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El ruido: una plaga española

El desprecio al silencio devalúa la música, daña el debate, expresa nuestro desdén por el espacio compartido

Mascletá en el Ayuntamiento de Valencia en las Fallas de 2018.
Mascletá en el Ayuntamiento de Valencia en las Fallas de 2018.Jorge Gil (Europa Press/ Getty I (Europa Press / Getty Images)
Ignacio Peyró

Los españoles creemos ser más cainitas, más dejados y más envidiosos, pero lo único que nos diferencia de otros países es que somos más ruidosos. El ruido es un romance nacional, como prueba el hecho de que tenemos tantas palabras para fiesta —jarana, parranda, juerga, cachondeo— como los esquimales para la nieve. No niego que, a lo largo del tiempo, ha habido un silencio a la española. A veces, tan hermoso como el “maravilloso silencio” del que habla el Quijote, la quietud de las clausuras o la hora sagrada de la siesta en el verano. Otros silencios son más tristes: el de los pueblos que ya no tienen escuelas, por ejemplo. O el silencio que sigue a la tragedia: “Pueblo viejo de Belchite, / ya no te rondan zagales, / ya no se oirán las jotas / que cantaban nuestros padres”. Incluso ese “¡a callar he dicho!”, de Bernarda Alba, que nos recuerda tantas épocas en que callado uno estaba más tranquilo. Pero no nos engañemos: por cada procesión del silencio, tenemos mil mascletás, y el “vagón silencio” del AVE bien podría llamarse “vagón utopía”. ¿Quiere usted reconocer a un grupo de compatriotas desde lejos? Son esos que parecen estar peleando.

Hay más países ruidosos: un pub en la City poco tiene que ver con la Inglaterra idílica, y a Fernando Vallejo se lo llevan los demonios con tanto vallenato allá en Colombia. Quizá incluso la antropología haya dado con algún ritual guerrero que, en Laponia o en el delta del Okavango, llegue a la intensidad decibélica de un vermú de domingo entre españoles. Sí, hay más países ruidosos, pero ninguno que lo sea de esta manera autosatisfecha y recalcitrante. El ruido encarna esa alegría y ese jaleo que nos gustan y acompaña a la simpatía, que es la mayor virtud reconocida en un país donde la expresión “cachondo mental” es una alabanza.

El amor por el ruido, sin embargo, se ve ante todo en el desprecio activo al silencio, que por el contrario es sintomático del pecado más abominable a nuestros ojos: ese esnobismo que afrenta a nuestra llaneza y nuestro espíritu gregario. Así, el silencio es para tiquismiquis y exquisitos, o quizá para esos países que pensamos que son tristes solo porque no tienen el sol que a nosotros nos churrasca ocho meses al año. Hoy, además, el silencio es una vivencia de lujo individual, y como todo lujo y todo individualismo, es motivo de sospecha. La del silencio es una batalla perdida en un país donde el Ayuntamiento puede poner a Shakira un domingo a las ocho de la mañana por megafonía: el supremo deber de educarnos con un medio maratón o con el Día contra la Alopecia androgenética ha de imponerse al de dejarnos en paz.

Hace años, todavía se veían carteles que, en las clínicas o en las iglesias, lo pedían: “Silencio”. Han desaparecido, sin duda por su inutilidad. Ahora el silencio nos pone nerviosos. Cuando muere alguien, se aplaude al ataúd. En los minutos de silencio suena El cant dels ocells. Ninguna autoridad hará nada contra esas motos que pasan petardeando, con un implícito “os jodéis”, para despertar a todo el barrio. Incluso algún consultor que quería pensar “fuera de la caja” ha ido poniendo pianos en los aeropuertos para que, mientras comemos un bocadillo cobrado a precio de Patek Philippe, alguien nos recuerde por qué le expulsaron de solfeo. Cada día, en fin, tenemos ocasión de oír lo que rebosa de los cascos ajenos en trenes y autobuses, vivencia de la que se nos debiera privar aunque sonara, que no suele, Monteverdi. El desprecio al silencio devalúa la música, daña el debate, expresa nuestro desdén por el espacio compartido, es decir, por los demás. Y contribuye al desprestigio de ese gesto supremo de sabiduría que es cerrar la boca.

Hay un ruido hermoso de la vida, y por eso hay que reservarlo para las ocasiones: los goles, el amor, el juego de los niños. Mientras, como decía un cartel leído hace poco en una iglesia italiana, hay que “conservar” el silencio, porque el ruido nos acosa por sí solo y ya sabemos que no hay mañana de sábado sin aspiradora, jardín idílico sin cortacéspedes ni noche al fresco sin fiesta rociera del vecino. Alguna gente solo sabe que existe por el ruido que genera, pero resulta abusivo que quien hoy quiera silencio vaya a tener que pagárselo en algún resort. Baroja soñaba con un país “sin moscas, sin frailes y sin carabineros”. Algunos somos más modestos: empecemos por librerías sin hilo musical.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.
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