_
_
_
_
_
PALOS DE CIEGO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nuevos golpes bajos

Javier Cercas

La historia se repite con máscaras distintas. El nacionalpopulismo actual es una máscara del viejo totalitarismo

El golpe que acabó con todos los golpes, de Juan Francisco Fuentes, es la mejor síntesis que conozco del golpe de Estado del 23 de febrero. Su tesis central no es nueva —ni falta que hace—, pero sí exacta: ese golpe representa el fin de una tradición de intervencionismo militar que envenena la historia moderna de España; con él, concluyen todos los golpes. Pero, cabría añadir, sólo los viejos golpes. Al final del libro se interroga Fuentes: “¿Fue el procés una nueva forma de golpismo?”.

La pregunta es retórica. En el otoño de 2017, cuando uno escribió que lo que estaba ocurriendo en Cataluña era un intento de golpe de Estado (o, más exactamente, un intento de autogolpe de Estado posmoderno), el escándalo fue general; la realidad, sin embargo, es que, para saber que eso y no otra cosa era lo que estaba ocurriendo, bastaba con haber leído la Teoría general del Estado, de Hans Kelsen, y recordar que el gran jurista antinazi afirmaba que un golpe se da cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido de forma ilegítima por un nuevo orden”. Eso era lo que buscaban las leyes de desconexión catalanas que, aprobadas en el Parlament el 6 y 7 de septiembre, desencadenaron el golpe, lo que se intentó legitimar con el referéndum fraudulento del 1 de octubre y culminar con la fraudulenta declaración de secesión del 27. Ese golpe no se trató de dar desde el Ejército, sino desde el Estado —la Generalitat es Estado en Cataluña—: por eso fue un golpe posmoderno y también un autogolpe. Por supuesto, no era el primero de su especie en el pasado reciente: en momentos distintos, con rasgos y matices diferentes, lo habíamos visto en la Venezuela de Maduro, la Turquía de Erdogan o la Rusia de Putin. Lo nuevo, lo inédito, era que sucediese en una democracia reconocida, como la española, y de ahí la dificultad para identificar su naturaleza auténtica. Esa dificultad debería haber desaparecido ya, porque en los últimos años hemos visto intentos de golpes semejantes en algunas de las democracias más solventes del mundo, como ocurrió en el Reino Unido de 2019, cuando Johnson intentó no evitar un Brexit por las malas con todas las argucias posibles, inclusive el cierre del Parlamento de Westminster. Y ahora, tras la negativa de Trump a reconocer su derrota electoral y tras sus inéditos tejemanejes para permanecer a toda costa en el poder, en la prensa estadounidense se ha suscitado un debate acerca de si lo que el presidente intentaba era dar un golpe de Estado o no. La respuesta, de nuevo, la tiene Kelsen; o, simplemente, un analista británico como Jonathan Freedland, que, escarmentado por lo ocurrido en su país, resumía en The Guardian: “Esto no es un golpe convencional”. Por supuesto: no es un golpe moderno, sino posmoderno. Éste se caracteriza, entre otros, por dos rasgos básicos. Primero, quien lo da, lo da desde el poder, erosionando previamente las instituciones que garantizan la democracia para evitar que, llegado el momento, puedan resistirse al golpe: por eso es un autogolpe. Y, segundo, quien lo da no lo da en teoría contra la democracia —como los viejos golpes—, sino en nombre de la democracia: por eso es un golpe posmoderno. En países donde la democracia no está consolidada, las instituciones son frágiles y la división de poderes precaria, estos golpes pueden triunfar: Venezuela, Turquía, Rusia; en cambio, en países donde la democracia ha arraigado, estos golpes tienden a fracasar, porque las instituciones y los demás poderes —el legislativo y el judicial— poseen capacidad suficiente para pararlos: Reino Unido, EE UU y (aunque a trancas y barrancas) España.

Hay que repetirlo: la historia es como la materia; ni se crea ni se destruye: sólo se transforma. Por eso, aunque nunca se repite exactamente, siempre se repite con máscaras distintas. El nacionalpopulismo actual es, visto así, una máscara del viejo totalitarismo, y los golpes posmodernos, una máscara de los modernos. Las formas son distintas, pero el fondo es el mismo: se trata de destruir la democracia. Al menos en Occidente, estamos vacunados contra los viejos golpes, no contra los nuevos. Ellos son ahora el peligro.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_