yo estaba escribiendo. Ya soñaba con una vida sin padres ni hijos, un lugar soberano en el que no tuviera que obedecer a nadie, fantástico y peligroso: la vida adulta. Me dijo: “Yo sé por qué hiciste eso”. Le pregunté por qué. Y me respondió: “Porque sos mi hija”. Tardé muchos años en entender lo que quiso decirme: que yo nunca tendría suficiente; que me había marcado con ese estigma. Que me había hecho ese favor.
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